Recordanzas

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ANOCHECER SOBRE LA CIBELES

Una tarde de Madrid y de marzo o abril de l980, en un costado de la Plaza de la Cibeles, apoyados de espaldas contra la verja del Ministerio del Ejército, Pedro Miret y yo estuvimos no sé cuánto tiempo mirando silenciosamente hacia el roqueño Palacio de Correos, dejando sólo que el tiempo transcurriera y midiéndolo con el lento trepar de la sombra por aquella fachada y el suave escurrirse hacia arriba de una luz dorada que finalmente lamería la cima del edificio bañándolo en la noche que cubriría toda la plaza.

Nuestro único propósito era el de vivir intensamente ese instante, ese evaporarse de la luz tardecina, de la última lengüetada del sol en un pico alto de la plaza, entendiendo que esa era una manera de vivir intensamente el tiempo, de respirarlo, de verlo, pues el espesarse y el subir de la sombra era un modo de hacerlo visible. Aquel lapso del inminente anochecer en el que, como ebrios de ocio contemplativo, veíamos el ascenso de la sombra por el edificio como una nocturna marea que va apoderándose de un peñón, se me vuelve ahora una página privilegiada de la memoria, una reviviscencia de aquella hora de la tarde marceña y madrileña.

Súbitamente, en la placidez de la contemplación, sentimos que había ocurrido un paréntesis de silencio sólo matizado por el rumor de las avenidas y las calles convergentes a la plaza de la Cibeles, y se me ocurrió decirle a Pedro:

—Qué extraño.

—Qué extraño qué —dijo.

—Qué extraño que en esta pausa, en este silencio, no se haya escuchado el chirrido.

—El chirrido de qué.

—El chirrido de la Tierra,

—¿Cómo? ¿Cuál chirrido?

—El chirrido que debe hacer la Tierra. Imagínate esta gran máquina enorme, torpe, gastada, oxidada, la Tierra, que al girar sobre su eje está rozando el espacio constantemente. Eso tendría que hacer un ruido enorme, un chirrido cósmico.

Y Pedro me siguió la ocurrencia:

—Claro, un chirrido insoportable como el del gis en el pizarrón, pero gigantesco… Y ¿por qué no lo habremos oído ahora que hubo este raro silencio?

—No sé, tal vez porque lo hemos estado oyendo siempre y aun antes de que nos parieran, desde que estábamos en el vientre materno. Es decir que es un ruido que por ser continuamente audible, nos hemos acostumbrado a él, y ya no lo escuchamos, ya no lo oímos.

—Eso está bien, eso lo debía haber dicho yo; es más, lo voy a poner en un cuento, te lo voy a robar y te lo dedicaré.

Y yo:

—Róbatelo, Miret, te lo agradeceré, me gustará leértelo aunque lo escribas con tus maniáticos puntos suspensivos.

No cumplió, no me lo robó, no me lo dedicó, me privó del gusto de leerlo en páginas suyas, pero es verdad que yo también he quedado mal con él, porque, desde su muerte a los 56 años, en 1988, si me ocurre vivir un momento a la vez común e insólito de la realidad, un momento tácitamente mágico, me digo:

“Esto que sucede es un cuento de Miret por escribir, y pues él no está ya para escribirlo (ni siquiera mediante la tabla ouija), debo hacerlo yo en su nombre.”

Y… tampoco he cumplido.

Pero sé que cada vez que vuelva a tomar un libro de Miret y a leer alguna de sus páginas jaspeadas de puntos suspensivos (como parpadeos de Buster Keaton ante las sorpresas que le asestaba la realidad) estaré nuevamente en el anochecer marceño de Madrid simplemente mirando junto a él la agonía de la luz sobre la fachada del edificio de Correos, o cautivo en un elevador entre dos pisos y a la luz de unas velas y charlando gustosamente con Vicki y Pedro, los Miret de entonces.

Sé también que la amistad entre Pedro y yo continúa y continuará hasta que mi muerte, deslealmente posterior a la suya, nos separe definitivamente… Y no tengo prisa.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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