Tommy: el mesías ya es cuarentón

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“…El expansivo e ingenuo Tommy cuenta con todos los atributos de un clásico pero con todos los defectos de un monstruo de Frankenstein”[1], escribió hace algunos años el crítico musical Joel McClever sobre la que es para algunos la obra maestra de The Who, y sin duda la más personal, pretenciosa y grandilocuente de Pete Townshend, una que incluso sirvió para bautizar todo un género de la desmesura con el fastuoso nombre de su forzada paradoja: ópera rock.

Si según la consigna marxista “la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música”, no sería menos acertado aventurar que el rock es a la ópera lo que la Stratocaster al Stradivarius: la potenciación de sus posibilidades sonoras, la exacerbación de argumentos de suyo exacerbados, el triunfo final del alarido y los decibeles sobre el grito modulado: la victoria del exceso sobre lo de por sí excesivo. Y nada agrada más al exceso que un ego tan dispuesto como el de Townshend, quien en 1969 llevaba ya al menos un par de años ensayando las posibilidades de fusionar en su obra esos géneros contradictorios: el más popular de la música clásica y el más clásico de la música popular. En el otoño de 1966, The Who grabó la simpática “A quick one, while He’s away”, una suite hecha de retazos de seis canciones distintas en la que se cuenta una historia de traición, adulterio y ulterior perdón a la que Pete se refería como una mini ópera [2]. Menos de un año después, en el Verano del Amor, la banda se subió a la nueva ola del álbum conceptual (Sgt. Pepper’s…, Pet Sounds, Freak Out) con el extraño si bien brillante The Who Sell Out, una sucesión de canciones ligadas por anuncios radiofónicos apócrifos con los que Townshend rendía homenaje a las estaciones pirata que lo formaron y en las que, pocos años antes, se comenzaron a difundir las primeras canciones del grupo. A la manera en que Revolver representa un punto de ruptura y madurez en la discografía de los Beatles, a la vez que anticipa los alcances que el grupo habría de lograr en su siguiente disco, Sell Out anuncia la próxima estación en la discografía del cuarteto londinense. Todavía sin la impostada solemnidad de su sucesor, ya algunos pasajes del Sell Out anticipan los alcances de aquél: ciertos riffs de “Sunrise” y “Melancholia” preconizan otros, inconfundibles, de “Pinball Wizard” y “See Me, Feel Me”, respectivamente; en los arreglos corales de “Tatoo” se advierten ya las voces melifluas de “Amazing Journey” y “Tommy, can you hear me?”; un segmento completo de “Rael 1” se convierte en el machacón y ampuloso loop de la desmedida “Underture” que sirve de intermedio a esa joya anómala que fue, no obstante, uno de los álbumes emblemáticos del legendario 69.

Imbuido por las aspiraciones de trascendencia espiritual del gurú Meher Baba (a quien dedicó su disco), Townshend ideó una crítica de los excesos materiales, del culto a la personalidad y de la charlatanería, a la vez que ponderaba la introspección y el silencio como caminos a la paz, la sabiduría y la elevación del alma. Sumado a los excesivos arreglos orquestales de algunas piezas, el argumento rocambolesco de Tommy exhibe la pomposa candidez de sus metáforas elementales: el niño que sufre un bloqueo que lo deja ciego, sordo y mudo después de presenciar un crimen pasional que implica a sus padres; los abusos de toda índole —incluso sexuales— a los que, dada su condición, se ve sometido el pequeño por parte de algunos familiares y que en el argumento hacen las veces del martirio necesario en la vía de la santificación; el misterioso talento del (ya) joven baldado para, por pura intuición convertirse en un jugador de pinball excepcional hasta volverse, literalmente, un ídolo; la recuperación de los sentidos y la iluminación que lo vuelven un mesías charlatán; la fundación de una fe, el auge y el derrumbe definitivo de esa religión.

Son otros, sin embargo, los argumentos que sacan el disco a flote. En primer lugar, y producto de un talento y un ego del tamaño de su nariz, el liderazgo asumido definitivamente por Townshend sobre una banda que en ese momento, y hasta antes de la muerte de Keith Moon, estaría en la cúspide de sus capacidades interpretativas. Luego, el poder eléctrico, equilibrado con la exactitud de los arreglos, que volvió a varias de sus piezas clásicos instantáneos del grupo. También su precisión, su potencia y su belleza líricas (las dos estrofas finales de “We’re not gonna take it” son una prueba fehaciente). Por último, la parte visual (mermada con el tránsito de los viejos discos de acetato a CD) que lo volvió una placa estimable para los coleccionistas.

Errático, excesivo e imperfecto, cuarenta años después Tommy es, sobre todo, un álbum entrañable que definió todo un subgénero del Rock y confirió a Pete Townshend su estatus de estrella imperecedera.

Long Live Rock y larga vida a The Who.

– Víctor Cabrera

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[1] En Robert Dimery (editor), 1001 discos que hay que escuchar antes de morir, Grijalbo, Barcelona, 2005.

[2] Una excelente versión en vivo del tema se grabó en diciembre de 1968 para el programa especial de Navidad The Rolling Stones Rock and Roll Circus, que reunió además de al grupo anfitrión y a The Who, a otros como Jethro Tull y Taj Mahal, Marianne Faithfull —a la sazón novia de Mick Jagger— y Dirty Mac, la irrepetible banda conformada por John Lennon, Keith Richards, Eric Clapton y Mitch Mitchell. La versión de “A quick one…” con un desatado Keith Moon en los tambores puede verse aquí.

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