Acróbatas e infiltrados

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Tiendo a pensar que el género de la biografía es poco hispánico, poco frecuentado en la lengua española, en contraste con lo que sucede en las literaturas inglesa y francesa. Frente a una biografía escrita por un inglés o un norteamericano, uno tiene la relativa seguridad de encontrarse con un acopio serio de información, de datos, de testimonios, de análisis de documentos, archivos, cartas. Gerald Martin, el autor de un extenso estudio biográfico sobre Gabriel García Márquez, no escapa a esta norma. Su libro, que ya se encuentra en traducción española por todos lados, es el resultado de veinte años de conversaciones con el novelista, con su familia y sus amigos; de innumerables lecturas y rastreos de documentos; de viajes a los lugares esenciales, aparte de reflexiones, cavilaciones, comparaciones. He mirado el libro con atención, en medio de otras lecturas y preocupaciones, lo he leído hasta más de la mitad, me propongo seguir leyéndolo y me permito adelantar algunas impresiones preliminares.

En primer lugar, es indudable que el señor Martin escribe desde la reverencia, el respeto, la admiración casi incondicional o incondicional sin el casi, y aquí, precisamente, surge mi primera reserva. Porque me quedo con la impresión de que el autor ha recibido testimonios de allegados, amigos, críticos entusiastas, personas bien predispuestas, y que ha omitido a los otros, a los que tienen alguna forma de distancia o de frialdad con el escritor estudiado. Por ejemplo, escribe sobre la amistad inicial y la posterior enemistad entre García Márquez y Mario Vargas Llosa, pero creo que no se ha preocupado en ningún momento de conocer el punto de vista personal del novelista peruano. Tiene, en seguida, numerosas referencias al caso Padilla, el del poeta encarcelado por Fidel Castro a comienzos del año 1971 y cuya autocrítica, de sospechoso tono estalinista, provocó una célebre y bullada división de los intelectuales latinoamericanos, pero no ha conversado con muchos que conocieron el caso a fondo y que siguieron un camino diferente al del novelista de Cien años de soledad. Uno lee con paciencia, con permanente interés, puesto que la acumulación de datos es notable, pero no sabe si el autor de la biografía escribe con ingenuidad, con prejuicios políticos o con la impresión supersticiosa de que Gabo está enteramente por encima de toda reflexión crítica, elevado a los altares de una especie de santidad literaria. Por momentos, uno siente que Gerald Martin, acucioso, escrupuloso en el manejo de los datos y las referencias académicas, es uno de esos gringos un poco simplistas, seducidos por el pintoresquismo, el exotismo, la diferencia latinoamericana. Se pasea por algunos temas con la boca abierta, y uno, como lector, se sonríe y saca conclusiones diferentes de las suyas. Por ejemplo, Martin llega por su cuenta y riesgo a la conclusión de que Cien años de soledad es el único libro comparable y equivalente al Quijote en toda la literatura de lengua castellana, y, una vez que adquiere esta convicción, no la somete a la menor revisión o evaluación crítica. La verdad es que el mundo hispánico actual está lleno de grandes autoridades sobre Cervantes, españolas y de otras culturas, y de conocedores profundos de ambos libros, pero nuestro biógrafo, dueño de su personal conclusión, no muestra el menor interés en ponerla a prueba. Entrevista a los almaceneros de las esquinas de Aracataca, pero no se digna entrevistar a los maestros de estos asuntos.

Insisto en que transmito en estas líneas una reacción preliminar, una impresión de lectura en marcha, no una versión crítica definitiva, pero esto no prohíbe el comentario en el terreno acotado de una crónica. Le adelanto algo a un amigo y me mira con cara de susto. ¡No vayas a decir eso, porque pondrían interpretarte mal! Es un amigo prudente, como podrán observar ustedes. En los últimos años he releído el Quijote por partes y también en una relectura completa, cuidadosa, lápiz en mano, desde la primera línea hasta la última. Mi reacción personal de lector es la siguiente, y la digo con todas sus letras, aunque me interpreten en forma nefasta y me condenen al quinto infierno: cada vez que releo el Quijote el libro gana para mí en matices, en riquezas y sutilezas de todo orden, en humanidad delicada, en humor, y con Cien años de soledad me ocurre más bien lo contrario. Admiro al García Márquez de El coronel no tiene quien le escriba, de Crónica de una muerte anunciada, de Relato de un náufrago, incluso al de algunas crónicas de periódico, pero empiezo a concordar con Jorge Luis Borges en que a Cien años… le sobran años. Si las relecturas del Quijote me produjeran una reacción parecida, no tendría ningún empacho en decirlo, pero ocurre que el Quijote, después de los siglos, sobrevive con una belleza a toda prueba. Y si uno autocensura sus impresiones auténticas de lector, ¿qué sentido tiene escribir sobre libros? El juicio literario no es como el dogma católico de la Santísima Trinidad. Está sometido al cambio, al movimiento, a una revisión constante, y en eso, precisamente, consiste la vida apasionante de la literatura.

Uno de lo aspectos más destacados de esta biografía es el de la relación de García Márquez con el poder político y con sus personajes: con Fidel Castro, con el general Torrijos de Panamá, con algunos presidentes colombianos más bien conservadores, con el francés Mitterrand, con Felipe González y un muy largo etcétera. Gerald Martin parece creer que los jefes de Estado buscan a García Márquez para redorar sus blasones, y yo, por mi parte, me quedo con la impresión contraria. Como ha ocurrido tantas veces en la historia, el novelista se siente fascinado, irresistiblemente atraído, como las mariposas por las llamas, por el poder político. Encontré a Gabo por primera vez en Alemania, en octubre de 1970, cuando Salvador Allende acababa de alcanzar la mayoría relativa en las elecciones chilenas y todavía no asumía el gobierno. Le conté, no recuerdo por qué motivo, que me había tocado acompañar a Pablo Neruda en Lima, hacía pocos meses, en una visita personal al general Velasco Alvarado. ¡Ves tú!, exclamó el novelista, y los ojos le brillaban de entusiasmo: el poeta se acercaba sin remilgos a conversar con el jefe de Estado, con el hombre del poder político. En algún momento de la década de los setenta, el novelista, cuyas relaciones con la Revolución Cubana no eran entonces demasiado buenas, supo que Fidel Castro tenía la intención de visitarlo durante una estadía suya y de su familia en el Hotel Nacional de La Habana. Esperó un mes entero antes de que la visita se concretara. ¡Qué paciencia, me digo, qué obstinada y disparatada paciencia! La amistad que se trabó entonces, a toda prueba, ha durado hasta los tiempos del patriarca en su otoño. Es un caso único. Gabo ha llegado a sostener que Fidel Castro es el primer lector de sus manuscritos, antes que otros amigos, escritores, editores. El primer lector de los manuscritos de un escritor es sin duda una persona importante, decisiva en su vida y en su trabajo.

La lectura de la biografía de Martin revela que el comandante Castro y el novelista de Cien años de soledad tienen un rasgo político en común: creen que todos los males de América Latina provienen de Estados Unidos, nunca de nosotros mismos. Por eso, cuando recibe las noticias del bombardeo de la Moneda por los aviones de la Fuerza Aérea de Chile, en septiembre de 1973, Gabo, sin vacilar, escribe en la prensa internacional que la Moneda fue bombardeada por acróbatas del aire norteamericanos. La ideología, en otras palabras, se antepone a los hechos. Es una pirueta retórica muy nuestra, y cuyas consecuencias desgraciadas se manifiestan hasta hoy mismo. Si no lo creen, escuchen a Hugo Chávez hablar del Imperio y de su mano negra. En nuestros espacios mentales, vivimos entre infiltrados, agentes del mal, acróbatas del aire y otros monstruos engendrados por el sueño de la razón. ~

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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