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¿Surrealismo queer?

La identidad es una imagen que ensayamos para que aquél que nos mira pueda interpretarnos. 
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La cámara es un adversario: Claude Cahun le sostiene la mirada. Aprieta los labios y se levanta el cuello del saco. Es un bravucón: soltará el primer golpe antes de que la cámara dispare.

Ahora el cobertor de la cama sirve como escenario. La luz del día hace el papel de los reflectores de teatro. Cahun no lleva nada puesto, apenas una máscara que la deja ciega. La curva de su cuello, la de su cintura y ese par de esferas que son sus rodillas repiten el patrón tejido sobre el cobertor. Su cuerpo copia la forma de la espiral –y no al revés–, imita las curvas para parecer mujer.

Vestida como estudiante, Claude estudia las representaciones de las mujer en la pintura. ¿Aprende o se resiste? ¿Será que repasa la lección para oponérsele?

Claude tiene dos cabezas. Dos identidades, siameses que se preguntan: ¿qué quieres de mí?

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Si alguien me pidiera que adivinara la fecha de estos autorretratos, diría que se tomaron en la década de los ochenta. En algunos Claude Cahun se presenta como hombre, en otros como mujer, en varias no da pistas al respecto. Eso bastaría para que la inscribiera en el movimiento queer. Sí, estoy segura, diría. Citaría otro nombre, tal vez el de Catherine Opie, como otro ejemplo de esta tendencia.

Fallaría por 50 años, pues las fotografías se tomaron entre 1920 y 1940. Cahun ya se ponía en escena como hombre, travesti, mujer, andrógino; pasaba de una identidad a otra y a ninguna mucho antes de que Judith Butler propusiera que el género es un performance. Se sabe que escribió lo siguiente: “¿Masculino? ¿Femenino? Depende del caso. Neutro es el único género que siempre me queda bien”.

El movimiento queer, igual de sorprendido por el tema de estas fotografías, ha hecho de Cahun una precursora. Así, casi todas las reseñas repiten la chocante fórmula de la contraportada: “se adelantó a su tiempo”. Pero algo nos jugamos cuando no hacemos más que aplaudir su genialidad. Perdemos. Al convertirla en una excepción dejamos de pensar qué contexto, qué teoría le permitió tocar ese tema que es tan común para nosotros.

Claude Cahun y Marcel Moore, 1930.

 

Claude Cahun y Marcel Moore, 1930.

 

Claude Cahun y Marcel Moore, 1939.

Cahun perteneció a su tiempo. Basta revisar sus fotomontajes para percatarse de su afinidad con el surrealismo. Con la ayuda de Suzanne Malherbe, su pareja, Cahun recortó sus autorretratos para reordenar las partes del cuerpo o para juntarlas con los pedazos de otros objetos. Sacar una cosa del lugar en el que ordinariamente se encuentra y combinarla con otra para inventar y acceder a una realidad superior es la operación surrealista por excelencia. Así se explican las dos cabezas en un solo cuerpo, o bien, que estas parezcan salir de las orejas de un elefante, que sus labios sean los pétalos de una flor que se deshoja, el torso que termina en una grulla, la mano diminuta que nace del dedo índice de otra mano. Es innegable: obedeció los postulados del surrealismo al pie de la letra –dislocar, yuxtaponer–, incluso cumplió con la ovación que los surrealistas le hacían a Giorgio de Chirico (en uno de sus fotomontajes, Cahun reemplaza su cabeza por la de un maniquí).

Giorgio de Chirico, Las dos máscaras, 1929.

Me atrevo a decir que Cahun no escogió ese saco de cuadros blancos y grises que usa en el autorretrato de 1928 al azar. Recuerdo haber visto ese patrón en otros ejemplos surrealistas: es el tablero de ajedrez que aparece en las fotografías de Man Ray. Diré lo mismo de las tijeras, de la repetición de orejas y labios: son parte de la iconografía del movimiento.

Herbert Bayer, Ojos de vidrio, 1928.

Y, a pesar de ello, no me desilusiona que Cahun no sea la inexplicable y maravillosa excepción que hoy desearíamos que fuera. No por ello deja de ser innovadora. Quizás la mejor manera de reconocerla sea decir que usó los principios y el vocabulario surrealista –lo que nos obliga a asumir que perteneció a su tiempo y no al nuestro– para dudar y subvertir lo masculino y lo femenino.

Una y otra vez Cahun se fotografió con una máscara, haciendo que el retrato dejara de ser el registro cierto de un individuo y su personalidad. Me entusiasma este descaro contra la historia del arte, quisiera llamarles antiautorretratos y desesperarán a más de uno. Inquietarán al espectador que quiera identificar a una mujer o a un hombre en esa cara (gender is in the eye of the beholder).

El reflejo que calcan los espejos, la imagen que se imprime en papel fotográfico y las máscaras son metáforas de lo mismo: superficies sin profundidad, como advirtió Gen Doy, autor de Claude Cahun. A sensual politics of photography, y por eso se relacionan con la identidad de género. No actuamos como “hombres” o “mujeres” debido a nuestros cromosomas, genitales y hormonas. Ni la biología ni la naturaleza nos obligan a ello. Lo hacemos para tener un papel en el teatro social. La identidad es una imagen que ensayamos para que la cámara pueda tomar una fotografía (para que aquél que nos mira pueda interpretarnos), es una representación que se pone en escena para la audiencia que son los demás. Cahun es contundente: no hay verdades en el show del género: “Bajo esta máscara, otra. Jamás terminaré de quitarme todas estas caras”.

 

 

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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