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La importancia de los traductores es un indicio infalible del nivel cultural de un país. Tan revelador como el consumo de jabón o la tasa de alfabetización.
     Osip Mandelstam

 
En Sous l'invocation de saint Jérôme (1946), compendio de ensayos que incluye textos sobre la traducción considerados clásicos —y que, salvo error mío, no ha circulado en España—, Valery Larbaud evoca la furia de Aulio Gelio contra los detractores de Cicerón, a quienes llamaba verborum pensitatores, "tasadores de palabras". Sería divertido idear una fábula contemporánea partiendo de esta feliz expresión: tras los necesarios ajustes y extrapolaciones, en el bando de los ciceronianos hallaríamos a los traductores y en el de sus contendientes, no a los críticos (a ellos volveremos), sino a los editores. Literalmente, y a juzgar por el trato que reservan a los traductores, los editores no pasan de ser tasadores de palabras; las cuentan, las miden y, sobre todo, procuran pagar por ellas la menor cantidad de dinero posible. Actualmente, en este reino pródigo en "operaciones triunfo" y otros certeros indicios de encumbrado "nivel cultural", ningún editor se ruboriza de imponer tarifas que son de tres a cinco veces inferiores a las que se estilan en el resto de Europa. No contentos con lo cual, someten a los traductores a ritmos de producción estajanovistas, sin importarles la dificultad o importancia de la obra a traducir (da lo mismo, para el caso, un poema de Celan que una novelita del montón), y, para rematar, a menudo utilizan el trabajo del traductor como material de desecho o derribo, corrigiéndolo, enmendándolo, alterándolo a su antojo. Por no evocar prácticas abiertamente delictivas, si por tal cosa entendemos lo que hay que entender: la conculcación de la ley. En este caso, la de Propiedad Intelectual, que más de un editor, incluido algún gran grupo editorial, se salta a la torera cuando pone en el mercado una traducción sin que medie contrato alguno firmado con el traductor, o cuando alegremente atribuye el copyright de la traducción no a una persona física, sino a la empresa que regenta.
     En un país como España, donde escasean los mecanismos de ayuda oficiales a la edición de genuinas obras literarias que a menudo garantizan una escasa rentabilidad, los editores tratan a los traductores como fuentes de subvención encubiertas. Ha de ser el progreso: los traductores han pasado de ser miembros de una polémica cofradía a convertirse en mini-paraísos fiscales, aunque sin acceso a forma alguna de plusvalía, y además ejercen su actividad en una especie de clandestinidad sin heroísmo. Los editores se permiten no sólo explotarlos, sino además hacer mofa públicamente de sus errores. ¿Qué pensarían éstos si en las críticas publicadas en los suplementos literarios de la prensa se fustigaran erratas y gazapos editoriales, mucho más frecuentes de lo que se piensa? No es improbable que tal cosa sucediera. Ahí están el TLS o The New York Review of Books, donde es práctica frecuente publicar artículos críticos que incluyen observaciones de esta índole. Como también sus autores dedican sistemáticamente unos cuantos párrafos, en comentarios de obra traducida, a la valoración crítica de la versión reseñada.
     Con la crítica literaria hemos topado. Y no se piense que sea éste un ámbito ajeno al actual marasmo en el que se encuentra la traducción literaria. Si esta actividad es sistemáticamente ninguneada por los editores, no poco tiene que ver en ello el silencio crítico que la rodea. Tal como se practica hoy en el país donde todo "va bien", se trata de un tema de debate permanentemente postergado, cuando no pervertido en algún retórico compadreo ritual entre críticos que simulan posturas encontradas. En una apabullante mayoría de críticas de obra traducida no se dedica ni una sola línea a hacer una valoración de la traducción, y ello ocurre en no pocos casos porque el "crítico" es incapaz de leer el original. También se da el caso de quien, conociendo la lengua original (no escribiré "de partida", chata imagen de decatlón que prodigan los traductores que quieren pasar por gente "científica" y seria), es perfectamente ignorante de la obra del autor o del ámbito donde se inscribe el texto que le han dado a reseñar única y exclusivamente por su dominio de la lengua extranjera.
     Con todo, lo que más sorprende de esta situación —ninguneo editorial, indiferencia e incompetencia de la crítica— es que a casi nadie parezca sorprenderle. Me temo que habría que remontarse muy lejos y ampliar el campo de análisis para empezar a comprender el clima intelectual que hace posible esta complicidad en la dejadez y, sí, el desplome del "nivel cultural de un país". Pero me atreveré a aventurar una hipótesis. La consideración de la que pueda gozar la traducción literaria es función del mayor o menor grado de conciencia crítica del lenguaje. Esto atañe, claro está, a todos, editores, traductores, lectores. Y una de las graves carencias de la cultura hispánica en su vertiente peninsular ha sido y sigue siendo su escasa inclinación por lo que podríamos llamar el placer lingüístico. Se razona en términos normativos y se supone siempre, no sólo que hay una manera correcta de expresarse, sino que esa manera ha de ajustarse al modelo casero. Sin ninguna distancia respecto de su propia norma lingüística, el traductor, el editor, el lector españoles están condenados a producir y consumir textos intercambiables en su insulsez o felicidad, qué más da. De ahí posiblemente que la mayoría de traducciones que se editan hoy en España, primero, no pasen de ser meramente "correctas" y, segundo, que por serlo, sus lectores, críticos incluidos, ni siquiera las perciban como lo que hubiesen debido ser: el fruto de un trabajo de reescritura.
     Cabe esta reflexión a la luz de actitudes que van mucho más allá de la ignorancia del papel fundamental de la traducción, no sólo en la transmisión del pensamiento o el saber, sino en algo infinitamente más importante: el enriquecimiento de la lengua. Aún cabría volver a plantear lo que con tanto énfasis como razón argüía en su momento Walter Benjamin, inscribiéndose en una línea de reflexión que parte de Schleiermacher, cuando se oponía a una concepción de la traducción sólo atenta a la "corrección" lingüística de la versión: "Nuestras versiones, aun las mejores, están basadas en un principio equivocado; pretenden germanizar el sánscrito, el griego, el inglés, en vez de sanscritizar, helenizar, anglicizar el alemán." La observación de Benjamin es válida asimismo para la tarea de recepción y valoración de las diferentes normas lingüísticas capaz de producir una misma lengua. He oído a encumbrados escritores y respetados editores españoles sostener la especie de que las traducciones al castellano realizadas por hispanoamericanos son inútiles porque están plagadas de "localismos". En un país en el que no hace tanto tiempo se editaba a Juan Rulfo "corrigiéndole" los mexicanismos (sustituyendo "zopilote" por "buitre", por ejemplo); en el que aún hoy se considera necesario proyectar una película colombiana como La vendedora de rosas (1998), de Víctor Gaviria, con subtítulos "en castellano", y en el que los correctores y editores trufan originales y versiones —y hasta manuscritos originales— con excelsos "a por" y sustituyen sistemáticamente "develar" por "desvelar", se comprende que cunda el desánimo ante los latino o hispanoamericanismos: no vaya a ser que la norma peninsular descubra que, además de minoritaria, es menos rica, variada y, en suma, vivaz de lo que suponen sus peninsulares guardianes. Habrá que recordarles el certero epigrama de otra gran poeta rusa, Marina Tsvietáieva: "Ninguna lengua es lengua materna. Escribir es adaptar." ~

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(Caracas, 1957) es escritora y editora. En 2002 publicó el libro de poemas Sextinario (Plaza & Janés).


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