Voto obligatorio: ¿Votar por votar?

Votar por votar carece de sentido cuando las opciones no son claras ni inspiran algo que no sea frustración.
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De acuerdo con Notimex“la Comisión de Gobernación de la Cámara de Diputados analiza el dictamen de la iniciativa que reforma el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales con el fin de hacer obligatorio el voto”. Pero ¿para qué legislar sobre algo que ya está establecido? Tal vez esto usted no lo sepa, pero, nuestra Constitución nos obliga a votar. El artículo 36, en su fracción tercera, dice que es obligación del ciudadano de la República “votar en las elecciones populares en los términos que señale la ley.” Es más, según el artículo 38, corre usted peligro de que le sean suspendidos sus derechos y prerrogativas como ciudadano por faltar al cumplimiento de las obligaciones establecidas. Es decir, la obligatoriedad de votar existe.

La inexistencia de una ley secundaria que reglamente la fracción III del artículo 36 explica por qué nadie pierde el goce de sus derechos políticos si el domingo decide quedarse en casa a ver En Familia con Chabelo o se abstiene de votar por motivos menos triviales.

Los argumentos que han revivido la implementación del voto obligatorio son dos: el supuesto incremento en la legitimidad del régimen y la reducción del costo de cada voto. Sobre este último argumento, lo único que cabe decir es que tiene poco sentido reducir el costo per cápita de las elecciones aumentando artificialmente el número de votantes – obligándolos a votar–, sin que las labores del IFE sean menos costosas (por no considerar el costo que tendría para el IFE sancionar a los abstencionistas). Sobre el primero, es necesario entender qué significa para los ciudadanos la decisión de votar o abstenerse.

El voto obligatorio aumenta el número de votantes artificialmente porque la decisión de votar es un proceso eminentemente psicológico en el que los votantes expresan tanto la aceptación  de las reglas del juego democrático y de las élites que gobiernan – lo que entendemos como su “legitimidad”–, como su preferencia hacia un programa de gobierno. La preocupación de los legisladores por la falta de legitimidad, que deriva en su interés por el voto obligatorio, se encuentra fincada en la ficción de que un mayor número de votos obligados representará menores cuestionamientos a la legitimidad del régimen.

Hablar de la decisión de votar como una manifestación de legitimidad obliga a la pregunta sobre el sentido que le dan los ciudadanos al voto. Sea por apatía o por franco rechazo a una serie de propuestas que consideran vacuas o inconsecuentes, los abstencionistas mandan a los políticos una señal al no asistir a las urnas (no les interesa lo que hacen los políticos, no les creen o sencillamente no creen que sus votos sirvan para influir en ello) y obligarlos a votar es casi tan democrático como obligar a todos a votar por un mismo partido.

La función de una elección como mecanismo de agregación de preferencias individuales por plataformas claras e identificables es fundacional para una democracia participativa y representativa. El problema es que la calidad de esa decisión depende de que las plataformas sean claras e identificables y, se sabe, durante décadas los partidos en México han desdeñado el deber de presentar esas plataformas. El abstencionismo (41% en la elección presidencial en 2006) no es un número vergonzoso  para los ciudadanos, sino para los partidos políticos que durante años han prometido vaguedades y lugares comunes. Votar por votar carece de sentido cuando las opciones no son claras ni inspiran algo que no sea frustración.

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Arduo doctorante, obseso politólogo y, de día, encuestador. Estudia los efectos del discurso político en la decisión electoral.


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