Ilustración: Oliver Flores

Crestomatía ingenua

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“Lo que al fin miramos nos ahogó la voz entera. Guiados por un extraordinario instinto, con las trompas cavaban la tierra debajo del árbol que sostenía la hamaca, mordían las raíces y seguían minando como roedores enormes y presurosos. Bien pronto caería el árbol y con él nosotros, entre las fieras. Desde aquel instante ya no pensábamos ni hablábamos; con la desesperación consumimos nuestros últimos tiros; matamos más animales feroces, pero los otros, renovando su actividad, parecían dotados de inteligencia; no cesaban en su acometida contra el árbol, no obstante que sobre ellos concentrábamos el fuego.”

Se trata del párrafo más escalofriante del cuento “La cacería trágica” de José Vasconcelos, recogido por Manuel Lerín y Marco Antonio Millán en 29 cuentistas mexicanos actuales (México, 1945). “Éramos cuatro compañeros [empieza así el relato] y nos distinguíamos con el nombre de nuestras respectivas nacionalidades: el Colombiano, el Peruano, el Mexicano; el cuarto, nativo del Ecuador, por brevedad le llamábamos Quito.”

La cacería trágica se desarrolla en las riberas del río Marañón (norte del Perú), uno de los grandes ríos que forman el caudal del Amazonas. Los cuatro cazadores se instalan en plena selva: “Nuestras cuatro hamacas habían sido amarradas por uno de sus extremos a un solo árbol, firme aunque no muy grueso, y a partir de este eje, en dirección divergente, se sostenían por la otra extremidad en diversos troncos.”

Cuando por miles aparecen los chanchos (jabalíes americanos), los cazadores emprenden una endemoniada matanza; pero la invasión de los chanchos no termina nunca y los cuatro hombres miran que la noche se viene encima. Cae la densa noche tropical, y es al alba cuando los cazadores descubren la implacable tarea de los chanchos. Finalmente, las bestias triunfan, pero el narrador, el Mexicano, se salva gimnásticamente:

…estimulado por el terror, sin darme cuenta de mis actos, colgándome del extremo alto de la hamaca, me balanceé en el aire y con salto extraordinario logré asirme de una rama del árbol frontero al que los chanchos cavaban; de allí pasé a otras ramas y a otras, reviviendo en mi organismo habilidades que ya la especie ha olvidado. Poco después, un ruido pavoroso y gritos inolvidables me anunciaron la caída del árbol y el triste fin de mis compañeros.

Formidable hazaña la del sobreviviente. A estas horas, ya un poco caricaturesca; hazaña de cómic, ciertamente. Solo faltó que el Mexicano saltase de liana en liana vociferando como Tarzán: ¡Mangani Kriiiga tarmanganí!, que significa algo así como ¡Los grandes monos atacarán a los blancos!

Lo importante es la frase “reviviendo en mi organismo habilidades que ya la especie ha olvidado”, que nos conduce de libro en libro y de página en página hacia otras alturas salvadoras y nada grotescas. En su libro Antes de Adán (versión en español de Fernando Valera, Buenos Aires, 1946), Jack London nos inquieta con sus preocupaciones oníricas, y expone razonamientos bien cargados de lógica. A los sueños y a las pesadillas hay que cazarlos –más o menos explicarlos– de manera trágica. Tiene la palabra Jack London: “…ahí tenéis el sueño de la caída en el espacio, conocido de todo el mundo prácticamente, por experiencia propia y directa. Mi profesor me dijo que esto era un recuerdo racial, originario de nuestros antecesores, que vivían en los árboles. La posibilidad de caerse era para ellos una eterna amenaza. Muchos perderían la vida de esa manera; todos debieron experimentar horribles caídas, salvándose al agarrarse a las ramas cuando rodaban hacia el suelo”.

Ahora bien; tales caídas de ese modo remediadas habían de producir necesariamente un golpe. El golpe produciría cambios moleculares en las células cerebrales. Estos cambios se transmitirían a las células cerebrales engendradoras, convirtiéndose así en recuerdos de raza. De modo que, cuando tú y yo, lector, durmiendo o adormecidos, nos caemos a través del espacio y nos despertamos a la conciencia normal fatigados, en el instante mismo en que habíamos de chocar contra el suelo, no hacemos más que recordar lo que les sucedió a nuestros antecesores arbóreos, que se ha grabado en la herencia de la raza a causa de los cambios cerebrales.

Todo esto no es ni más ni menos extraño que el instinto mismo. Un instinto no es más que un hábito estampado en la trama de la herencia. Bueno será hacer notar de pasada que en este nuestro sueño de la caída en el espacio, tan común para ti, para mí y para todos, nunca chocamos contra el suelo. El choque habría sido la muerte. Nuestros antecesores, cuando chocaran contra el suelo, morirían. El golpe de su caída se comunicaría, claro está, a las células cerebrales; pero murieron antes de dejar descendencia. Tú y yo somos descendientes de los que no chocaron contra la tierra; he aquí por lo que tú y yo no sentimos nunca el golpe en nuestros sueños.

(En Playboy apareció hace mucho tiempo, un cartón situado en el Medio Pleistoceno: dos tipos miran a otro, y uno explica: “¿El tipo ese que no tiene cola? Dice que se llama Adán”.)

En Jack London, las bestialidades no tienen fin, al menos en el libro que ha resultado básico en esta crestomatía. En un momento determinado, el novelista revela no tener de su madre sino muy vagos recuerdos. La vaguedad, aquí, resulta siniestramente singular, y más aún si se piensa que ninguna solterona idiota –¿o era una mamá feliz?– había inventado la celebración del Diez de Mayo. London es más realista y, desde luego, mucho mejor escritor que un José Vasconcelos apenas capaz de calificar como “inolvidables” los gritos de sus compañeros de cacería despedazados por los colmillos de los chanchos.

La pesadilla es la siguiente paso a paso entre la sucia maleza de la peor indigestión londoniana, o tal vez a los 43 días de la alcoholizada más feroz de su libro John Barleycorn, o Memorias de un alcoholista:

De repente oigo un sonido. Me incorporo y escucho. Permanezco inmóvil. Los pequeños murmullos se apagan en mi garganta y quedo sentado, como si fuera de piedra. El sonido se aproxima. Es como el gruñir de un cerdo. Empiezo entonces a sentir el ruido que produce el movimiento de un cuerpo entre los breñales. Veo agitarse en seguida los helechos al paso de aquella masa corpórea. Luego se abren las ramas y percibo unos ojos brillantes, un largo hocico y dos blancos colmillos.

Era un jabalí. Me observaba curiosamente. Gruñó una o dos veces y trasladó el peso de su masa de una a otra pierna, moviendo al mismo tiempo la cabeza de uno a otro lado, agitando los helechos. Yo seguía como petrificado, contemplándole fijamente, sin pestañear, y lleno de pavor el corazón.

Parece como si lo que esperara de mí fuera esta inmovilidad y silencio. No debía gritar ante el temor. El instinto me lo decía y por eso permanecía inmóvil, esperando, no sabía qué. El jabalí apartó las ramas y avanzó hacia el descampado. Resplandecía la curiosidad en sus ojos, que relampagueaban cruelmente. Agitó su cabeza amenazándome y avanzó un paso más. Y luego otro, y otro… Entonces grité o ululé. No puedo describirlo; era un grito terrible y penetrante. También parece que ahora era esto lo que de mí se esperaba. Mis chillidos habían desconcertado por el momento a la bestia, y mientras que esta se detenía indecisa y trasladaba el peso de su masa de una pierna a otra, se presentó sobre nosotros una aparición.

Parecía un gran orangután o como un chimpancé, y sin embargo, mostrábase muy diferente en ciertos rasgos que saltaban a la vista. Era mi madre. Tenía la contextura más pesada que aquellos y estaba menos poblada de pelos. No eran tan largos sus brazos ni tan corpulentas sus piernas. No llevaba más vestido que su pelambre natural. Puedo aseguraros que era una verdadera furia cuando se excitaba.

Y como una furia se arrojó sobre la escena…

Natural, creíble, puesto que todo ocurre en sueños y en los cenagosos tiempos de la Horda. Solo así se explica el inminente ataque de los jabalíes y la aparición, en el aire, del padre:

Llegaba a través de los árboles, saltando de rama en rama y de árbol en árbol, velocísimamente… Criatura peluda y cuadrumana, aullaba encolerizado, y deteniéndose de cuando en cuando para golpearse el pecho (Tarzán, que ni qué) con el puño agarrotado, saltando espacios de diez y quince pies. Se agarraba con una mano a una rama y cruzaba balanceándose para asirse a otra con la opuesta mano y seguir avanzando, sin vacilar nunca en su carrera arbórea.

Todo ocurría Antes de Adán. Pero nada nos impide continuar de bestia en bestia. Casi siempre, a las tres de la mañana (anoche sucedió alrededor de las cinco), los leones de Chapultepec organizan un estruendoso concierto. Sus rugidos atruenan la noche de Polanco. A veces, los pavorreales intervienen, y algún insomne elefante suele barritar en forma ininteligible. Al director de teatro Carlos Barreto, que precisamente dirigió la cruel pieza de Edward Albee La historia del zoológico, le conté mis diálogos con los leones, y se enfureció porque no le quise revelar nada de nada. A cada quien su propio bestiario.

Suelo sospechar que quien inquieta a los leones por las noches es Tito Monterroso. En sus muestras de gratitud a quienes se dieron ayuda para escribir La oveja negra y demás fábulas, menciona a varias personas; no olvida a nadie, a nadie sin cuya generosa colaboración no habría podido ser escrito el libro, “y mucho menos sin el libre acceso [Tito no especifica la hora del libre acceso] que las autoridades del Jardín Zoológico de Chapultepec, de la ciudad de México, permitieron al autor, con las precauciones pertinentes en cada caso, a diversas jaulas y parques del mismo, a fin de que pudiera observar in situ determinados aspectos de la vida animal que le interesaban”.

Monterroso desdeñó a los jabalíes, y recordó al cerdo doméstico y a la no menos doméstica cucaracha. He aquí la breve historia de “La cucaracha soñadora”: “Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.”

Luego nos cuenta la historia de un Cerdo perteneciente a la famosa piara de Epicuro, Cerdo ocioso, insolente odiado por Mulas, Asnos, Bueyes y Camellos. El Cerdo se revolcaba en el fango y se entretenía componiendo odas y escribiendo epístolas “en una de las cuales se animó inclusive a fijar las reglas de la poesía”.

Lo único que lo sacaba de quicio era el miedo de perder su comodidad, que tal vez confundía con el temor a la muerte, y las veleidades de tres o cuatro cerditas tan indolentes y sensuales como él.

Murió el 8 antes de Cristo.

A este Cerdo se deben dos o tres de los mejores libros de poesía del mundo; pero el Asno y sus amigos esperan todavía el momento de la venganza.

El Cerdo recordado por Tito Monterroso debe haber sido una bestia encantada. Un príncipe encantado… ¿Por qué no? Nunca se sabe qué hay detrás de una figura repulsiva.

Ahora hallamos lo siguiente: “El mercader se vuelve y ve a la Bestia, que se parece a un gran señor, con cara y manos de animal montés…”

El parrafito está tomado de una especie de sinopsis que antecede al Diario que llevó el poeta Jean Cocteau durante la filmación, en 1945, de la película La Bella y la Bestia.

En el texto original del cuento de madame Leprince de Beaumont (1711-1780), la Bestia solo recibe estas palabras definitorias: “Al mismo tiempo oyó (el mercader) un gran ruido y vio venir hacia él a una Bestia tan horrible, que casi se desmayó.”

Cuando Bella conoce a la Bestia, “no pudo evitar un estremecimiento cuando vio la horrible figura…”

Pero el final de un cuento de hadas es el final de un cuento de hadas. El hada buena devuelve a la Bestia su espléndida figura de príncipe. Bella y el príncipe exBestia se desposan, viven mucho tiempo en perfecta felicidad, porque está construida sobre los cimientos de la virtud.

Parece el final, pero no es así, porque cierto tiempo más tarde, un escritor norteamericano de agudísima sensibilidad y diabólico buen humor, se dio a la tarea de esclarecer algunos desenlaces y relatarnos justamente lo que ocurrió después de que la princesa y el príncipe contrajeron nupcias. Trátase de John Erskine, neoyorquino puro, autor de ese juego delicioso y maravilloso que se llama La vida privada de Helena de Troya, y de otro libro no menos encantador –el que ahora nos preocupa– titulado La hija de Cenicienta y otras historias aclaradas, vertido al español por B. Hopenheym y publicado en Buenos Aires en 1946.

Si bien los niños no debieran leer La hija de Cenicienta, a los adultos no deja de inquietarnos el problema. John Erskine tampoco es muy explícito en, por ejemplo, la descripción de la Bestia. Al robar la rosa, el mercader escucha ruidos. “Allí, casi encima, había una bestia asquerosa, abarcando el ancho del camino, y con las garras listas.”

(Todos deben recordar a Jean Marais en el papel, doble papel, que Jean Cocteau le encomendó en la película La Bella y la Bestia. Aunque en el papel de Bestia fue doblado algunas veces, el maquillaje es inolvidable, impresionante: su llanto, su agonía y su bondad…)

Bueno, pues, ¿pero qué pasó con aquella felicidad construida sobre los cimientos de la virtud?

Un día, Bella y su padre se entrevistan. Bella es una mujer apenada. Bella no pide diversiones, porque tiene más de lo que necesita. Pero, ay, su confesión rebasa los límites del más exquisito patetismo: “…al principio era interesante. Es decir, mientras fue una bestia. Por supuesto que estoy contenta de que mi amor lo haya librado del encantamiento, devolviéndole su forma natural; contenta por él, quiero decir, pero para mí es penoso.”

Naturalmente, el viejo pide aclaraciones:

–Te lo puedo decir en dos palabras, padre. Mientras era una bestia, yo no sabía realmente qué era y aunque me trataba suavemente, ¿cómo podía estar segura de que no se separaría de mí en cualquier momento? Mi vida colgaba de un hilo hora tras hora y ahora te digo, padre, que jamás volveré a pasar momentos de tanta emoción. Pero apenas volvió a su forma normal, comprendí que sus modales serían tan regulares como el tic-tac del reloj, y que ya no tenía nada que esperar.

Sin proponérselo, Bella está haciendo la apología del aburrimiento, del tedio, del hastío. Bella aceptó a su esposo porque era una bestia. Ahora lo considera, nada más, un buen hombre, lo cual constituye la mayor tragedia en un matrimonio. Un buen hombre: la tibieza, lo plano, lo chato, conyugalmente hablando. Si Bella hubiera querido un príncipe, los habría examinado uno por uno. Podía haber mejores.

“Realmente, lo único que lo distingue es que una vez fue bestia”, concluye Bella. Y su padre, fumando su pipa, le aclara que ya es demasiado tarde para que ella encuentre su verdadero destino. Entonces surge Bella la Femenina, la Bestia con faldas:

“–¿Demasiado tarde? ¡Ya inventaré una manera de salir, antes de llegar a vieja!”

Por un lado, el príncipe no disimula su decepción. El metiche viejo padre de Bella lo entrevista y he aquí el amargo desahogo:

–Su hija me sirvió para poner fin al encantamiento, y me reconozco obligado por esa deuda, pero dudo que tal circunstancia sea suficiente para alimentar una pasión duradera. Me salvó una vez, pero aquel episodio ha terminado, y ahora yo tengo que vivir con ella, quizás no parezca galante, pero no puedo evitarlo. Si usted mismo cae al mar y una mujer lo saca, usted se siente en la obligación de darle cuanto posee, pero después cuando se la conoce, uno se pregunta qué derecho tiene a aprovecharse tanto de una caída.

Cunde el desaliento. John Erskine se ha mostrado cínicamente cruel al imaginarse semejante desenlace. Nada ilógico, por otra parte. El cuento de hadas se ha transformado en un cuento de negrísimo humor. Sin embargo, hemos sido víctimas de un encantamiento. Ya juntos los tres, el padre de Bella, Bella y el príncipe, los esposos sostienen un altercado. El padre considera prudente dejarlos en su bélica paz. Continúa el pleito, hasta que Bella decide abandonar al Príncipe y este la coge del cuello y le pone el puño derecho bajo la barbilla como advirtiéndole: “En mi casa mando yo.”

Gran escena, formidable escena. Bella y el príncipe solamente estaban haciendo teatro ante el viejo padre. La engañifa ha sido total, si bien no ha carecido de gracia y… aristocracia. El final augura una nutrida descendencia: “…lo besó para darle las buenas noches, y él le devolvió el beso, y una cosa llevó a otra, y allí estaban encerrados uno en brazos del otro, compartiendo la felicidad perfecta.”

Menos mal. ~

“Crestomatía ingenua I”, El Heraldo de México, 7 de febrero 1971.

 

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