Oficio y vocación

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Para disuadir a alguien que insistía en cantar, pintar o escribir sin el menor talento, se decía suavemente: “Dios no te llama por ese camino”. Esto implicaba que hay caminos, y que seguir una vocación no era hacer una elección, sino ser elegido.

Algo de este concepto (la vocación como fatalidad) hay en las Cartas a un joven poeta (de 20 años) que Rainer Maria Rilke (de 28) escribió en 1903: Me pregunta si sus versos son buenos. Los envía a las revistas, y se inquieta porque no los publican. Pregúntese a sí mismo por qué quiere escribir. Pregúntese si debe escribir. Pregúntese si puede vivir sin escribir. Si su necesidad de escribir es imperiosa y surge de lo más profundo de su corazón, ¿qué le importa lo demás? Construya su vida en función de esa necesidad, aunque tenga que trabajar en otra cosa, y escriba en la más completa soledad.

Ezra Pound fue más audaz cuando James Laughlin lo buscó como maestro, siguió sus enseñanzas por un tiempo y le mostró sus poemas: Nunca llegarás a ser un gran poeta, pero puedes ser un buen editor de poesía. Laughlin (que siguió escribiendo porque necesitaba hacerlo) le hizo caso y fundó una editorial digna de Pound: New Directions.

La palabra oficio, según Corominas (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana), viene del latín officium, contracción de opificium, derivada de opifex ‘artesano’, a su vez compuesta de opus ‘obra’ y facere ‘hacer’. En cambio, vocación viene de vocatio ‘acción de llamar’, a partir de vox ‘voz’. Tener oficio es saber hacer, tener vocación es ser llamado.

El concepto de vocación es de origen religioso. Los profetas son llamados a profetizar, aunque duden de su capacidad, tengan miedo o se resistan al mandato divino; idea ajena al concepto moderno de fijarse metas y empeñarse en tener éxito. Curiosamente, San Pablo parece anticiparlo: “Olvidando lo que dejo atrás y lanzándome a lo que me queda por delante, puestos los ojos en la meta, sigo corriendo hacia el premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Epístola a los filipenses, 3, 13-14, traducción de José María Bover). Pero no hay que olvidar el origen de esa vocación, contraria a su voluntad de perseguir a los cristianos, cuando, casi llegando a Damasco, fue derribado del caballo y convertido violentamente por una voz del cielo que decía: “Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos, 9, 3-4).

La vocación no se refería a un oficio, profesión o especialidad, como hoy se entiende cuando se da a los jóvenes orientación vocacional, sino a la conversión religiosa. De hecho, Pablo tenía un oficio (skenopoios, que Bover traduce como “fabricante de tiendas de campaña”, aunque pudo ser peletero, que no es incompatible, porque las tiendas eran de pieles, según el Dictionary of Paul and his letters de Hawthorne y Martin). Pablo no dejó su oficio al convertirse en apóstol, y lo dice en varias ocasiones: Estoy ocupadísimo, trabajo con las manos, nadie me mantiene. Sería justo comer de mi apostolado, pero prefiero trabajar “noche y día para no ser cargoso a ninguno de vosotros […] Quien no quiera trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses, 3, 8-10). Distinguía la vocación del trabajo.

El poeta Wallace Stevens, el novelista Franz Kafka, el músico Charles Ives y el antropólogo Benjamín Whorf hicieron su obra paralelamente a su trabajo en compañías de seguros. Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso fueron microempresarios, a diferencia de Francisco de Asís, que nunca trabajó: fue un júnior que escupió sobre los negocios de su padre y se fue de mendigo para seguir su vocación a tiempo completo.

Tantos millones de personas quieren hoy escribir que circulan revistas para orientarlas, como Writer’s Digest, donde se publican buenos artículos sobre el oficio de escribir, sobre cómo deciden los editores y sobre cómo venderles un texto. Sensatamente, recomiendan no soñar en escribir a tiempo completo, sino vivir de otra cosa.

Vivimos hoy en una cultura del éxito, y sería absurdo rechazarla como si pudiéramos vivir en otra. Es mejor rescatar lo que tiene de valioso. Por ejemplo: tomar en serio los propósitos, empezando por aclararlos. ¿Quiero cantar o salir en televisión? ¿Pintar o ganar dinero? ¿Escribir o ser famoso? Cuando lo importante no es cantar, pintar o escribir, sino salir en televisión, la prioridad está en aprender relaciones públicas, desenvoltura, vestuario, maquillaje, no en aprender el arte de la voz o de la mano.

El éxito se ha vuelto una vocación religiosa, indiferente a los oficios particulares. Lo importante es tener éxito, no importa en qué, ni cómo. Lo cual es una devaluación del oficio y se presta a confusiones. El arte de escribir, pintar o cantar no es el arte de ser visto y volverse noticia. Si lo importante es el llamado divino a la apoteosis, puedes vivir sin escribir, pero no vivir ignorado por la televisión. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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