Solo recordamos lo que podemos contar

Los científicos todavía no han podido dar una respuesta precisa acerca de por qué se produce la amnesia infantil. Pero según algunos expertos, el lenguaje desempeña un papel fundamental en la memoria temprana.
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Hace un par de años me tocó enfrentar una situación dolorosa: unos muy queridos amigos ya no vivirían en la misma ciudad que yo. No solo dejaría de verlos con regularidad a ellos, sino también a su hijito, que por entonces tenía dos años de edad. Una de las cosas que más me apenaban era saber que el niño no recordaría nada de lo que él y yo habíamos vivido juntos, quizá ni siquiera mi existencia. Probablemente pasaran los años y yo me convertiría en un perfecto extraño para él.

Esto es natural, por supuesto: todos sabemos que la memoria de los niños es frágil como la materia de los sueños. Es lo que se conoce como amnesia infantil. Lo curioso es que los científicos todavía no han podido dar una respuesta precisa acerca de por qué se produce ese olvido. Algunos ven allí incluso una contradicción: ¿por qué durante la infancia, en simultáneo con una extraordinaria capacidad de aprendizaje, irrepetible en el resto de la vida, la memoria es tan evanescente?

Es interesante echar un vistazo a algunas de las posibles explicaciones esgrimidas hasta ahora.

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Sheena A. Josselyn y Paul W. Frankland, expertos canadienses en neurociencias, publicaron, en 2012, un artículo en la revista especializada Learning & Memory. Allí proponen que la clave para entender la amnesia infantil es neuronal y que se encuentra en el área del cerebro conocida como hipocampo.

Al parecer, durante los primeros años de vida, la neurogénesis —es decir, la creación de neuronas nuevas— en ese sector es muy acelerada. Y el momento en que la velocidad de esa producción se reduce coincide con el punto de la vida a partir del cual los recuerdos se hacen perdurables. Los científicos corroboraron el caso opuesto en experimentos con ratones: al hacer más lenta la producción de neuronas en su hipocampo, los roedores no olvidaban.

Para hablar en términos no científicos, podemos imaginar que el niño, para procesar tanta información desconocida como necesita en esos años, produce tantas neuronas nuevas que “tapan” a las anteriores y los recuerdos que estas conservan. Suena hasta lógico.

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Un año antes, un paper daba cuenta de otros trabajos sobre la misma cuestión, desarrollados también por expertos de Canadá, en este caso de la Memorial University of Newfoundland. Carole Peterson, Kelly L. Warren y Megan M. Short realizaron la experiencia en dos etapas. Primero, preguntaron a 140 niños de entre 4 y 13 años cuáles eran los tres recuerdos más antiguos que conservaban. Dos años después, volvieron a encontrarse con ellos y les hicieron la misma pregunta.

Los niños más pequeños, en la primera ocasión, evocaron episodios muy antiguos, incluso de cuando tenían apenas un año y medio de vida (la veracidad de esos recuerdos fue comprobada luego con sus padres). Pero, dos años más tarde, la mayoría de estos niños nombró tres recuerdos diferentes. Más aún: negaban que las anécdotas que ellos mismos habían relatado un par de años antes hubiesen ocurrido alguna vez.

En los niños de más edad ocurrió lo contrario: la mayoría repitió, en la segunda entrevista, los mismos recuerdos mencionados en la primera. La explicación, según el texto publicado en la revista Child Development, radica en que a los 10 años de edad la etapa de la amnesia infantil ya se ha superado.

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El último artículo que citaremos es más antiguo, de 2002, y es el más interesante de todos. Gabrielle Simcock y Harlene Hayne, investigadores de la University of Otago, Nueva Zelanda, les pidieron a niños de varias edades que recordaran acontecimientos de su vida que hubieran ocurrido seis meses o un año atrás. Advirtieron que los pequeños, aunque en ese lapso hubiesen adquirido nuevas herramientas lingüísticas, narraban los hechos con las mismas palabras y recursos que tenían cuando esos hechos se habían producido. Es decir, los recuerdos se habían fijado a la memoria de los niños a través de las expresiones que ellos podían manejar.

Los autores del trabajo —publicado en la revista de la American Psychological Society— formularon una hipótesis derivada básicamente de esa idea: el lenguaje desempeña un papel fundamental en la memoria de los niños. Los acontecimientos que el niño no puede narrar en el momento en que los vive, debido a que su lenguaje todavía no se ha desarrollado lo suficiente, no se podrán recordar después. Solo recordamos lo que podemos contar.

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Todos estos estudios no son más que pasos que los científicos han dado en busca de una explicación satisfactoria del porqué de la amnesia infantil. Ya llegará, seguramente, el momento en que den con ella. Más allá de eso, resulta muy atractiva la idea de que los únicos recuerdos de infancia que se pueden conservar son los de hechos que, cuando ocurrieron, se podían narrar o describir. Porque, de alguna manera, es lo que nos pasa a lo largo de toda la vida.

La idea me hace pensar en la imperiosa necesidad de contar historias que sentimos casi todas las personas, desde el novelista más prolífico hasta cualquiera que vuelve de hacer las compras y, desesperado por compartir el chisme que ha escuchado en la cola del mercado, entra en su casa diciendo: “A que no sabes lo que pasó”.

Me hace pensar también en el mecanismo por el cual el cerebro interpreta las imágenes desconocidas o extrañas a partir de patrones conocidos, que considera normales. Y también me hace pensar en cuando alguien se enfrenta a escenas o situaciones ante las cuales —por bonitas o por atroces— se queda, como se dice habitualmente, sin palabras.

Se me ocurre que esas escenas bonitas o situaciones atroces nos dejan así, sin palabras, porque son desconocidas o extrañas. Entonces, para que podamos aprehenderlas, el cerebro las interpreta según patrones conocidos, que considera normales. ¿De qué manera? Busca y encuentra palabras para poder hablar de ellas. Y entonces salimos y las narramos y las describimos, no podemos evitar contarlas, compartirlas.

Lo que no decimos, en cambio, las historias que no nos contamos ni en silencio a nosotros mismos, eso es lo que se olvida.

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El hijito de mis amigos cumple cuatro años la semana que viene. Lo vi unas pocas veces desde aquella despedida. No tengo idea de si se acordará de mí. Me gusta pensar que sí, me ilusiono con ello. Un poco porque algunos de los niños encuestados por los investigadores canadienses guardaban recuerdos incluso de sus 18 meses de vida. Y otro poco porque creo —quiero creer—que aquel chiquitín fue capaz, al menos en algún momento, a su manera, de describirme, de narrarme, de ponerme nombre.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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