Los irremplazables

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Lo cuenta Bob Mehr en uno de los muchos/demasiados momentos tristemente desopilantes o alegremente desgarradores del recién aparecido Trouble boys: the true story of The Replacements (Da Capo). La banda de Paul Westerberg se encuentra grabando lo que sería su cansado y vencido y magistral autorréquiem, All shook down (1990); y en el estudio de al lado está Bob Dylan (alguna vez otro chico de Minnesota) haciendo lo suyo. Dylan los escucha, se acerca, y se presenta con un “Mi hijo los idolatra… Ustedes son r.e.m., ¿verdad?”

Luego se sabrá que hubo algo de malicia por parte de Dylan (quien sabía perfectamente quiénes eran esos). Y que The Replacements se vengarán de su héroe registrando un “Like a rolling pin” a todo volumen sin saber que Dylan está ahí, a sus espaldas, y les dirá: “Tranquilos. No pasa nada. Está muy bien. Suena a Hendrix.”

Pero más allá de equívocos y bromas, hay algo de apropiado en la anécdota: a lo largo de los ochenta, r.e.m. fueron una especie de The Beatles que hacían todo bien mientras que The Replacements (a los que algunos proponían como contracara Rolling Stones) fueron más bien unos geniales The Kinks a los que todo les salía mal. En realidad, The Replacements solo se parecían a sí mismos porque difícilmente alguien querría ser como ellos. También es cierto que r.e.m. es ya parte de la historia pasada mientras que The Replacements son cada vez más queridos por fans e hijos de fans que juran por sus canciones y por su leyenda.

Cuarteto de Minneapolis en activo entre 1978 y 1990 con siete álbumes y algún ep, compuesto por un comando de entonces auténticos delincuentes juveniles y músicos más que autodidactas: un conserje (Paul Westerberg), un adicto disfuncional (el fallecido e imprevisible guitarrista genio-savant Bob Stinson), un chico duro de trece años (su hermano, el saltarín bajista Tommy Stinson) y Chris Mars (el más civilizado de todos salvo cuando decidía transformarse en el siniestro y apocalíptico Payaso Pappy). The Replacements –The “Mats” para los iniciados, saliendo de la versión beoda/fonética del asunto en alguna entrevista radial: “Nos llamamos The Placemats”– anunciaban sus intenciones ya desde su nombre, que empezó siendo aún más ruinoso: The Impediments. Apelativo que cayó en desgracia luego de que se les prohibiese volver a actuar en la zona tras presentarse para su debut en el sótano de una iglesia, en una reunión de Alcohólicos Anónimos, completa y total y absolutamente borrachos.

Hermosos perdedores y triunfales derrotados y botes contra la corriente, The Replacements –como Francis Scott Fitzgerald, nacido cerca de ellos y compañero espiritual en el peligroso arte de vaciar botellas de alcohol de alta graduación– hicieron peor todo lo que podía hacerse mal. Sí, The Replacements como arma de autodestrucción masiva. También –como el autor de El gran Gatsby– The Replacements han sabido disfrutar de un segundo acto póstumo y demasiado tardío. Antes, destruyeron autobuses de gira y habitaciones de hotel, insultaron a ejecutivos de discográficas, sabotearon sus actuaciones en Saturday Night Live y sus videos para la mtv, torturaron a compañeros de gira como Tom Petty (quien los admiraba pero acabó harto de ellos), arruinaron (o hicieron legendarios) conciertos con un repertorio de covers delirantes que incluían a “Hello, Dolly!” ante el éxtasis de una audiencia que aplaudía demasiado sus caídas libres, vendieron mucho menos de lo que les correspondía y ocuparon sin que existiese rival o pretendiente con ánimo derrocador el trono de “mejor peor banda de rock” o de “peor mejor banda de rock”. También inventaron el punk melodioso/melancólico y el garage de-luxe y el lo-fi de autor con la etiqueta de power trash (inspirando a inteligentes como Ryan Adams y a Wilco y a Elliott Smith sin por eso dejar de ser fans confesos y orgullosos de Yes, Rod Stewart, Roger Miller y Kiss); anticiparon el grunge de Nirvana (quienes empezaron soñando un “queremos ser más grandes que The Replacements”, Nevermind sale del título de un track del Pleased to meet me de The Replacements y, sí, Kurt Cobain y Westerberg una vez compartieron ascensor pero no se dirigieron la palabra); enamoraron a las tribus de los colleges norteamericanos (y a Winona Ryder, quien se convirtió en valedora/paladín de la banda); fueron portada de The Village Voice (edición menos vendida de ese año) y de Musician y de Rolling Stone; firmaron himnos angst-generacionales o torch songs para moscas de bar como “I will dare”, “Unsatisfied”, “Here comes a regular”, “Can’t hardly wait”, “Achin’ to be”, “Bastards of young”, “Left of the dial”, “Within your reach”, “Answering machine”, “Skyway” y ese sentido valentine a un hermano de mala sangre con gran mala estrella “Alex Chilton”; y se dieron el capricho de bautizar su obra maestra como… Let it be. Y para cuando quisieron ser exitosos y hacer buena letra, ya era demasiado tarde: porque solo se los quería como outsiders fuera de la ley.

Hasta ahora existía una tan apasionada como poco objetiva biografía oral/coral (The Replacements. All over but the shouting: an oral history de Jim Walsh), una memoir de adolescente fascinado de Colin “The Decemberists” Meloy para la colección 33 1/3 acerca de discos legendarios (sobre Let it be), una “historia fotográfica” que los muestra en todo su esplendor etílico-destroyer y recupera looks que van del no look al tocar en pañales o con vestidos de mujer o con las cejas afeitadas/pintadas (The Replacements: waxed-up hair and painted shoes recopilado por Dennis Pernu), un dvd on the road de Paul Westerberg donde se recuerda sin ira pero con amargura (Come feel me tremble dirigido por Rick Fuller y Otto Zithromax –alias de Westerberg– con el aporte de filmaciones cedidas por el público), y una película documental (Color me obsessed: a film about The Replacements de Gorman Bechard) donde ellos no aparecen ni se oye su música y lo único que se ve y escucha son los testimonios de colegas, exjefes y exempleados y exnovias y exesposas, periodistas, compañeros de batallas, músicos y adoradores que insisten una y otra vez en que la banda cambió sus vidas y los ayudó a no suicidarse (o que en más de una ocasión quisieron matarlos). Muchos de ellos, allí, lloran lágrimas emocionadas al recordarlos y los ubican, en los altares de sus adolescencias disfuncionales, a la altura de J. D. Salinger y de sus propias familias.

Mehr desata nudos y ata cabos y –con simpatía pero sin sucumbir a la seducción de estos monstruos, admitiendo la fe pero cuestionando la religión, celebrando la fiesta pero también advirtiendo de la posterior resaca– por fin cuenta y canta la saga en una de las mejores y más divertidas y angustiantes rock-biografías de los últimos tiempos. Y lo hace –con la colaboración de sobrevivientes– iluminando con luz de interrogatorio a fondo las oscuridades del escurridizo y misántropo Paul Westerberg: acaso uno de los personajes más apasionantes a la hora de diseccionar ese animal que es el gran songwriter americano (su posterior tránsito como solista ha resultado ser tan incierto y espasmódico y brillante como el de The Replacements) a la vez que una malísima excelente persona. Alguien capaz de cantar que odia la música “porque tiene demasiadas notas” en su primer disco para –demasiadas frustraciones y cambios de timón y cambios de personal después– despedir y despedirse de su banda, sin aviso, en un concierto en el Grant Park de Chicago, el 4 de julio de 1991, solicitando que “alguien se haga cargo del volante”.

Tanto después –varias recopilaciones más tarde, nunca greatest hits y siempre best of, una de ellas con algo que se parece mucho al Titanic en su portada– el año pasado, los sobrevivientes de The Replacements se reunieron para gira internacional (que llegó a traerlos a festivales veraniegos de España) que les permitió disfrutar de su mito certificable y su legado certificado e hizo pensar en una resurrección por fin exitosa. Pero la alegría y el chiste duraron poco, retornaron los viejos problemas y se volvieron a separar. En cualquier caso, nadie explica a The Replacements mejor que Westerberg cuando, en las últimas páginas de Trouble boys, resume y destila con estilo: “Fuimos pioneros y los pioneros nunca se llevan el premio. Pero alguien tiene que empezar para que otros sigan y lo ganen… Estuvimos cinco años adelantados a nuestro tiempo, estuvimos diez años atrasados a nuestros tiempos.”

Semanas atrás, Paul Westerberg y Juliana Hatfield sacaron un muy bonito cd, como corresponde, elogiado por la crítica y con escasas ventas, bajo otro nombre que lo dice todo: The I Don’t Cares. Allí, en el resignado final, en “Hands together”, Westerberg admite que “Los sueños que alguna vez tuve ahora están demasiado aburridos como para volver.” La primera canción se titula “Back” y allí Westerberg canta: “He vuelto, si me recibes. / Si me recibes tal como soy.”

Por supuesto que sí.

Pero, siempre, manéjeselo con cuidado.

Y, niños, no intenten hacerlo en vuestros hogares y, mucho menos, en vuestras futuras carreras y traba- jos más o menos armoniosas o desafinados. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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