Los ingobernables

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Víctor Mendiola, ganador de dos bienales de fotoperiodismo, y Fabrizio Mejía Madrid, autor del libro de crónicas Pequeños actos de desobediencia civil, conjugan sus respectivos talentos para documentar a las  tribus urbanas ingobernables, aquellas que habitan en las fronteras de la ciudad y emergen de vez en cuando para transmitirnos un mensaje estridente y mudo al mismo tiempo: existimos.-

Son miles y vienen hacia ti. No sonríen ni cantan como los miles que venían hacia Elena Poniatowska en el verano de 1968. No son un síntoma del futuro sino su anomalía. Llegan desde las fronteras de la ciudad armados con máscaras para detergente, cadenas, antorchas.

Vienen con los tatuajes infectados, los pelos pintados con Comex, atesorando las camisetas fascistas que algún pariente indocumentado les regaló en Navidad —también sirven las del Che—, con cortes baratos del Metro Insurgentes, con inhalantes robados del material de trabajo del vecino, con las narices tapadas por una coca tan adulterada que te hace llorar. Son ellos, los que se empeñan en la procacidad, los que hacen tumultos de violencia sin motivos explícitos ni autores intelectuales salvo la llamada "provocación", los que creen que su sola presencia hace estallar la estabilidad.

La ciudad los espera anunciándolos como sus bárbaros y ellos, sin imaginación alguna, asumen su papel; con orgullo se cuelgan todos los estereotipos del Mal: esvásticas, hoces y martillos, crucifijos, Che Guevaras, pasamontañas, cráneos, serpientes, caníbales, enseñar el culo, mostrar el dedo medio, jalarse la boca. En tumulto, niegan todos los consensos (igualdad entre hombres y mujeres, tolerancia, negociación, reconciliación) sin saber que los niegan. Excretados por la sociedad del consenso, su lugar en las ciudades es el de sobrar.
     Fallan quienes tratan de explicarlos sólo a partir de los niveles de marginación, ese territorio donde "nadien" es el plural de nadie y "cercas" una distancia definida por las rejas de la propiedad privada.

Los ingobernables (que en Bogotá se llaman, desde hace dos generaciones, "los desechables") no sólo han sido excluidos sino que se autoexcluyen, no sólo son sacrificables, sino que se autosacrifican, no sólo son combatidos, sino que su principal objeto de odio son ellos mismos. Su existencia es funcional al Sistema: si sobro, me mato; si me quieren dejar sin educación, no entro más a clases; si nunca podré salir de mi ciudad perdida, entraré por la fuerza a la cárcel.

Pasiones sin objetos: toda violencia que no logra articularse en un discurso que la justifique es un problema sin solución. ¿Cómo desmovilizar lo que no tiene móvil explícito? ¿Cómo castigar a lo que se autoinflige daño? Los ingobernables saben que sobran y dedican sus vidas a desecharse. No se trata de una penitencia de rodillas a La Villa de Guadalupe, sino de la tediosa manía de producirse en los estereotipos de un Mal ya muy visto en las películas de horror serie B: el luto, la perforación, el "slam" como la teatralización de la guerra de todos contra todos y todas, el incendio para ver cómo se quema, el delito que prueba si los alcances de la impunidad llegan hasta mí, el culto satánico y la necrofilia con las gallinas que mi mamá tiene en el patio.

Los ingobernables no producen la violencia, sino que van a donde se genera. El tumulto que pasa igual por un concierto de ska que por una marcha del cgh es explicado en dos formas opuestas: es resultado de una sociedad "demasiado permisiva", poco escrupulosa en la "aplicación de la ley", o es aquel que encarna el vivo rencor de que el estado de las cosas siempre nos parezca inamovible. Al verlos venir son sólo el listado de nuestros rezagos eternamente aplazados y son, también, la generación del error de diciembre.

Podrían ser, además, un tipo de estallido anómalo en los linderos de la ciudad; un movimiento de violencia cínica —despreocupado de su poca justificación— "muy atrasado con respecto a su propia historia pero adelantado con respecto a la que se les quiere imponer" (Baudrillard). Y, en este caso, "adelantarse" sólo puede querer decir autocombatirse hasta el final.
     El país vive en los secuestros, además de la experiencia letal de la impunidad y el atisbo de la crueldad loca, una auténtica disputa por el poder: el secuestrador pretende demostrar que es más capaz que su víctima para obtener dinero rápido.

En el lapso que dura un cautiverio, el orden del poder aparentemente se invierte. En el caso de los ingobernables su existencia no termina por hacer cuajar este simulacro: "Tú no tienes derecho a hablar", le dice un ultra a una estudiante en asamblea, "porque mi mamá le lava la ropa a la tuya y mi papá le puso los ladrillos a tu casa". El vacío de sentido hace desistir cualquier intento de respuesta. ¿Por dónde empezar? No tiene caso. Sin saberlo, los ingobernables cumplen a plenitud su función para con una sociedad cuya cohesión ya no reside en la promesa del desarrollo sino en la amenaza perpetua de una catástrofe. –

 

 

 

 

 

 

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