Papá verdugo

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Todo el mundo conoce El verdugo, la paradójica sátira moral de Luis García Berlanga protagonizada por un ejecutor que se resiste a cumplir con su cometido. Pues bien, esta película tiene un reverso real: el documental Queridísimos verdugos, rodado clandestinamente en 1972 por Basilio Martín Patino. Se trata de una cinta en la que los tres verdugos que todavía administraban la pena capital en España mediante el procedimiento autóctono del garrote vil explican su trabajo a la cámara. Testimonio de un tiempo espantoso, permaneció en secreto hasta su estreno en España en 1977. Después quedó recluida en el olvido hasta su edición en DVD en 2003.

Hablé con Martín Patino a finales de febrero en Pamplona, adonde acudió invitado por el festival de cine documental Punto de Vista. No charlamos sobre el bien y el mal, es decir, sobre el monstruoso acto de arrebatarle burocráticamente la vida a una persona, porque no era el caso: los verdugos que protagonizaron su documental carecían de toda capacidad para la reflexión ética. Procedían de las capas bajas de la sociedad y no ostentaban grandes privilegios por hacerse cargo de una tarea repudiada. Sus perfiles encajaban a la perfección en aquella España desarrapada: seres anodinos que ejecutaban sentencias de muerte en concordia con la pobreza de espíritu del régimen. “De los tres, dos eran analfabetos –me dijo Martín Patino–. Veían la vida con una simplicidad que casi producía ternura. Eran dos bestias sin escrúpulos, sí, pero tenían cierto encanto porque te hablaban de sus cosas con naturalidad. Uno de ellos me contó que estaba con su perrín, así lo decía él, cuando le avisaron para ejecutar a Jarabo”. Quien presentaba un perfil diferente era el tercero, Bernardo Sánchez Bascuñana, un tipo elegíaco, de aspecto grave, que en la película recita versos y baila flamenco ataviado con una siniestra capa. “Bernardo dio más problemas. Se las daba de culto cuando toda su cultura se reducía a su antigua profesión de guardia civil”. Probablemente sin quererlo, este hombre asumió en la película un papel preponderante, reivindicando la clemencia del espectador cuando se justifica por ejercer ese trabajo, y paseando su torva figura por el barrio de Sacromonte de Granada en una suerte de advertencia disuasoria. “Bernardo decía unas cosas muy solemnes: esta vida es un valle de lágrimas y esas cosas, y recitaba poesías clásicas que se atribuía como suyas. Eso escondía esa visión que tenía de que sí, de que la vida resulta dura para todos, pero el que la hace la tiene que pagar”. Uno de los momentos más lúcidos de la película ocurre cuando el decano de los verdugos (así le gustaba llamarse) saluda a unos jóvenes en la calle y la voz en off dice: “Don Bernardo sabe que cualquiera puede ser su cliente”.

Los tres verdugos sufrieron distintas suertes con la llegada de la democracia. “Vicente, el delgado, entró en la cárcel de Alicante por pederasta. Ya había estado preso antes; de hecho, lo sacaban de prisión para las ejecuciones. Al segundo, el viejo, le reubicaron de portero en un edificio en Madrid”. Bernardo Sánchez falleció durante el montaje del documental, lo que le negó la posibilidad de ver su rostro en la gran pantalla. “Estaba ya enfermo de cirrosis cuando le rodamos”. El estreno de la película en 1977 fue saludado con el favor de la crítica. Ya en el nuevo siglo, al director salmantino empezó a rendírsele tributo por su obra, y la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España le concedió la Medalla de Oro. Había llegado la hora de que este país viera la película: Queridísimos verdugos se proyectó en la televisión pública en 2005.

¿Fin de la historia? Pues no. A pesar del tiempo transcurrido y de que Martín Patino se había olvidado de los verdugos, el tema no estaba cancelado. En 2003, el director recibió la llamada de Inés, una mujer que le solicitaba desde Granada una copia de la película. Se trataba de la hija de Bernardo Sánchez, que durante buena parte de su vida había ignorado el oficio de su padre y, después de conocer el crucial dato, llevaba varios años intentando conseguir la película. “Ella tenía un recuerdo muy cariñoso de él, que desapareció cuando ella tenía cuatro años. Al morir también su madre, fue adoptada por sus tías, quienes habían mantenido el secreto”. Inés debió de experimentar una gran convulsión interna por tener que asumir el pasado de su progenitor. Aunque siempre sospechó que algo terrible causaba la aprensión que su figura generaba en sus tías, la verdad superaba toda cautela: en su primer trabajo, Bernardo había ajusticiado a un primo de su madre.

El visionado de la película hizo que Inés se reencontrara con un progenitor del que únicamente guardaba un vago recuerdo de niñez, pero también para conocer, de su propia boca y a través de la mirada de Martín Patino, a tan peculiar personaje. Una catarsis que a cualquiera le habría dispensado muchas semanas de intimidad con el psicólogo. Con el propósito de cerrar el círculo, Martín Patino accedió a rodarle a Inés una entrevista para expurgar el fantasma que la había hecho acreedora de una genealogía homicida. El estreno del cortometraje A la sombra de la Alhambra, el montaje de dicha entrevista, se realizó en Pamplona. Ahí Inés se confiesa a la cámara del mismo modo que un día hizo su padre. Carente de pecados que purgar, intenta aclarar su posición en este asunto, sosteniendo en una mano el afecto sanguíneo y, en la otra, la moral contemporánea que censura todo crimen institucional. Curiosamente, sale indemne del desafío. “Tuve suerte y encontré a una mujer muy razonable, muy sana, con una gran necesidad de contar cosas”, agrega Patino. El corto epiloga un relato fascinante. En su doble condición de grabación cinematográfica y de testimonio histórico, propicia un diálogo imposible entre dos generaciones separadas por la pared de la historia. Por decirlo brevemente: a un lado del muro queda una época atroz. Al otro, una mujer que trata de construirse una ética utilizando como materiales la indagación personal y las ruinas del pasado. ~

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