Ilustración: León Braojos

“Me dicen que fue un sueño”

Detrás de esa imagen de bon vivant y hermano menor de Borges se encuentra un escritor de primer nivel que exploró los límites entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y las apariencias. Dos lectores atentos de Bioy discuten su relevancia y originalidad.
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Bioy Casares registra en su diario: “¿Para qué Bioy, si está Borges, the real thing?” Un exabrupto de esa naturaleza resulta significativo para entender una de las relaciones más fructíferas y complejas de la literatura, pero también para indagar por qué seguimos pensando en Bioy como un escritor menor. Si bien publicó novelas y relatos de impecable factura, también es verdad que la crítica, en muchas ocasiones, no ha sabido leerlo con la suficiente distancia de Borges. Con motivo de los cien años del autor de El sueño de los héroes, Rodrigo Fresán y Patricio Pron buscan responder a la pregunta: ¿Para qué Bioy?

Rodrigo Fresán– Para empezar por el principio, yo “descubro” a Bioy a eso de los once años, agotadas todas esas antologías mamotréticas y sobrenaturales que sacaba Bruguera. A mí me encantaban los cuentos de terror y de pronto me encuentro, en edición de Alianza Libro de Bolsillo, con algo que se titula Historias fantásticas de un tal Adolfo Bioy Casares. Aquí lo tengo. Uno de esos contados libros que han resistido mudanzas y décadas. Es decir, leo a Bioy antes que a Borges y a Cortázar. Y lo leo –como casi enseguida leería a Borges y a Cortázar, también en Alianza, siempre seducido por esas portadas de Daniel Gil– como a un autor “de género”. (Entre paréntesis: cabe consignar que la argentina probablemente sea la única literatura cuyos autores canónicos se han apoyado todos en el género fantástico.) Y me deslumbra, primero, la originalidad clásica o el clasicismo original de sus tramas. Relatos como “En memoria de Paulina” (el único cuento de fantasmas que se molesta y preocupa en explicar la posibilidad terrena y viva de un espectro), “El gran Serafín” (con una entonces inédita y bucólica aproximación a la idea del fin del mundo que luego se hizo tantas veces, como en Melancolía, de Lars von Trier), “Los afanes” (donde Bioy descuella en eso tan suyo que es llevar lo tecnológico a los terrenos no del laboratorio sino del zaguán) y “Los milagros no se recuperan” (mi favorito, con ese fantasma discreto). Los cuentos de Bioy eran como versiones cercanas de los mejores capítulos jamás filmados de La dimensión desconocida, pensé entonces. Después, enseguida, leo La invención de Morel y comprendo que Bioy va a ser un escritor que me acompañará toda la vida. Y la leo con un fascinante añadido: la leo por primera vez en Caracas, adonde mi familia y yo escapamos luego de recibir una cordial sugerencia de esa gente que solía conducir automóviles Ford modelo Falcon y de color verde. Y a lo que iba: en La invención de Morel, en sus últimas páginas, en un final que para mí está en el top five en lo que hace a potencia epifánica de un adiós, el protagonista –de cuyo pasado no sabemos casi nada– recuerda con emoción el himno nacional venezolano. Algo que, supongo, a un lector argentino en Argentina le produciría una extrañeza exótica ante lo desconocido. Para mí, que cantaba ese himno casi a diario en el colegio, fue como un guiño cómplice de alguien a quien aún no conocía personalmente pero al que ya sentía próximo y cómplice.

Patricio Pron-Yo no recuerdo cuándo lo leí por primera vez, pero es posible que antes de hacerlo haya sabido de su existencia como nota a pie de página de la obra de Borges, como escritor vivo a punto de dejar de estarlo y, por consiguiente, como sujeto de homenajes y de celebraciones. Ambas actividades me parecen las menos literarias que hay, así que es posible que mi primera impresión acerca de Bioy no haya sido positiva. Más tarde, por supuesto, lo leí, y la impresión cambió por completo, aunque, al igual que muchos, yo pensé o creí que Bioy escribía las novelas que Borges no podía o no deseaba escribir; es decir, novelas en las que el planteamiento primaba por sobre la emoción y la narración de una trama medianamente perfecta estaba por encima de la descripción. Esa impresión, pienso, todavía persiste en algunos y es una de las razones por las que Bioy recibe una atención inferior a la que merece, ya que sus libros solo pueden decepcionar si uno quiere encontrar en ellos las novelas borgianas que alguien nos ha prometido. Las novelas de Bioy me parecen, en ese sentido, mucho más afines a las de Roberto Arlt (con sus conspiraciones, sociedades secretas, saberes “bajos” y periféricos, a menudo en la periferia física, real, de la ciudad de Buenos Aires) que a los cuentos de Borges, donde el misterio se ve reforzado (o anulado, en los relatos menos conseguidos) por un gesto “orientalista” que vuelve todo exótico, incluyendo Argentina. Bioy, por el contrario, parece haber hecho siempre un esfuerzo por reprimir todo deseo de exotismo, como si su amabilidad con el lector lo obligase a no procurarle experiencias que no le resultaran naturales y propias. Pienso que en Bioy “amabilidad” es la palabra clave, con todo lo que tiene de generosidad pero también de condescendencia, y me pregunto si no crees que esa amabilidad es un obstáculo para leerlo hoy en día, en particular tras el triunfo de estéticas más confrontativas que ponen en entredicho lo que el lector sabe y el modo en que vive en lugar de reforzarlo.

Rodrigo Fresán-Amable, sí. Es una buena manera de identificar y de clasificar a Bioy. Amable en el sentido más pleno y poderoso del término. A propósito de lo que comentas del Eje Borges/Bioy voy a decir algo que ya me trajo uno que otro problema. Es decir, voy a repetirlo y lo repito cada vez más seguro de mí mismo: a mí Bioy no solo me gusta más que Borges. Me parece mejor que Borges. Y, anticipando las pedradas y espumarajos en diversas bocas, me apresuraré a ampliar: Bioy se me hace un autor más completo que Borges porque me parece más feliz. Hay una felicidad en Bioy (“Cuando soy muy feliz escribo novelas”, declaró Bioy) que también está en Cortázar y que no existe en Borges. Borges, en su perfección borgiana, siempre fue para mí como un circuito cerrado que no admite a nada ni a nadie y que acaba cayendo en la autoparodia. Bioy, en cambio, me parece más amplio, mucho más gracioso (lleno de gracia hasta en los formidables nombres y apellidos que escoge para sus personajes: ¡Nicolasito Almanza! ¡Tuquito!) y hasta experimental. Bioy no solo escribe la que para mí es la novela argentina más formalmente perfecta dentro de un paisaje donde el cuento es el género rey y las grandes novelas nacionales tienden a lo atómico: El sueño de los héroes (que, entre otras cosas, desde un punto de vista genérico, cuenta la historia de una novela que no puede recordar el cuento de una sola noche en su núcleo). Bioy, también, es responsable de otras cosas que lo convierten en una especie de vanguardista camuflado de dandi: yo tiendo a creer que sin Bioy no hubiera existido Bustos Domecq. Ni Tlön. Borges jamás habría escrito un Bioy como el Borges de Bioy (journal totémico que, contrario a lo que piensan muchos, no es una puñalada traicionera sino un acto de amor; y ahí está, para el que lo dude, ese tramo final y conmovedor en el que Bioy se entera de la muerte de su camarada de camino a comprar el diario y recién comprende la certeza de “un mundo sin Borges” enfrentado a la primera plana). Hay una felicidad en Bioy que en Borges no existe (y que posiblemente sea consecuencia no solo de una posición acomodada sino de las muchas posiciones ensayadas por el escritor a lo largo y ancho de ese eufemismo à deux repetido por él y en el que solo se precisa, imprecisamente, un “dormí una siesta”). Y finalmente está el Bioy más allá de Borges que es el Bioy de obras maestras como Diario de la guerra del cerdo o de Dormir al sol, o de divertimentos gloriosos como La aventura de un fotógrafo en La Plata, Un campeón desparejo y ese delirio final que es De un mundo a otro en el que el astronauta protagonista llega a un planeta distante habitado por unos extraños pajarracos gigantes, se sienta en un bar y pide un sándwich de miga. Ahí, Bioy ya es más aireano que Aira. Lo que, supongo, para muchos cartógrafos letrados de nuestro país supone una complicación irresoluble o una complicación intratable del sistema. Y, por lo tanto, como sucede de un tiempo a esta parte, se opte por (des)ubicar a Bioy como nota a los pies de Borges, se lo acuse de burgués dilapilador de la fortuna familiar y de bon vivant perezoso y de sátiro de etiqueta, y todos los infelices se quedan de lo más tranquilos y aliviados, ¿no? Así, ahora, mientras Borges es incuestionable y Cortázar es más o menos complejamente discutido y cuestionado, Bioy es simplemente ninguneado. Esto último, seguro, cambiará cuando broten los inoportunos oportunistas y redescubridores del centenario.

Patricio Pron-Voy a dejar de lado tu propuesta de una reevaluación de la obra de Borges (que a mí también me parece necesaria, aunque por razones distintas) para pensar en Bioy como un predecesor de Aira. La afirmación es valiente, y probarla parece una tarea a la altura de la ambición de cualquier estudiante de doctorado, así que aquí queda registrada para su beneficio. Por mi parte pienso que, si hay algo de Bioy en Aira, esto es en virtud de los excesos de Bioy, que a menudo se comporta como un anfitrión que vaciase la nevera (o la heladera, por el caso) sobre nosotros: nos explica cómo se llaman sus personajes, de qué trabajan, qué ideas tienen sobre el mundo, cómo se justifican ante sí mismos. Este exceso perjudica a Bioy, pienso, al tiempo que no perjudica a Aira porque Aira es un autor paródico; Bioy, en cambio, siempre parece estar hablando “en serio” (aunque Dormir al sol también es una parodia en algún sentido). No quiero decir con esto que carezca de humor (de hecho, hay pasajes de humorismo absolutamente extraordinarios en su obra), pero su humorismo nunca propone la “repetición con distancia crítica” que es la parodia. Una vez más, en nombre de la amabilidad con el lector y de la felicidad (que es magnífico que la obra literaria provoque, y que la obra de Bioy provoca, aunque tal vez no sea el mejor estado para escribir), Bioy no pone en cuestión los valores de sus personajes: la misoginia, el culto a una heroicidad inconsistente y ciertas ideas en relación a la “hombría” que hacen que su obra parezca envejecida. Al mismo tiempo, hay algo muy moderno en la forma en que Bioy concibe la alteración de la realidad, a la que siempre justifica racionalmente en sus textos (en esto, pienso, se anticipó varias décadas a autores que después se aproximarían a lo fantástico de la misma forma que Bioy, por ejemplo en el cine estadounidense); pero mi impresión es que Bioy está, de algún modo, entre dos épocas, un poco a la manera de sus personajes. Pienso en los de El sueño de los héroes: viven en la periferia de Buenos Aires, acaban de llegar a la ciudad y comprenden que la moralidad campesina no les sirve para la experiencia urbana, pero tampoco han adquirido todavía la moralidad urbana, por lo que están a medio camino entre un mundo que se retrasa en nacer y otro que no acaba de morir. Me parece que Bioy, cuya existencia como escritor fue, además, particularmente larga (de 1929 a 1999), siempre estuvo fuera de lugar, quizás de forma deliberada: sus relaciones amorosas parecen haber sido difíciles (o, por lo menos, decepcionantes), la proximidad con Borges no le hizo posible abandonar un territorio perfectamente delimitado por los intereses y las lecturas de su amigo (nuevamente, la amabilidad de Bioy) y la adhesión a su clase social de origen le impidió tener ciertas experiencias vitales que podrían haber contribuido a la producción de su obra. Algunos de sus mejores textos tienen como trasfondo, por ejemplo, el carnaval, una práctica que parece haber caído en desuso en Argentina a finales de la década de 1960. ¿Cómo continuar siendo relevante como escritor sin caer del lado de lo remanente o de la nostalgia cuando las prácticas que se narran pertenecen al pasado? Bioy parece un buen ejemplo de lo que sucede cuando escribes para adherirte a una serie de valores en vez de para transformarlos: cuando murió los valores de sus personajes se remontaban a un siglo atrás y solo podían provocar en los lectores una curiosidad, digamos, antropológica. Quizás eso suceda todavía con muchos de sus libros. ¿El futuro de Bioy no es algo del pasado?

Rodrigo Fresán-Es interesante esto que apuntas acerca de Bioy como fuera de su tiempo y de su espacio y hasta, de algún modo, de su clase social donde es, para muchos, una especie de escritor de fin de semana pero, fundamentalmente, un bueno para nada y, para usar una expresión muy bioyana, “un tiro al aire”. En ese sentido, Bioy me parece que –como tanto escritor argentino– es un consumado y consumido extranjero. Siempre está en todas partes y en ninguna. Siempre en el más quietísimo de los movimientos. Y en la frontera entre una era y otra. Eso se ve en novelas como Plan de evasión pero también en sus diarios de viajes y en relatos como “La trama celeste” o “Planes para una fuga al Carmelo”. Y hay un momento de “Los milagros no se recuperan” que me parece definitivo y definidor: “El mundo era extraordinario, pero yo lo miraba sin ganas. No imagines que estaba demasiado triste; indiferente, nomás. El turista se saca a pasear; para eso hay que tener, siquiera, ilusiones […] Varias veces por día había que adelantar o atrasar las agujas del reloj; por esos cambios de hora, y por el cansancio, llegué a sentir la irrealidad de todo, del tiempo, del tiempo y de mí mismo.” Y esa íntima y privada lejanía también se aprecia en las constantes mutaciones de los hombres y de su hombría. Como en “La sierva ajena” y “Bajo el agua”, donde un hombre se “salmoniza” en busca de la juventud eterna; y, sí, el paso del tiempo y el tropiezo de la vejez es otro tema fuerte en Bioy. En este sentido –y otra diferencia con Aira– lo de Bioy pasa por una constante melancolía. Y en Bioy –a diferencia de en Aira y buena parte de los escritores argentinos– la figura de la mujer es primordial. Lo que no quiere decir que Bioy sea precisamente un escritor feminista –o machista– pero sí que no tiene casi ninguna página donde las mujeres no sean decisivas o fatales. Y que, si bien no escribía para las mujeres, sí contaba con ellas y para ellas. A la hora de ir a entrevistarlo, había un secreto/truco para que todo saliera bien: si ibas solo te encontrabas con un Bioy apagado y monosilábico y que solo quería que lo dejaras solo; pero si ibas acompañado de una chica atractiva… ah… todo era fuegos artificiales e ingenio y gracia. Ahí, entonces, Bioy era muy feliz. De ahí también que su alegría y sus placeres sean de un signo diferente incluso cuando se lo lee y se los lee. En este sentido, a mí me parece muy reveladora de sus “motivaciones” esa “Autocronología” suya. Allí, Bioy recuerda –a la altura de 1918, cuatro años de edad– que “en una rifa gano un perro que se llama Gabriel. Al otro día no está en casa. Me dicen que fue un sueño”. En posteriores entrevistas, Bioy señala a su madre como la orquestadora de esta, su primera e involuntaria aproximación a los territorios de lo fantástico. Desde entonces, la idea de la ausencia como su gran tema, ¿no? Toda La invención de Morel aparece organizada alrededor de esta idea. A un hombre –al héroe– le es obsequiada la sombra puntual de una mujer invocada por la prepotencia de una máquina histérica y decididamente hembra. Allí, el protagonista es testigo de algo que no entiende del todo y lo que queda de su vida lo sacrifica a la comprensión de este misterio. La mujer es sueño, el hombre es soñador. En la misma “Autocronología” –ahora es 1921– Bioy apunta: “Me explican: por las grietas que en cualquier momento se abren en la corteza del mundo, un diablo puede tomarnos de un pie y arrastrarnos al infierno. Lo sobrenatural como algo aterrador y triste.” Para 1924 todo parece haber sido solucionado: “Las coristas, semidesnudas, me deslumbran. Sin dificultades pienso en las mujeres y olvido la superstición y los temores.” Pero, también, las mujeres inspiran nuevas formas del espanto. En una entrevista que le hice en 1994, Bioy recordó sin ira pero con escalofrío: “Me acuerdo de que una vez era tan terrible mi angustia que el portero de casa […] Un hombre muy simpático que me inició en el amor por las mujeres. Me acuerdo que una vez yo estaba mirando juguetes y me dijo ‘ya sos un hombre, ya no te interesan los juguetes, ahora te interesan las mujeres’. Y yo, como un robot, me dirigí hacia las mujeres. Bueno, ese portero me llevaba a la sección vermut de los teatros de revistas […] Un día sentí un terror indescriptible cuando ese portero, para hacerme reír, se me apareció vestido de mujer con un sombrero enorme. Fue terrible. Yo pegaba gritos de horror […] Cuando llegó el amor yo descarté muchas cosas porque me la pasaba preocupadísimo y muy triste. Tardé en comprender la enseñanza de esos amores hasta que un día comprendí que me convenía tener más de una mujer, engañarlas para que ellas supieran que su situación no era tan segura y se esforzaran por ganarme para ellas. Tenía doce o trece años. Mis intenciones eran un tanto precoces pero las intenciones, no así los actos, siempre son precoces.” Esta última afirmación me parece magnífica y puede ser trasladada a campos que trascienden a lo estrictamente sentimental o a lo simplemente amatorio.

Patricio Pron-Totalmente de acuerdo, Rodrigo: la frase es extraordinaria. También la anécdota del perro “soñado” que (coincidirás conmigo) es el tipo de situación que te convierte en escritor o en asesino en serie y a veces en las dos cosas. Bioy parece un escritor de antinomias: sueño/vigilia, realidad/apariencias, lenguaje “alto”/habla cotidiana (la alternancia de lenguajes “alto” y “bajo” en obras como El sueño de los héroes, donde el narrador es un esteta pero los personajes no lo son, hace que leer a Bioy sea, de a ratos, una experiencia bastante poco agradable, ya que la alternancia es “verdadera” pero no “verosímil”) y toda su obra parece estar destinada a explorar los límites entre esos términos y cruzarlos regularmente. Pero vuelvo a lo que dices acerca de las intenciones para preguntarte sobre las polémicas en torno al Borges y cuáles pudieron ser las de Bioy al escribirlo. Mi hipótesis (pero que conste que no tengo ninguna forma de demostrarla) es que se trató de una obra en colaboración, escrita deliberadamente a dos o a cuatro manos para que la posteridad supiera quiénes fueron Borges y (especialmente) Bioy; una obra pensada para ir más allá de la “amabilidad” y de las apariencias.

Rodrigo Fresán-A mí, ahí, en Borges, los dos me recuerdan mucho a esos dos viejos colgados del palco del teatro en El show de los muppets. Y me parece que ese es un rol y una postura que no asume uno solo por más que sea uno solo quien toma notas. Por otra parte, me cuesta pensar y creer en que Georgie “Come en casa” Borges no estuviera al tanto de todo. Es como si Sherlock Holmes no hubiera sabido que Watson estaba redactando sus casos, ¿no? En lo personal, pocas veces me reí más con un libro entre las manos que, además, es muy útil para saber en qué andaban esos dos en el día de tu nacimiento. De una cosa estoy convencido, insisto: no es una traición sino una muestra de fidelidad acaso patológica; pero fidelidad al fin y al cabo.

Patricio Pron- Rodrigo, quisiera aprovechar la última parte de esta conversación para hacerte una pregunta que no recuerdo haberte hecho nunca. Conociste a Bioy, lo viste a menudo a solas y en compañía de otras personas y lo entrevistaste en una ocasión u otra. ¿Cómo era Bioy en privado? ¿Cómo veía su obra al final de su vida? ¿Con remordimiento, con orgullo, con indiferencia?

Rodrigo Fresán-Era un gran anfitrión. Sobre todo, como dije, si llegabas bien acompañado. Y era un gran conversador. No solo sobre literatura. Ahora que lo pienso y lo recuerdo, no hablaba mucho de lo suyo. Eso sí, parecía saberlo todo sobre los demás y lo de los demás; pero lo manifestaba con elegancia. En lo personal, y para mí fue un gran elogio, fue el único entre mis lectores que se dio cuenta de que él mismo era el narrador del primer relato de La velocidad de las cosas. Una vez fui a entrevistarlo junto con Fito Páez y la conversación tuvo tramos antológicos, como cuando Bioy se demoró en preguntarse y responderse acerca de si los fantasmas se cepillaban los dientes. Lo visité más seguido en sus últimos tiempos y me acuerdo mucho de una vez en la que, temblando, me dijo que le daba mucho miedo morirse porque “es algo que nunca estuvo en mis planes”. Lo vi por última vez –fui a visitarlo luego al hospital donde falleció, pero no admitían visitas– poco antes de morirse. Tuve la previsión de ir acompañado de Ana, con quien me casaría a la brevedad en México (y quien no dudó en comentarme que si Bioy tuviera unos pocos años menos se fugaba adonde fuera con él y sin pensarlo demasiado), y el hombre estaba exultante y hasta jugueteó con la idea de viajar a Guadalajara y ser nuestro padrino de boda. Pero no pudo ser, está claro. Bioy –y Stanley Kubrick– murieron durante mi luna de miel. Dos de mis ídolos máximos. Mal signo, pensé. Pero aquí estamos todavía, con Ana, juntos, toco madera. Meses antes, durante mi última visita a su departamento de la calle Posadas, Bioy ya estaba en silla de ruedas. Y, en el momento de la despedida, insistió, como caballero que era, en acompañarnos hasta la puerta. Ana se ofreció a empujársela; pero yo le dije en voz baja que, como había una enfermera, tal vez no convenía entrometerse en el protocolo establecido para estas cosas. A lo que Bioy, que tenía un oído privilegiado, volteándose en la silla, lanzándome una mirada fulminante a mí y una sonrisa encandiladora a Ana, comentó: “Fresán, a esta altura de mi vida lo único que puede concederme su futura esposa es el empujarme la silla de ruedas. No me prive también de eso.” ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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