Una idea imprudente. ETA otra vez

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El
debate del día 15 de enero sobre política
antiterrorista rodó adversamente para el presidente Zapatero.
La clave no estuvo en el cara a cara entre éste y el jefe
popular, del que ninguno, por razones distintas, salió
especialmente bien parado. El secreto residió en la
intervención de quienes, durante unos meses seguramente muy
difíciles, sostendrán, todavía, al presidente en
el Congreso. El discurso de ERC, luego el del PNV, y en cierto modo
el de IU, pusieron precisión, perfil, a lo que Zapatero había
dejado envuelto en gasas y velos y vagas protestas de dolor y de amor
a la paz. Los amigos del presidente, para expresarlo brevemente,
quieren que continúe el diálogo político con
ETA. No es del mismo acuerdo una parte importante del PSOE; no lo es
el PP; y sobre todo, no lo son la mayoría de los españoles
–según las encuestas, más del 80% auspicia el retorno
a un pacto, el Pacto por las Libertades, cuyo propósito
explícito es la derrota de ETA sin contrapartidas políticas.

Dentro
de un instante, les explicaré por qué ello coloca al
inquilino de La Moncloa en una situación muy delicada –por
emplear un eufemismo. Antes, sin embargo, me gustaría volver
al debate, y al modo como lo habían planteado los dos
contendientes principales. Punto número uno: ni Zapatero
deseaba recuperar de verdad el Pacto por las Libertades, que él
había inspirado en el 2000, y roto por la vía de los
hechos en el 2005, ni entraba en los planes de Rajoy avalar con la
presencia de su partido la política antiterrorista del
Gobierno. Los dos tenían buenas razones para no dar su brazo a
torcer. El Gobierno ha concebido su política antiterrorista,
no sólo al margen del partido mayoritario de la oposición,
sino, en cierto modo, contra él. La resolución
parlamentaria del 2005 no sólo introdujo inflexiones que no
estaban contenidas en la letra del Pacto; no sólo comprometía
al Congreso a un proceso negociador que sería seguido,
inevitablemente, por la opinión pública; además,
y esto es quizá lo más importante, se aprobó con
el apoyo de fuerzas políticas radicalmente enfrentadas a la
derecha. En España, se habla mucho de otro pacto, el del
Tinell. Este acuerdo, suscrito antes de las última elecciones
por Esquerra, por la expresión catalana del antiguo Partido
Comunista, y por el PSC, excluía explícitamente al PP
de cualquier alianza interpartidista. La resolución del 2005
venía a consagrar, en cierto modo, ese propósito de
aislamiento de los populares. La consecuencia fatal de un retorno al
Pacto por las Libertades, esto es, de una recuperación de la
antigua alianza con el PP en la lucha contra ETA, habría sido
una denuncia de las alianzas alternativas que habían ocupado
su lugar y una reorganización radical de las fuerzas en el
Congreso. Zapatero pasaría a depender del PP, y quedaría
políticamente amortizado. Asistiríamos al equivalente,
o casi, de una aniquilación pública del actual
presidente.

Por
tanto, nada de Pacto por las Libertades. Es claro, igualmente, por
qué Rajoy no quería sumarse a la política del
presidente. En primer lugar, no cree en ella. En segundo lugar, y
precisamente porque no cree en ella, está seguro de que
acabará destruyéndolo. Estas posiciones estaban
absolutamente tomadas antes de que se celebrara el debate.

La
táctica de Zapatero en el hemiciclo consistió en
centrar el foco en la deslealtad del PP. Ningún partido hasta
la fecha, aseveró, ha dejado desasistido al Gobierno en los
momentos difíciles de la lucha antiterrorista. Apeló a
la unión de todos los demócratas, y declaró roto
el proceso con una firmeza, por expresarlo de alguna manera,
intermitente. Rajoy hizo una denuncia durísima del presidente
y dijo que con él no se contara. Imagino que los seguidores
del debate tendieron a sentirse descontentos de ambos. Zapatero ha
dejado de inspirar confianza, y Rajoy rozó en algún
instante la brutalidad. Pero lo deletéreo para el presidente,
como he anticipado, vino a continuación. Fueron desfilando
delante del ambón los partidos amigos, y se hizo evidente,
evidente de toda evidencia, que Zapatero no podría mantener la
promesa de ser firme frente a ETA. Mucho peor aún: al no
contar con el apoyo del PP, Zapatero se ha hecho gigantescamente
vulnerable a la actividad de los terroristas. Una bomba contra un
Gobierno respaldado por la oposición se interpretaría
como una bomba contra la democracia, no contra quien eventualmente la
representa. Pero una bomba contra un Gobierno cuya política
denuncia la oposición, se convierte, de oficio, en una bomba
contra ese Gobierno y su política. A mi entender, Zapatero se
he metido en un callejón sin salida y depende enteramente de
los prontos de la banda. Ello introduce un factor de riesgo enorme en
la política española. Zapatero podría inventar
algo que lo sacara del impasse.
Hacer una enormidad, una cosa inesperada. ¿El qué?
Disuadir a ETA de la bomba mediante alguna clase de concesión…
significativa. No creo que lo haga. Pero el presidente no es fácil
de predecir.

Así
está el asunto en lo que se refiere a la política pura.
Es decir, a la de cuchillo desenvainado y patada en los tobillos.
Ignoro si estoy escribiendo esta nota para el público español
sólo, o también para el americano. Si lo segundo, es
probable que se me haya entendido a medias, y que haya parecido
demasiado prolijo y algo localista en mis énfasis. De modo
que, curándome en salud, hablaré en lo sucesivo de algo
más universal, y también más interesante: la
moral. Preveo una objeción que se le habrá ocurrido al
mexicano racional, y al argentino racional, o a cualquier ser
racional que no sea español: ¿por qué deja el PP
a Zapatero a los pies de los caballos? ¿Por qué no lo
rescata de su condición de rehén de ETA?

La
realidad, la realidad moral sobre todo, es complicada. Los
sentimientos mezquinos pueden coincidir con los buenos sentimientos,
y desde luego, con los buenos argumentos. Sin duda, la oposición
está deseando que el Gobierno se estrelle. Esto es poco
evangélico, máxime si se tiene en cuenta en qué
condiciones lo haría, y lo que todos nos jugamos. A la vez,
creo que existen razones serias, razones en último extremo
definitivas, para estimar que la política de Zapatero era
radicalmente peligrosa. En muchos aspectos, poco responsable.

En
el entorno del 2004, grupos próximos al mundo socialista
vasco, o situados entre éste y los ambientes revolucionarios
de ETA, llegaron a la conclusión de que la última, muy
castigada por la política antiterrorista surgida del acuerdo
entre PSOE y PP, estaba esperando una ocasión para reingresar
en la vida civil. La apreciación no era enteramente gratuita.
Es probable, en efecto, que miembros del brazo político de la
banda empezaran a cansarse y a pensar en el precedente de ERC, que
pudo ser un grupo terrorista pero ha terminado estando en el
parlamento. Pero estas conjeturas originaron pronto desarrollos
desaforados. En primer lugar, no se supo evaluar el equilibrio real
de fuerzas dentro de ETA. Los que mandaban eran los duros, no los
conciliadores. En segundo lugar, se entró en compadreos que
presuponían el éxito de la negociación. Se
especuló con alianzas que sólo habrían sido
comprensibles después de la disolución de ETA, no
antes.

El
resultado ha sido una indefinición persistente de los límites
dentro de los cuales habría sido exigible que se moviera el
Partido Socialista. Es absolutamente instructivo comparar el Pacto de
Ajuria Enea, firmado por los partidos democráticos en 1988,
con los documentos publicados por el PSE desde el 2006 en adelante.
En el Pacto de Ajuria Enea, se habla de final dialogado de la banda.
Pero “diálogo”, ahí, se refiere sólo a
acuerdos sobre reinserción y medidas de gracia. La política
queda descartada, sin equívoco posible.

El
lenguaje socialista de estos últimos años no se presta
a una lectura limpia. El PSE ha aceptado la idea de las dos mesas,
muy traída y llevada por los nacionalistas y HB. En una mesa
se sentarían el Gobierno y ETA, para tratar de los presos.
Sería la mesa “técnica”. En la otra mesa, la
política, los partidos vascos hablarían sobre el futuro
político de la región. La idea de una mesa política,
con ETA dentro, destruye, por supuesto, el Estatuto de Gernika, que
es el marco constitucional en que se desenvuelve la política
vasca, y que el Pacto de Ajuria Enea aceptaba sin reservas. Pero se
aprecian ambigüedades más graves. La mesa política
haría saber al Estado qué acuerdos se han cerrado, con
objeto de adaptarlos a la ley. Esto suena a un proceso constituyente
extraconstitucional –valga el oxímoron–, que se
constitucionaliza a
posteriori
. Esto, para decirlo en plata, es un disparate
mayúsculo. La Constitución no se cambia desde fuera,
sino desde dentro. Una constitución que empieza a cambiarse
desde fuera es una constitución que empieza a decaer en el
acto.

Probablemente,
ETA hizo la lectura más fácil de este planteamiento
atrabiliario. Probablemente, estimó que se le estaba
proponiendo un proceso constituyente que cobraría cuerpo y
sustancia sobre la marcha. La situación en que esto dejara a
la Constitución de verdad, no le preocupaba, obviamente,
demasiado. El PSE, por su lado, experimentó vacilaciones
crecientes sobre lo que se podía negociar. Lo demuestran
declaraciones repetidas de sus líderes. Y lo abona la propia
redacción de los documentos, abierta, de intento, a
interpretaciones diversas.

¿Se
hicieron estas escaramuzas a sabiendas del Presidente? Es infantil
suponer que no. El desenlace fue un malentendido histórico.
ETA ha considerado que no le estaban dando lo prometido, y ha
empezado a poner bombas. ¿Qué nuevo diseño
constitucional podría alojar un porcentaje “suficiente” de
las reclamaciones etarras? Ninguno que no supusiera una reforma
agravada de la Constitución, esto es, una reforma para la que
se necesita a un partido –el PP– con el que no se quiere contar,
y que, además, no está dispuesto a entrar en la
aventura. En mi opinión, el error de Zapatero no ha sido de
detalle. Ha sido un error estructural, de ésos por los que es
imposible pasar a pie enjuto. La apuesta de Zapatero ha sido
inestimablemente más audaz que las de anteriores gobiernos. Y
no ha estado bien concebida. ~

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