Somos los papeles que representamos

El padre del ilusionismo moderno afirmó que “un mago es un actor que representa el papel de mago”. Lo mismo puede decirse de los poetas y de los políticos… y de todos, en realidad: vamos por la vida representando nuestro papel.
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La película El candidato, dirigida por Daniel Hendler y estrenada el año pasado, es oficialmente una coproducción uruguayo-argentina. Pero es sobre todo uruguaya: de esa nacionalidad son los personajes, es en el país oriental donde se desarrolla la historia. Sin embargo, algunos de los elementos centrales de la trama aluden de un modo muy directo a la realidad argentina. El filme retrata un fin de semana en la campaña de Martín Marchand, un joven empresario, hijo de uno de los magnates de su país, que se lanza a la política sin tener casi nada claro (ante el silencio de sus colaboradores dice algo así como que “ser de centro hoy no conmueve a nadie: yo prefiero ser de extrema derecha o de extrema izquierda”) salvo el propósito de construir su imagen a puro golpe de marketing. Cualquier parecido entre las iniciales, la historia personal y la claridad conceptual de ese personaje y las del actual presidente argentino no es pura coincidencia.

En el equipo de campaña de Marchand hay, por supuesto, un asesor de imagen. En una escena, lo vemos enseñarle al candidato cómo debe pararse, cuál es su mejor perfil, su mejor gesto, el ángulo en que debe inclinar la cabeza, dónde debe llevar la mirada, etc., etc. Todo tan grotesco que sería muy gracioso… si no supiéramos que es cierto, que es así como funciona la política real. Y esa sensación recorre al espectador durante los 80 minutos que dura la obra.

 

Comentando la película, alguien me dijo: “¡Es así! ¡Los políticos en realidad son actores!”. Actores que interpretan el papel de políticos. Y de presidentes, de gobernadores, de diputados. Muchas veces yo tuve la sensación de presenciar una pieza teatral al ver en el Congreso al gobernante partido A defender sus medidas de las críticas del opositor partido B, el mismo partido B que, cuando era gobierno, defendía medidas similares, que eran a su vez criticadas por el entonces opositor partido A. Como el dibujo aquel en que Ralph Wolf (que es igual que el Coyote, pero no es el Coyote) intenta robar las ovejas y Sam Sheepdog, el perro pastor, se lo impide y lo castiga, hasta que suena la bocina que marca el fin de la jornada laboral, y entonces ambos marcan tarjeta y se van caminando juntos, como buenos compañeros de trabajo.

 

 

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El ilusionista francés Jean Eugène Robert-Houdin (1805-1871), considerado el padre de la magia moderna, acuñó una frase: “El mago es un actor que representa el papel de mago”. Lo dijo, supuestamente, para diferenciar su arte del de los malabaristas, equilibristas y demás espectáculos de feria. De acuerdo con este punto de vista, estos artistas tienen una habilidad real y concreta, que pueden presentar de modo directo ante el público, mientras que los magos necesitan actuar para presentar sus trucos.

Pero, en realidad, de los malabaristas y equilibristas podría decirse lo mismo: que son actores que interpretan el papel de malabaristas y equilibristas. ¿Qué diferencia hay? De algún modo, todos vamos por la vida representando nuestros papeles en función de dónde y con quiénes estemos: con la familia, con los amigos, en el trabajo, en el fútbol… Pienso en la leyenda urbana que afirma que Paul McCartney murió en 1966 y que fue sustituido por un tal William Campbell. Supongamos que es cierto. Pues entonces el tal Campbell es mucho más Paul McCartney que el original: ha interpretado su papel durante mucho más tiempo.

Se dirá que —a diferencia de los políticos, los magos y las personas que asumen la identidad de otras— la mayoría de la gente no contrata asesores de imagen ni se entrena para componer sus papeles de tal o cual manera. Pero ¿no es un cambio en los roles sociales que desempeñamos lo que buscamos muchas veces durante una terapia psicológica o al leer libros de autoayuda? ¿No es ese el objetivo de la imagen que buscamos moldear a través de las redes sociales?

 

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Ya hablamos de política y de magia; hablemos ahora de poesía. Hace unos años asistí a un recital en una librería de Madrid, en el que tres poetas presentaban sus versos en dos rondas de lectura. En la primera, dos de los poetas declamaron sus obras con histrionismo y elocuencia, de pie, ante un atril. La poeta restante eligió leer sus versos sentada, tras una mesa, con voz suave y monocorde. En la segunda ronda, los dos primeros repitieron su énfasis, por supuesto, pero además uno de ellos insistió a la poeta tímida para que recitara de pie. La chica lo hizo, pero se la vio incómoda, abrumada por la timidez. Sin dudas, los poemas que más llegaron a los presentes fueron los recitados con mayor vehemencia. Con más “sentimiento”, diría alguien.

Después hubo un espacio para conversar con los poetas. Uno de los asistentes destacó la importancia de la puesta en escena y de cuánto, en un contexto así, la poesía se aproxima al teatro. El poeta que había “obligado” a su colega tímida a recitar de pie señaló su convicción de que, a partir del momento en que se para en un escenario y se enfrenta a un auditorio, el poeta se convierte —lo desee o no— en un actor. La poeta tímida, por su parte, subrayó que la puesta en escena es algo por completo ajeno a la poesía, y que no puede valorarse un poema por cómo ha sido interpretado sobre un escenario. El debate, en ese momento, no fue mucho más allá. Pero quedaron planteadas las dos posturas, los dos estilos.

 

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El ensayista francés Joseph Joubert (1754-1824) escribió en sus cuadernos, publicados de manera póstuma, que “Homero escribió para ser contado; Sófocles, para ser declamado; Heródoto para ser recitado; y Jenofonte para ser leído. De estas diferencias de propósitos en sus obras nace una multitud de diferencias en sus estilos”. Y también: “Había un cantante callejero que tenía mala voz, pero que lograba cautivar a sus oyentes porque sabía expresarse, porque uno sentía en su canto la emoción y el placer que él mismo se causaba, y se los comunicaba a los demás”.

Igual que ese cantante callejero, muchos poetas pueden cautivar a sus oyentes en los recitales por la elocuencia de su voz, por la emoción y el placer que ellos mismos se causen. Tal vez, incluso, esos poetas escriban para ser declamados, como dice Joubert que escribía Sófocles. Y quizá la poeta tímida de aquel recital en Madrid escribiera, como Jenofonte, para ser leída. Y ambas cosas están bien. Lo único malo, seguramente, es cuando se obliga a alguien a actuar como no lo desea, cuando a alguien se le impone un papel. El poeta aquel no lo hizo con mala intención, pero hubiera sido mucho mejor para la poeta tímida no se dejase arrastrar por aquel pedido y representara el rol que ella había elegido para sí misma.

Para el final me queda una pregunta que es, creo, una especie de kōan: ¿un poema cualquiera leído en silencio, en la intimidad, es el mismo que si se lo oye declamado por un poeta —un actor representando el papel de poeta— ante un auditorio? Cada lector tendrá su propia respuesta.

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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