Sainetes burocráticos

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El teatro acapulqueño Juan Ruiz de Alarcón ocupado a su máxima capacidad; el escenario, repleto de organizadores, directores, actores y productores —franceses y mexicanos—, participantes del Cuarto Festival de Cine Francés, llevado a cabo en el Centro de Convenciones en noviembre pasado. Casi al final de la ceremonia inaugural, el público mexicano reclamó a grito pelado la omisión que el director de Imcine, Eduardo Amerena, hizo de la película La ley de Herodes, dirigida por Luis Estrada, planeada para proyectarse el viernes 12 de noviembre. El reclamo no obtuvo respuesta ni reacción de Amerena, abanderado de la delegación artística nacional. Entonces Damián Alcázar, protagonista de la película, secuestró el micrófono del pódium e, indignado, informó al público —y a las cámaras de televisión, a la prensa y a todos los medios presentes— que la película de Estrada había sido excluida del festival por órdenes de "arriba", una voz tan abstracta como atribuible a cualquier funcionario de la Secretaría de Gobernación  que, alegando irregularidad en las licencias y permisos para la proyección, pretendió retirar a última hora una película que había cumplido con todos los requisitos burocráticos. (Estrada, previendo la censura, registró cada una de las modificaciones en su guión. No había ninguna irregularidad legal que impidiera el estreno de su película.)
     La indignación colectiva fue contundente: el público mexicano y una delegación francesa confundida, pero muy solidaria, atrajeron la atención de los medios al punto de obstaculizar la ceremonia inaugural. Al día siguiente, la noticia ocupaba las primeras páginas de los periódicos defeños y también se había difundido por televisión. En fin, que, debido al escándalo, La ley de Herodes se proyectó a la hora programada, ante un público tan numeroso como el que sólo se reúne para ver una cinta prohibida. Este fue el detonante del caos, de la realidad que a últimas fechas ha probado, siempre en el caso de México, ser más extravagante que la ficción de su cine: la prohibición, restitución y sucesivas prohibiciones y restituciones de la exhibición de La ley de Herodes, una película sin precedentes en la historia del cine mexicano.
     Más impactados que capaces de apreciar el valor real de la película, los espectadores de aquella exhibición costeña nos intuimos cómplices y pioneros de una audacia cultural que tendrá que encontrar su continuidad y perfeccionamiento. No es poca cosa el hecho de que, por primera vez en la filmografía nacional, los partidos políticos (con nombres e insignias) hayan aparecido no sólo insinuados: también las dinámicas priistas —desde tiempos de Alemán, el año 49—, las denuncias a un pan bifrontal y resentido, el desenmascaramiento del poder clerical y el reclamo a la voraz intervención norteamericana. La historia es la de Juan Vargas (Damián Alcázar), un tipo mediocre y sin carrera política, que, justo por esa "cualidad", es designado presidente municipal de un pueblucho inhabitable en donde se topa con dificultades sociales irresolubles. Vargas, aunque asume su puesto con buenas intenciones, se topa con los verdaderos rectores del pueblo: la matrona de un burdel que paga sus impuestos con putas, un sacerdote que le pone precio a la salvación de los fieles y un gringo que cobra su "asesoría técnica" con los favores de la Primera Dama del municipio. Reconociéndose impotente, Vargas le pide ayuda al superior que lo designó; de vuelta en el pueblo, carga una pistola y una Constitución que —metafórica y literalmente— se le cae de las manos. Las tentaciones inherentes al ejercicio del poder lo transformarán en el monstruo que se gesta en todo mandatario: Vargas aprende a transar, confundir y asesinar. Al final de la cinta, el dibujo del personaje es el arquetipo del político mexicano de este siglo.
     La factura de La ley de Herodes es de cierta rusticidad que, sin embargo, no le resta valor a la representación del asunto. Tanto los escenarios como algunos objetos (como la Constitución), son tan artificiosos y voluntariamente exagerados en sus dimensiones, de tal forma que la estética de la cinta podría calificarse aventuradamente como "expresionismo mexicano". Lo mismo se aplica a los personajes: caracterizaciones en tono de farsa que buscan ser arquetipos del imaginario político mexicano. Esta abstracción en la puesta en escena contrasta favorablemente con el referente real de la podredumbre en el sistema político nacional. La cinta, que se beneficia con excelentes interpretaciones de algunos de los mejores actores nacionales —Damián Alcázar, Pedro Armendáriz, Leticia Huijara, Juan Carlos Colombo, entre otros—, es efectiva en su dinámica narrativa y no se debilita por sus posibles fallas. Quizá pueda acusársele de un énfasis excesivo en el tono satírico, de una sobrecaricaturización, o de la explotación de toda anécdota fársica posible; y sin embargo, como la pionera temática que es, la cinta de Estrada tiene como consigna la exploración a fondo, a riesgo del trazo burdo, de un terreno hasta ahora vedado para los cineastas mexicanos.
     Quien dé crédito al impacto de las manifestaciones culturales sobre la coniencia colectiva, sabrá que La ley de Herodes no sólo inaugura una veta temática impostergable en el cine mexicano; más aún, la cinta estimula al público con su código de honestidad, y reconoce en cada espectador al ciudadano desencantado de un aparato gubernamental absurdo y dictatorial.
     Contra todo lo esperado, la cinta se exhibió en la capital a menos de un mes de su primera proyección, aunque sólo en dos salas y sin publicidad previa. Poco nos duró el gusto: a los pocos días, ya se rumoraba su salida de esa limitada cartelera, sin cumplir los quince días mínimos de exhibición que establece la Ley Federal de Cinematografía. Como era de esperarse, este súbito estreno y la inmediata retirada de las salas capitalinas no fueron sino una estrategia para espolear al Perro y obligarlo a presentar una demanda que iniciaría un proceso legal lo suficientemente extenso como para postergar el estreno comercial de La ley de Herodes hasta pasado el periodo electoral. Entre tanto, la salida de Amerena como presidente del Imcine, la indignación de la comunidad cinematográfica y el "lavado de manos" por parte de todo funcionario al que se achaca alguna responsabilidad —por haberla autorizado, proyectado o censurado, ya da igual— proporcionan cada día material digno para agregar secuencias frescas y realistas a La ley de Herodes, a este punto, pálida e inocente paráfrasis de su universo. –— Fernanda Solórzano

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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