Dream Act: última llamada

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Barack Obama aceptó estar “frustrado” por la falta de una reforma migratoria. Tiene razón. Debería avergonzarse. Los demócratas no han tenido ni la disposición ni la valentía de buscar una reforma migratoria. Ahora, sin embargo, Obama y sus correligionarios tienen la oportunidad de reivindicarse, aunque solo sea parcialmente. Es posible que el Senado estadunidense vote esta misma semana para aprobar el llamado Dream Act, una medida que daría un camino hacia la nacionalidad para los niños y jóvenes que ingresaron de manera ilegal a Estados Unidos y, desde entonces, no han hecho otra cosa más que aportar su talento y dedicación al desarrollo de su patria adoptiva. Jóvenes como Alfredo Quiñones.

De sonrisa franca y trato amable, Alfredo Quiñones es el neurocirujano más destacado de Johns Hopkins, el centro médico por excelencia de Estados Unidos. Además de su extraordinaria pericia como galeno (“si el gobernador de Massachusetts se enfermara, el teléfono de Alfredo sería el primero en sonar”, me dijo un colega suyo hace algunos meses), lo más notable de Quiñones es su historia personal. En la larga lista de historias de éxito de inmigrantes indocumentados, la suya es tal vez la más notable que conozco. Quiñones llegó a Estados Unidos a los 19 años de edad, en 1986. Llevaba menos de cien dólares en la bolsa y no sabía hablar inglés. Al principio trabajó en los campos y, después, como soldador. Cuenta la leyenda —y, en este caso, la historia es realmente legendaria— que, tras cansarse de recoger verduras en los campos y llegar al tráiler donde vivía con las manos destrozadas, decidió aprender inglés. Tomaba clases por la noche y, cuando podía, iba al cine a escuchar el idioma. No tardó en aprender lo necesario para comenzar a destacar. Un lustro después de haber brincado la barda, Quiñones ya estaba estudiando psicología en Berkeley. Ahí conmovió a varios mentores con su historia y talento. Al poco tiempo conoció al neurobiólogo Ed Kravitz, quien lo invitó a Harvard. Ahí se graduó, con honores, como médico. Después estudió neurocirugía. Hoy, cuando han pasado 25 años desde que dejó Mexicali para buscar un mejor futuro, Quiñones encabeza el laboratorio de oncología cerebral en Johns Hopkins. “Yo siempre tuve un sueño y nunca pensé que llegaría hasta aquí”, dice Quiñones: “Como decía mi abuelo, si le tiras muy alto a lo mejor le pegas a una estrella”.

La fantástica historia de Alfredo Quiñones importa hoy más que nunca. Como tantos otros talentosos jóvenes sin papeles, Quiñones consiguió buena parte de sus logros desde la clandestinidad, teniendo que esconderse de las autoridades migratorias al mismo tiempo que forjaba una de las carreras médicas más respetadas de todo Estados Unidos. El suyo, por supuesto, no es un caso único. Hace apenas un par de meses nos enteramos de la historia de Eric Balderas, un notable estudiante de biología de Harvard con una historia académica destacadísima cuyo único pecado es ser hijo de una recamarera indocumentada. Balderas llegó a Estados Unidos a los cuatro años de edad. De México solo tiene la nacionalidad que da el recuerdo. Fue un líder en la preparatoria y se considera, con toda razón, completamente estadunidense. Habla español con dificultad. Aun así, Balderas estuvo a punto de ser deportado. Se salvó solo después de que Harvard intercediera en su beneficio. Pero desde entonces no ha querido hablar con los medios. Sigue aterrado por la amenaza de la expulsión.

El Senado de Estados Unidos, aún dominado por los demócratas, tendrá una ocasión única esta semana. Si aprueba el Dream Act habrá otorgado una vida digna a hombres como Quiñones y Balderas, ciudadanos extraordinarios que, para desgracia de su país de origen, optaron por ejercer sus dones en territorio estadounidense. Sería un primer paso pequeño pero fundamental para dignificar la compleja experiencia de los migrantes indocumentados. Por otro lado, negarse a aprobar la medida sería no solo inmoral sino indigno de la historia de Estados Unidos. Un país construido sobre los hombros de gente extraordinaria como Quiñones y Balderas no merece mezquindades xenófobas. Es hora de demostrarlo.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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