Radiohead: King of limbs

Radiohead lanzó su nuevo disco y la reacción es la esperada: contradictoria, polarizada. Diego Morábito busca ponerle sensatez al asunto.
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El 18 de febrero Radiohead sorprendió a todos sacando su nuevo disco King of limbs un día antes de lo anunciado, vía internet. En poco tiempo miles de tweets y comentarios de Facebook anunciaban el octavo disco de esta agrupación.

Ya han salido varias reseñas sobre el nuevo disco. Todas ellas comparten dos elementos que aparecen ad nauseam en las críticas musicales. Por un lado pretenden situar el disco en el conjunto de la producción discográfica del grupo, lo que inevitablemente lleva al uso de frases como: “este nuevo disco se parece más a aquél y a aquel otro, es mejor que éste pero peor que el de allá”. Pero, ¿es tan necesario ver el nuevo disco exclusivamente dentro de su contexto? ¿No es posible tomarlo como un producto acabado, único, y describirlo en su especificidad? El otro lugar común de la crítica es la preocupación por la innovación. Pareciera que hay dos tipos de discos, aquel hecho para darle al público más de lo mismo y aquel que innova. Pero cualquier obra de arte que tenga cierto valor, ¿no es siempre en alguna medida original? ¿No arroja una nueva luz sobre algo que nadie había visto antes, sin por esto tener que ser revolucionaria?

Así, por simple higiene mental, partamos del supuesto que este disco de Radiohead es el primer lanzamiento de un grupo desconocido. Consta de ocho canciones y, a primera vista, es aburrido, falto de ideas y repetitivo. ¿Qué encontramos en él? Melodías sin desarrollo que sobrevuelan los elementos rítmico- sonoros, en vez de guiarlos; armonías simplistas que carecen de sorpresa; ritmos anodinos. Algunos sonidos electrónicos adornan lo que se antoja un desierto sin oasis. Hay siempre un elemento rítmico de base que se repite y vuelve a repetirse, como invitando al trance. Y es en este punto donde, creo, algo empieza a cambiar, a sorprendernos. Se trata de la fuerza de los detalles, de los cambios mínimos que aportan cada vez una irisación diferente, y lo que podría ser una canción monótona adquiere, en virtud de los distintos objetos sonoros que la componen, una nueva dimensión.

Con objeto sonoro me refiero a algo parecido a un objeto en el aire, poco definido, que va cambiando de forma y de color y que al final, sin razón aparente, desaparece. “Feral”, de entre todas las canciones, es la que mejor representa esta especie de mutación continua y sin sobresaltos. No encontramos en ella una melodía en el sentido tradicional; la base rítmica es repetitiva y va cambiando muy sutilmente; los elementos sonoros la transforman, confiriéndole a veces más volumen, a veces relegándola a un segundo plano, a veces dejando solo su sombra. Lo relevante son estos cambios. Es una canción que no tiene principio ni fin, es música “estática”.

La voz merece una reflexión aparte. A lo largo del disco la voz no funciona como un elemento melódico con dirección, sino como un objeto sonoro. Se está buscando el valor del sonido por sí mismo y no en relación con la estructura armónico-melódica de la pieza. Es también repetitiva y en todas las canciones viene acompañada de “reverb”, un recurso que pareciera ocultar la incapacidad de Thom Yorke de darle un poco de ductilidad. Se nota que hay una reticencia a abandonar la melodía como sustento central de cada pieza. Con todo, no deja de ser loable el esfuerzo en pos de una música más cercana a los ideales de la música contemporánea de concierto, que permite ampliar el espectro del “rock” y llevarlo por caminos diferentes. En este sentido, el uso de dinámicas (cambios en el volumen) me parece un gran acierto y pocas veces nos podemos encontrar con ellas en discos de este tipo, que suelen fluir en un mezzoforte desesperante.

El disco invita a un viaje hipnótico. Es música que pareciera venir de lejos y mantenerse a lo lejos, invitándonos a caminar hacia ella. Está siempre rodeada del aura del eco que aparece por el uso del ya mencionado “reverb” y de la repetición. Da la sensación de vastedad, amplitud, de una gran soledad y vacío, que no vienen acompañados de tristeza.

Aunque me parece que hay una idea clara y una búsqueda, falta más arrojo. Hay cadenas convencionales que refrenan esta música y le confían un dejo de timidez, de miedo. Aún así, hay momentos brillantes, y quiero citar uno como botón de muestra. En “Morning Mr. Magpie”, el timbre percusor cambia a mitad de la canción para transformarse en un crescendo, y cuando esperamos su desenlace, el proceso se rompe de súbito, arrojándonos de vuelta al principio, como un sueño o una pesadilla truncados de golpe. Lo interesante no es el recurso en sí, sino el hecho de haberlo logrado por el lado tímbrico y no melódico-armónico, que es lo que suele hacerse, con lo cual hay un cambio en la visión estética consabida dentro del género del rock.

Un amigo me comentaba que le parecía importante oír el disco a todo volumen. Creo que no se equivoca, es en la escucha de los detalles y del sonido en sí mismo, donde este disco aporta una nueva luz y tiene su interés.

 

 

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