Amores perros

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Hay una forma de la inseguridad que se disfraza de grito y estallido para confundir al enemigo. Es el método que han practicado los directores mexicanos debutantes en los últimos veinte años, ante el temor justificado de que su ópera prima sea también la última: en caso de duda, echar toda la carne al asador. El cine reciente está lleno de piezas sin consecuencia, aun en los contados cineastas que han subido el segundo peldaño, el cual no guarda relación ni siquiera con el anterior (Lolo y Fibra óptica de Francisco Athié; Hasta morir y Todo el poder de Fernando Sariñana; La mujer de Benjamín y La vida conyugal de Carlos Carrera). Sólo el afán celebratorio derivado de la feria de los "millones de espectadores" y los demenciales taquillazos (en rigor sólo dos, Sexo, pudor y lágrimas y La ley de Herodes) en que la publicidad ha convertido al cine mexicano desde hace dos años puede transformar en fábrica de obras maestras una posindustria que no sale aún del síndrome de la ópera prima estridente; el caso más reciente, Amores perros, del ex conductor y ejecutivo radiofónico y publicista Alejandro González Iñárritu.
     Amores perros es la colisión de infortunios en la nada sutil forma de un accidente de tránsito donde vuelan trozos de auto, las llantas se incendian, la pista sonora es una explosión de vidrios y fierros. En un cruce de calles cualquiera de la Ciudad de México, el joven y mísero Octavio (Gael García Bernal) se pasa un alto para escapar de la pandilla que le persigue por agredir a su abusivo líder; impacta su carro con el de la top model española Valeria (Goya Toledo), quien quedará lisiada de las piernas. Todo lo contempla El Chivo (Emilio Echevarría), pepenador amante de los perros. La película detallará la vida de cada uno hasta ese encuentro y después: Octavio, sin oficio definible, ama a su cuñada Susana (Vanessa Bauche), víctima sistemática de su esposo, el bestial Ramiro (Marco Pérez), cajero de supermercado, asaltante de farmacias y abusador de su mujer en sus ratos libres; Octavio descubre en el perro de la familia, El Cofi, atributos como perro de pelea y lo usa como su mina de oro para hacer dinero y fugarse con Susana, pero su hermano le gana la partida; el perro es invencible, hasta que el líder de una pandilla, harto de perder, pone remedio a la carrera de triunfos con un balazo. Huir de la pandilla y salvar al perro lo lleva al encontronazo con Valeria, quien convalecerá acompañada de su perrito faldero Richi en el departamento que le ha montado su amante Daniel (Álvaro Guerrero); éste acababa de abandonar a su familia para vivir su utopía última con la modelo y ahora la tiene en silla de ruedas. Richi se mete en un hueco en la duela del departamento y no encuentra la salida ni la encontrará en varios días, mientras la relación entre Valeria y Daniel se vuelve una pesadilla. Y sobre ambas historias ha flotado la presencia de El Chivo y su ejército de perros: es un viejo y greñudo pepenador a quien vemos ajusticiar de un balazo y sobre una mesa de tepanyaki a un señor trajeado, pero también le vemos seguir a una muchacha de clase media alta en quien de inmediato se adivina a su hija y, en consecuencia, al vacío existencial de su vida. El Chivo rescatará a El Cofi del encontronazo vial y lo curará, pero todavía debe cumplir una última misión mercenaria: un judicial nos informa que fue profesor universitario, guerrillero y preso político hasta volverse, por un lado, un nihilista, por otro un benefactor de los perros callejeros y, agrega el espectador, un añorante de su rol paterno.
     La película no oculta su pretensión sociológica, su ambición panorámica de un estado de ánimo llamado "la Ciudad de México en tiempos de crisis", que le haría embonar con las estructuras narrativas de vasos comunicantes y multiplicantes del André Gide de Los monederos rotos, cuyo secreto cinematográfico parecen guardar y difundir Robert Altman (Nashville, Vidas cruzadas) y sus alumnos Alan Rudolph (Welcome to L.A., Los modernos) y el Paul Thomas Anderson de Magnolia. Pero tras la precisión del detalle social se esconde una lectura de clase muy semejante a la del maestro obvio de González Iñárritu, Arturo Ripstein: los miserables carecen de toda capacidad de discernimiento, de toda calidad moral para salir de su hoyo; ya puede Octavio pisar el acelerador, vengarse a navajazos, seguir en su cuñada a la mujer de sus sueños, su condición de clase lo  condena, algo que a Ripstein le hemos visto hasta la fatiga (Mentiras piadosas, Principio y fin). De hecho, la historia de Octavio y El Cofi, a pesar de los tres años de elaboración del guión por cuenta de Guillermo Arriaga, recicla la historia rulfiana de "El gallo de oro", pero en un tono más miserabilista aún que el de la versión ripsteiniana, El imperio de la fortuna. En cambio, la clase media empresarial de Daniel y el propio Iñárritu, quien hace ahí un bit hitchcockiano, puede tener un destino paradójico, pero con la mirada en alto contra la adversidad que el viejo cine mexicano le reservaba a los pobres del arrabal, y al universitario guerrillero devenido en matón, el México de la crisis le reserva la redención final tras tantas décadas viviendo en el error.
     La película no sobrevive del todo a las astucias narrativas de Arriaga y los prodigios fotográficos de Rodrigo Prieto; el tono vertiginoso y brutal de la historia de Octavio contiene además al personaje más interesante por irónico, el hermano asaltante dueño de la mejor frase de la película: "Después de este asalto me largo de aquí. Esta ciudad cada vez es más insegura". Pero todo el episodio ayuda cada vez menos a sostener el inexistente ritmo de la película; la historia de Daniel y Valeria cae en lo estúpido con  velocidad (¿por qué no llaman a una casa dedicada a la instalación de duela para rescatar al perro y se quitan de tragedias?) a la que no ayuda lo inverosímil de que Guerrero desate pasiones en una top model. La película no se recupera del daño ni con la notable actuación final de Echevarría y, justo es decirlo, del perro Cofi, pero Iñárritu ha desplegado tal pericia visual, ha guardado tantos ases en la manga para la última historia, que termina creando la ilusión de una pieza redondeada… por si fuera la última vez. –

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