Antídoto

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Es demasiado fácil ser inteligente hablando de Parra. Al analizar su obra, su figura, sus dichos, y sus no dichos, vienen a la cabeza del más chapucero de los analistas cientos de referencias, puentes y metáforas astutas que nos hacen sentir que comprendemos mucho, que penetramos el fondo del misterio Parra, que ya es nuestro, que podemos con toda claridad descifrar las claves y liberar los secretos.

Para prolongar esta sensación de epifanía lo mejor es no releer a Parra, y mejor aún, no volver a visitarlo a ninguna de sus numerosas casas. Si se vuelve a Parra se corre el riesgo de descubrir que él mismo ha dicho una y otra vez lo que crees haber descubierto.

No hay misterio en Parra. Más aún, hay una rebeldía en contra de la idea misma del misterio. No hay penumbra en ningún verso, aunque algunos son desoladores. Todo en Nicanor Parra está escrito y pensado de día claro. Toda su poesía, todo él, está volcado en hacer la alabanza de la claridad.

Todo está dicho. Desde Poemas y antipoemas (1954), el libro que él considera como su primer libro, está todo el plan de su obra trazado.

Imperturbable plan que juega justamente a ser una y otra vez perturbado. Que deja entrar en él las últimas noticias, la tele, la farándula, la basurienta actualidad, todos y todo lo que pasa por ahí. Testaruda obra que finge transformarse todo el tiempo, para conseguir siempre nuevos medios para los mismos fines.

El hombre de ciencia que es Parra usa distintos telescopios o microscopios para siempre conseguir lo mismo, empequeñecer hasta lo ínfimo el reino del misterio.

Antipoeta, pero –al revés de lo que pedía Huidobro– también antimago, Parra quiere luz en todas partes, aunque sea la luz de las explosiones y las fogatas.

Parra no se pronuncia sobre ningún tema. Es comunista y de derecha. El mayor insulto que prodiga es también el mayor halago: “Fulano de tal es buen poeta.”

Parra parece no decir lo que piensa. Hace que tú lo digas. Hace algo más pernicioso aún, te hace pensar lo que él piensa. Deforma lo que toca porque ve en lo que toca la sustancia parriana. Desvía palabras y ríos para hacer andar su propio molino.

Ni el pobre Shakespeare se salva de este sutil arte.

Parra lleva muchos años traduciendo el Hamlet a razón de uno o dos versos al día. Somete cada uno de esos trozos de diálogo a un régimen de tortura. Lo analiza como ningún escritor analiza un texto. Lo mira como una formula matemática. Cuenta los pies de las frases en prosa, juzga cada adjetivo usando frases oídas en el almacén o en boca de un mochilero para plasmarlo en castellano.

Pareciera, si uno sigue del todo el diálogo –un monólogo a dos voces en que Parra habla menos que su interlocutor pero del que maneja completamente los hilos–, que Hamlet no tiene ni trama ni personajes, ni psicología, ni acción. Pareciera que sólo es un conjunto de fórmulas impecables, de trucos y filosofía.

Parra habla de Hamlet tratando de obviar al príncipe Hamlet, el hijo que habla con un padre muerto, que mata a su padre vivo, que ama a su madre y la mata también. No necesita contarnos nuevamente esta historia, no necesita recordárnosla, porque es su propia historia.

Un Hamlet que no murió, un Hamlet que vio morir a todos y no muere, eso es Parra. Un Hamlet terriblemente vivo que sigue haciéndose el loco para decir sin peligro cosas cuerdas.

¿Qué buscamos en Parra los que tenemos cincuenta años menos que él? ¿En qué sentido visitarlo, hablar con él, nos vivifica, enseña, entretiene?

No es la sabiduría, no son las anécdotas, no es el pasado, no es siquiera la eternidad lo que uno busca en Parra: es Hamlet.

La tragedia y la comedia nuestra, de cada uno de los jóvenes y no tan jóvenes que visitan y leen es, en Nicanor Parra, visible y patente. Antes que nosotros, mejor que nosotros, Parra ha vivido y vive la paradojal necesidad de creer en algo sagrado, en algo superior, que contrasta con nuestra instintiva rebeldía contra esa sacralidad que inmoviliza y mata todo lo que toca.

La catedral que nos hace rezar pero también reír.

Los profetas que se transforman en simples ventrílocuos. Inocente como Hamlet, Nicanor Parra aún no le perdona a la poesía no ser infalible, pero la sigue visitando y ejerciendo justamente porque es, como la vida, falible.

Parra nació en 1914, justo cuando empezaba la Primera Guerra Mundial.

Unos médicos militares franceses, al escuchar los delirantes relatos de los soldados heridos, decidieron renunciar a la razón y escribir y pintar con los ojos cerrados. Un doctor inglés descubría el valor de los hongos y la pudrición para, paradójicamente, limpiar las heridas. Unos físicos alemanes terminaban de perfeccionar teorías que ponían la falta de certeza y la relatividad al centro del universo.

Nicanor Parra, contemporáneo de todas esas revoluciones, nacido con ellas y para ser parte de ellas, fue educado entre caballos, hornos de barro y ríos que se desbordan sin que los campesinos en ponchos grises los puedan controlar. Abrió los ojos en un mundo que aún respiraba las secuelas de la Guerra de Arauco, el silencio de los indios jugando a ser blancos, la borrachera de un inquilino bajo el ruido de los álamos murmurando al viento. Universo de barro y fronteras, vigilado por los cóndores, los raulíes y los laureles. San Fabián de Alico, Chillán, mil novecientos veinte, infinita cantidad de calles solas en pueblos y ciudades semicoloniales, que de un día para otro, en un solo terremoto –un terremoto que quizás el joven Parra deseaba profundamente– quedó hecho polvo, humo, nada.

Su infancia entera vio Nicanor Parra Sandoval, a los veinticuatro años –cuando era sólo un profesor de matemática de un liceo de provincia–, convertirse en pocos segundos en humo y peligro.

El mundo de afuera, el de la guerra del 14, el de la penicilina y la teoría de la relatividad, debió sentir Parra, se vengaba de la paz de Chillán, del tiempo detenido en las carretas, de los helechos trepando por los muros de adobe de la casa patronal.

La bomba atómica que los físicos que tanto admiraba Parra aún no habían inventado, dejaba ver, en 1938, sus efectos sobre la ciudad de su infancia. El surrealismo que llegaba a Santiago a cuentagotas, a través de libros franceses, dejaba en su casa grietas inevitablemente visibles. Su familia perdía para siempre su hogar y emigraba a Santiago. Él perdía para siempre la posibilidad de volver a la provincia y al anonimato. La tierra tiembla, y Parra siente que nada hay que pueda detenerse, quedarse, durar. Viajar, cambiar de casa, destruir el palacio de la poesía chilena, era sólo una forma de seguir el movimiento natural del terreno.

Alumno aventajado de un terremoto, Nicanor Parra no volverá a creer en la permanencia de nada. Evitará como la peste cualquier melancolía o nostalgia; someterá sus convicciones, relaciones, creencias, recuerdos, su propia obra y la de los otros, a la prueba del temblor. Hijo de dos volcanes contrarios –la modernidad y la prehistoria–, no tenía Parra escapatoria: no le quedaba más que ser lava y quemar.

Parra nació en 1914.

Nacer es un decir. Toda su vida Nicanor Parra se ha rebelado contra ese nacimiento. Cada vez que puede cuenta que bebió del pecho materno hasta los cinco años. No quiso nacer pero tuvo que hacerlo. Le tocó la extraña circunstancia de ser al mismo tiempo el hermano menor y el hermano mayor. Dos hermanas del primer matrimonio de su madre lo precedían, siete hermanos del segundo matrimonio de su madre lo siguieron.

Parra nació sin convencerse del todo que eso era lo que debía. Su madre es sabia, fuerte, armoniosa, hogareña. Viene de una casa propia, con su propia viña y su propio orgullo. El padre canta, bromea, da clases en colegios rurales, cambia de casa como de camisa, desaparece y vuelve a aparecer sólo para recordar que él es el marido, y el amante de la madre.

La lucha contra el padre consumirá toda su vida. Nicanor Parra Parra (el padre) era extrovertido y hablador, Nicanor Parra Sandoval será durante décadas silencioso.

Nicanor Parra padre era rural, Nicanor Parra hijo sería entonces urbano.

Nicanor padre cantaba, y tocaba guitarra. Nicanor hijo evitará como la peste cantar y tocar instrumentos.

Nicanor Parra bebía y amaba la fiesta. Nicanor hijo bebe poco y sólo lo hace por motivos de salud, porque le han dicho que prolonga la vida. Aunque la mayor parte de sus amigos han sido consumados farreros, Parra siempre se ha retirado temprano de todas las fiestas, desconfiando instintivamente de los alcohólicos.

Nicanor Parra ha sido toda la vida la negación de Nicanor Parra.

No escogería como Neruda o la Mistral un seudónimo para alejarse del padre, sino que colonizaría su propio nombre para ser él y sólo él su propio padre. Le arrebataría mediante la poesía, una poesía como fulgurante fórmula matemática, el amor de la Clarita Sandoval, la madre de la que no quiso nunca separarse. Una madre que, cansada de los retos y lecciones de su hijo, le dijo justo antes de morir: “Tan inteligentonto que te han de ver.”

Como Nicanor Parra, como Hamlet, se rebeló contra ese nacimiento, se inventó su propio nacimiento. Se inventó su propio padre: él mismo, un profesor de física chileno con ademanes ingleses.

Nicanor Parra, el que hoy conocemos, se demoró cuarenta años en nacer. Ése es el misterio de su juventud, a los noventa años lleva sin embargo sólo cuarenta años de vida.

Su vida empieza en la segunda mitad de su vida. Pudo permitirse la libertad del juego porque empezó a jugar cuando ya conocía las consecuencias del juego, cuando ya conocía todos los límites y las reglas.

Se decidió a nacer, a dejar el pecho de su madre, sólo cuando estuvo seguro del clima allá afuera. Su primer paso fue una caminata interminable, su primer balbuceo un discurso de sobremesa.

Descontento con el hombre que le usurpaba su nombre y su madre –su padre Nicanor Parra Parra– el estudiante del Barros Arana se buscó un hermano mayor.

Lo encontró en Pablo Neruda.

Fue por Neruda, contra Neruda, cerca de Neruda, y lejos de Neruda como Parra escribió y aún escribe.

Asistir a la creación misma de la primera gran retórica sudamericana le ayudó a Nicanor Parra a aprender a descomponer, destruir y volver a construir de un modo único todas las retóricas y todos los lenguajes con que se encontró a su paso.

Fue la presencia de la poesía misma encarnada en un hombre, la poesía durmiendo siesta en La Reina, la poesía preparando cocteles en la Isla Negra, lo que le hizo al vecino Parra –que también vivía en La Reina y en la Isla Negra– concebir la idea de una antipoesía que diera cuenta del doble rumor, el del volcán Chillán y el del volcán Einstein, que Neruda imprudentemente quiso superar y reconciliar a través de un enorme gesto de voluntad verbal.

Neruda está muerto, Nicanor Parra Parra está muerto, sus madres, casi todos sus hermanos están muertos, hasta Hamlet está muerto.

Nicanor Parra está vivo.

Sólo Nicanor Parra está vivo.

Ésa es su victoria.

Nicanor Parra está vivo.

Hace alarde de ello. No usa anteojos en público, baila al ritmo de la orquesta de Glenn Miller. “¿Puedes hacer eso?”, desafía a gente mucho más joven a imitar sus figuras gimnásticas. Provoca, invoca, invita, y desinvita.

Vive. Caprichosamente, duerme y come para vivir más. Odia la muerte, pero la conoce mucho. Negocia con ella, pelea, se reconcilia.

Pero vive, pero está vivo.

Está vivo y por eso tiene sobre todos los escritores muertos una preeminencia. Le gana hasta a Shakespeare la batalla de la sobrevivencia.

Porque no está sólo vivo él, sino lo que escribe, lo que piensa, lo que murmura, lo que publica –que es lo que le cede a la muerte– y los cuadernos inéditos. Todo eso está vivo.

Sus manifiestos antimortales, toda su rebeldía antieternidad, respira, no para de respirar. Lo obliga a permanecer presente. Hoy, siempre, hoy a cada instante, hoy, eternamente hoy para siempre. ~

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