Una feria por reinventarse

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Uno de los personajes que más llamaron la atención de los visitantes a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2010 —edecanes aparte— fue Walter Hudson. No portaba gafete que lo acreditara como participante en ninguna de las actividades de los diversos programas que tuvieron lugar en el recinto ferial y en las numerosas sedes de la feria en la zona metropolitana de Guadalajara; tampoco formó parte de la delegación del Invitado de Honor de este año, Castilla y León, pero es seguro que se le tomaron más fotos, digamos, que al grupo Café Quijano (el one-hit-wonder resucitado que los españoles trajeron como número estelar para la cartelera de conciertos y espectáculos), al cantante Diego Verdaguer o al mismísimo Güiri-Güiri, también figuras notables —pero no tanto como él—; Hudson tampoco fue ninguno de los autores de best-sellers que tomaron los pasillos de Expo Guadalajara para firmar ejemplares a sus multitudes de fans, y es más: ni siquiera necesitó moverse de donde estuvo los nueve días de la feria. Vaya: ni siquiera necesitó estar vivo, pues le bastó con estar en efigie. Se trata de un hombre que al morir, en 1991, había llegado a pesar 542 kilos, y cuya historia puede conocerse en el Museo Ripley de esta ciudad, justo de donde sacaron su estatua para instalarla aquí, al alcance de la curiosidad de los miles de visitantes que pasaron por donde estuvo (en el stand del Grupo Editorial Tomo, junto a las pilas de libros baratísimos que atrajeron, también, enjambres de compradores todo el tiempo).

No es que hubieran escaseado otras figuras dignas de competir con el señor Hudson por la atención del público en la FIL. Aunque las ausencias sensibles menudearon este año (a las de Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes fueron sumándose las de José Balza, Fernando Arrabal y José Agustín, y éstas aparte de las de los muertos que ya sabíamos: Carlos Monsiváis, Tomás Eloy Martínez, José Saramago, otrora infaltables), lo cierto es que hubo presencias llamativas, cómo no —y otra cosa es que esas presencias fueran, por ejemplo, la reportera papal Valentina Alazraki, un hijo de Christian Bach y Humberto Zurita que se desplazaba entre hordas de chamacas ensordecedoras, el ya mencionado Verdaguer promocionando un libro de L. Ron Hubbard, la actriz Consuelo Duval (famosa, parece, por hacer de patiño de Eugenio Derbez), etcétera.

A punto de alcanzar el cuarto de siglo, resulta evidente que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara confía en que han de llenarla, infaliblemente, las estrategias mercadotécnicas de las editoriales que traen a estas figuras y otras parecidas: celebridades, principalmente del mundo del espectáculo, pero también de otros ámbitos, a las que se vuelve irresistible ver de cerca. Los cineastas Guillermo del Toro y Guillermo Arriaga, la golfista Lorena Ochoa, o bien políticos como Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, por no hablar de los consabidos moneros Trino y Jis, o autores como la estadounidense Tonya Hurley, firmante de un libro llamado Ghostgirl (y sus secuelas), que ha causado furor entre multitudes de adolescentes por todo el mundo. Y no es que esté mal, qué va: a fin de cuentas las editoriales tienen que vender lo suyo. El problema es cuando se vuelve tan arduo encontrar, entre el vastísimo programa de actividades, algo distinto de eso y que no parezca una reedición de cosas vistas en años anteriores.

Es cierto que lo que más importa de la FIL, por lo menos a sus organizadores, es su función como escenario para los negocios que vienen a hacer editores, agentes, libreros, traductores, bibliotecarios y demás fauna variopinta del ramo en Iberoamérica. Ha sido una circunstancia afortunada —pero secundaria al fin— que paralelamente se haya constituido como un festival cultural en el que tienen cabida numerosos programas y foros de muy variada naturaleza, y no hay que dejar de reconocer cómo la feria ha crecido en determinados aspectos según esa orientación: lo que ocurre año con año en FIL Niños, por ejemplo: un verdadero espacio de formación de nuevos lectores, y un territorio entrañable durante los nueve días en que ahí tienen lugar talleres y espectáculos irreprochables y emocionantes para cualquiera, niño o no, que se asome a ellos. Sin embargo, en su modo de entenderse a sí misma como un festival cultural, la FIL es en cierto modo una maqueta de lo que ocurre a nivel nacional, donde prevalecen y hasta se fomentan ciertos malentendidos, según uno de los cuales, por ejemplo, solo determinados escritores —y otros que sobrevuelan en torno a ellos— detentan la expresión identitaria de la literatura mexicana, o bien se prefiere enfocar (pues, al fin, el tiempo de exposición en la feria es limitado) sobre aquellos que gozan de más notoriedad por razones comerciales, y no por su peso específico en la edificación de la tradición.

Desde luego: la marcha de la FIL solo puede medirse por las cuentas que salen al final de cada edición: 471 presentaciones de libros esta vez, más de 500 autores, 49 foros literarios y encuentros de toda índole (uno fue «El campo charro y la cultura del toro»), mil 928 editoriales con 375 mil títulos a la venta… Pero esas cifras, que tan satisfechos dejan a los organizadores y a los funcionarios, incluidos los de Castilla y León, de poco sirven más que para subrayar la importancia que la feria ha adquirido para el mundo editorial iberoamericano. Al público en general esa información más bien lo tendrá sin cuidado, y antes juzgará por la diversidad del programa (habitado por un puñado de invariables: este año Benito Taibo estuvo en diez presentaciones; su hermano Paco Ignacio en otras tantas; Jorge F. Hernández en siete, Ignacio Padilla en diez, el monero Trino al menos en seis…), por lo bien o mal que le vaya comprando libros —carísimos, difíciles de hallar— y por lo que haya conseguido divertirse en un taller o viendo payasitos, o en los conciertos de la explanada… O encontrándose con las estrellas de la tele, que han venido a presentar un libro.

Para su vigésima quinta edición, la FIL tendrá de Invitado de Honor a Alemania. Será una ocasión óptima para que la feria comience a reinventarse, y es de esperarse que los alemanes lo faciliten: su presencia dependerá, en buena medida, de la Feria del Libro de Fráncfort, a la que la de Guadalajara ha ido aprendiéndole mucho a lo largo de este cuarto de siglo. Además, mientras la visita de Castilla y León estuvo enmarcada en una idea de reencuentro con el pasado, a partir de la caracterización de esa región como “Cuna del español” —el lema adoptado y el tema sobre el que se trazó su programa—, Alemania ya ha dado muestras de querer venir a Guadalajara para ocuparse aquí del futuro: en la ceremonia de “cambio de estafeta” que tuvo lugar entre el Invitado de Honor saliente y el entrante, el escritor bosnio-alemán Saša Stanišić dijo en su discurso: “A ustedes, cuando piensan en literatura alemana, seguramente se les ocurren nombres prominentes de la gloriosa historia de la literatura. Pero los tengo que decepcionar: mi cuate Goethe no va a poder venir el año entrante a Guadalajara. Me acaba de mandar un mensajito por celular, aquí lo tengo…”.

Entre lo más perdurable de lo que queda de este año estará el recuerdo de la reunión que tuvieron en la FIL las 22 academias que rigen el idioma español en el mundo, memorable sobre todo porque aquí vinieron a precisar las nuevas disposiciones ortográficas que habían urdido unas semanas atrás, en San Millán de la Cogolla; la presencia de Jean-Marie-Gustave Le Clézio, el único Nobel en una feria que ha reunido a otros varios de un jalón en otros tiempos; el primer acto dedicado a la recordación de Octavio Paz que ha habido en la historia de la FIL; las presentaciones que tuvo el poeta Antonio Gamoneda… Y, desde luego, lo que cada asistente, en la profusión ingente de actividades, haya sido capaz de disfrutar.

José Israel Carranza

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