Patos que vuelan en V

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Colocados uno junto al otro, dos vasos aparecen en pantalla siendo servidos de Coca Cola espumosa. Los vasos son los sujetos; la forma verbal, incómoda. Por qué estas rarezas no se evitan —en la película, más que en la frase— es algo que se explica después. De vuelta a los vasos con Coca. Una mano fuera de cuadro los llena poquito a poco, primero uno y después el otro, para esperar a que la espuma baje y puedan llenarse más. La voz que identifica a la mano que sirve le pide al dueño de otra mano cercana que ponga el dedo en el borde del vaso y detenga la espuma que sube. Casi al tope del vaso, la Coca se podría desbordar. “Dedo”, le dice, y la otra mano obedece. “Dedo”, le vuelve a decir, ahora para el otro vaso, y la mano obedece otra vez. Así hasta que se vacía la botella. Entonces la escena se termina. No hay, antes ni después, más explicaciones que dar.
     Si usted piensa que esta escena es banal, piense ahora que es una de las que mejor describe el tono y tempo de Temporada de patos, primer largometraje del mexicano Fernando Eimbcke, hasta hoy director de cortometrajes reconocidos (La suerte de la fea… a la bonita no le importa) y videoclips premiados (Plastilina Mosh, Jumbo, Genitallica). Su historia sobre adolescentes confinados en un departamento en un domingo de la ciudad de México rebasa apenas el umbral del diálogo monosilábico, y usa un apagón de luz como máximo resorte argumental. En tal desierto de giros narrativos, también contarían como premisas la reunión gradual de los cuatro personajes: solos en casa mientras la madre de uno de ellos sale, Flama (Daniel Miranda) y su mejor amigo Moko (Diego Cataño), tienen ambos catorce años y aspiraciones no muy mayores a jugar videojuegos. El primer reto será negarle el pago al repartidor de pizzas (Enrique Arreola), once minutos tarde en la entrega, y al que convocan no por hambre sino porque no hay nada mejor que hacer. El segundo será no inmutarse con la imprevista llegada de Rita (Danny Perea), una vecina de dieciséis años que pide quince minutos para hornear ahí un pastel. Éstos son los desafíos límite; los vasos de Coca, la distracción habitual.
     Premiada siete veces en la XIX Muestra de Cine Mexicano e Iberoamericano de Guadalajara el pasado marzo, presente en la Semana Internacional de la Crítica del Festival de Cannes, inmediatamente después en los Festivales de Múnich, Pésaro, Edimburgo y Toronto, y este mes, finalmente, en el circuito comercial de México (siete otros países, entre Europa y Asia, han adquirido los derechos de distribución), un ensayo simple sobre lo no importante ha adquirido un estatus creciente como película de interés global. Es entonces cuando surge la duda, y de ella la primera obviedad: la banalidad como tema no vuelve banal una película. De esto a que valga la pena, hay otro tanto que descifrar.
     Un intento de explicar la paradoja que vuelve relevante —y no solamente legítima— una cinta sobre lo trivial parte de la distinción entre dos tipos de trivialidad: la que sucede fuera de las cámaras y aquella que por ser filmada ya no pertenece al estrato de la realidad. La primera es tema de la segunda, pero nunca se trasladará a ella conservando su intrascendencia como atributo esencial. De aquí el peligro de intentar retratarla sin tomar en cuenta las nuevas reglas: al cruzar el umbral de lo filmado, lo trivial ya no es intrascendente sino —lo opuesto— un objeto de atención. En este salto mortal entre categorías más de un director —no es el caso de Eimbcke— pone en juego el prestigio de su capacidad.
     La diferencia es sustancial, porque permite desechar de una vez el cliché que describe Temporada de patos como una cinta en la que “no pasa nada”; un logro, dicen algunos críticos, por reconocer en el director incipiente, pero que no le deja claro a nadie por qué la mentada película es recomendable y digna de verse. Comparada en algunas críticas con “el cine del primer Jim Jarmusch” (viene a la mente, en todos los casos, Stranger than Paradise), Temporada de patos toma instantáneas de situaciones comunes y personajes poco estridentes para invertir su importancia con respecto a la realidad: tanto en las películas de ese primer Jarmusch como en Temporada de patos, lo central de la situación es su aparente marginalidad. El valor de los personajes se cifra en la ausencia de tal.
     Este efecto se entiende mejor desde otro cineasta al que tanto Jarmusch como Fernando Eimbcke han citado como modelo de inspiración: el japonés Yasujiro Ozu, animador inigualable de espacios vaciados y de objetos que no son sólo eso sino, por su naturaleza inmutable, otra forma de representar el cambio. Al llamar la atención sobre el movimiento que podría existir, los personajes que deberían aparecer, y los acontecimientos extraordinarios que convendría representar, la ausencia de cada elemento es una manera de estar. Por la pura extrañeza de su imagen ocupando el centro de un encuadre, dos vasos siendo servidos de Coca-Cola —la imagen, como el verbo, no es para nada habitual— evocan todo aquello que podría suceder en su lugar. Por no hablar de que deberían ser personas y no vasos, y que en ese caso convendría que hicieran más que servir refresco. Todo eso a partir de nada. Es entonces cuando lo cotidiano empata con lo excepcional.
     Otras herencias de Jarmusch y Ozu (uno a través del otro) que se adivinan en Temporada de patos es el contraste entre escenas normales y una perspectiva anormal. Filmada en blanco y negro, y recurriendo a ángulos artificiosos (una combinación elegida por Eimbcke y el fotógrafo Alexis Zabé para, dicen ellos, potenciar el juego geométrico), la lectura de la banalidad cotidiana deja por fuerza de ser literal. Por no hablar de las disolvencias a negros como signo de puntuación que rompe con las reglas de la representación transparente, y que la libra de ser tenida como un registro documental de la superficialidad. Éste es, como la distribución de tiempos, el préstamo más claro de Stranger than Paradise (un “Beckett de tira cómica”, según la influyente crítica Pauline Kael).
     Si alguna acción ha sido mencionada de manera constante y casi unánime como continua en Temporada de patos es la de “matar el tiempo” en manos de los aburridos personajes. Se habla también de los “tiempos muertos” —ya no responsabilizando a los adolescentes sino al director—, y de lo notable en el hecho de que Eimbcke haya optado por la unidad espaciotemporal en el contexto de un cine reciente que opta por la trasposición de planos. Tampoco pasa inadvertido que las acciones de los personajes que dirigen el relato estén determinadas por lapsos —los once segundos de tardanza del repartidor, los quince minutos que Rita pide para usar el horno del departamento—, ni que los personajes hagan alusión una y otra vez a términos y nociones temporales: horas para hornear un pastel, paciencia para batir claras de huevo, los quince segundos que dura un beso, los tres años de un cuadro de patos arrumbado en el clóset familiar. Cuentan también los tiempos virtuales: experiencias que aunque suceden en el marco de un día expanden la percepción del paso de los minutos: la pachequez de los personajes (Rita pone mota en los brownies que finalmente hornea), y la ensoñación detonada por el cuadro que da nombre a la película. Con los ojos fijos en una imagen de patos volando en “V”, los personajes se imaginan que se mueven y articulan una metáfora sobre la solidaridad y la separación: los patos vuelan así para abrirse camino unos a otros y un pato que emigra “no es un pato malo”. Dicen esto mientras en el aire aún flota una conversación sobre el divorcio de los padres de Flama, y la necesidad que tiene Ulises, el repartidor, de escapar de su vida gris: son las únicas conversaciones de la película que escapan del presente detenido, y que aluden tanto a un pasado doloroso como a un futuro que promete bienestar.
     En un momento preciso de la historia del cine —después de la Segunda Guerra, con el neorrealismo italiano— el tiempo dejó de ser una simple medida del movimiento para, a la inversa, tomar su lugar como aquello que valía la pena explorar. En aquellas películas austeras, los primeros planos que duraban minutos y lo interminable de las caminatas sin rumbo dieron pie a que teóricos como Gilles Deleuze declararan caduco al cine de décadas anteriores, demasiado preocupado por representar. Al fin y al cabo estructuralista de cepa, vino a dar con palabras como opsigno para llamar a la “imagen óptica pura” a partir de la cual, decía, se podían hacer frases visuales tan legibles como una secuencia de acción. Yasujiro Ozu, agregaba el filósofo, fue uno de los pocos directores visionarios de la revolución minimal por venir. Manejaba opsignos con los ojos cerrados, aunque nadie se lo viniera a explicar.
     Desde esta relación invertida entre lo que se ilustra y lo que se quiere decir, lo que podría parecer una vuelta al cine primitivo fue el resultado de una evolución en la manera de comunicar. En películas como Temporada de patos —y otras tantas atiborradas de opsignos, entre más aburridos mejor— el tiempo no sólo está vivo sino que el espacio y sus posibilidades están determinados por él: los recursos visuales mínimos obedecen no a un desplante estético sino a un intento de borrar los límites entre lo cotidiano y lo trascendente, lo ordinario y lo que va más allá. “La vida es simple —cita Deleuze a Ozu— y el hombre no cesa de complicarla agitando el agua durmiente.” Lo mismo se diría del cine, y de un determinado momento en un determinado país; si el lenguaje de un director despunta —Eimbcke y Temporada de patos—, puede que sea en la renuncia a las tribulaciones de su generación. –

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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