Lo falso no falso

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Tres cosas han cambiado en relación con lo falso desde los felices años ochenta, cuando la falsedad era una pura prenda de artificio. En primer lugar, ha cambiado la referencia y la forma de verificarla que, a despecho de quienes declaman por la importancia de la verdad, parece estar ahora mucho más próxima al orden de lo mítico. En segundo lugar, nuestra experiencia es más amplia y, al mismo tiempo, menos tangible, de tal modo que la sugerencia del semiólogo Baudrillard –que toda realidad se desvanece detrás de su representación– aunque, como era habitual en él, un tanto exagerada, tiene fundamento. Cada vez nos resulta más difícil distinguir entre la realidad y la representación; como si de pronto el mundo se hubiese poblado de fantasmas. Y, por último, la extraordinaria revolución tecnológica en curso ha hecho que los principales agentes de lo falso –las imágenes– hayan cambiado de naturaleza, tanto como ha cambiado todo lo que se representa con ellas.

Hace dos o tres años, en un viaje a Nueva York, di con un librito de sugestivo título, escrito por el filósofo analítico Harry Frankfurt: On Bullshit. No tenía más de treinta páginas, en gran parte dedicadas a proponer las tediosas definiciones que gustan a los filósofos analíticos. Aclaremos que bullshit, (literalmente: bosta o boñiga o excremento de vacuno) significa en inglés coloquial algo así como “tomadura de pelo” o “pamplinas” o “camelo”: lo que en España se llama camama. En la Argentina –lugar fascinante donde casi todo es falso– tienen un nombre perfecto para bullshit: lo llaman sanata, discurso que parece serio o profundo o relevante pero que, en el fondo, no quiere decir nada. Perorata que no falta a la verdad porque, en rigor, no tiene intención de mentir o de engañar: simplemente no establece nada significativo o pertinente sobre aquello de lo que trata, aunque lo haga seriamente e incluso saque conclusiones.

Que un filósofo analítico dedique aunque sea unas líneas a la sanata y que esa breve atención se convierta en un inusitado éxito de ventas quería decir que, cuando menos, había cambiado el sesgo y la interpretación de lo falso (o de sus correlatos: la verdad y la mentira, la simulación y la ficción, el argumento y la prueba, etcétera). O también que, como advierte el mismo Frankfurt al comenzar su libro, los lectores eran conscientes de la inmensa cantidad de bullshit o de sanata que hay en la cultura, en la educación y en la ciencia contemporáneas.

No es nada nuevo. Lo inquietante no es que haya sanata sino por qué hay tanta. Aunque no conseguía revelar nada sustancioso acerca de esta cuestión (de donde cabe pensar que el propio libro practica lo que denuncia), entre farragosas prolijidades sobre la argumentación, Frankfurt descubría casi sin querer que se puede no decir la verdad sin por ello incurrir –intencionada o espontáneamente– en mentira o falsedad. No se ocupaba del discurso que es manifiestamente falso, por contenido o por intención, sino del discurso que no se muestra falso per se aunque, a la postre, resulte un fiasco o una estafa, es decir, sea pura bullshit.

Curiosamente, en España, el país de la lectura literal donde, como en la Ínsula Barataria de Sancho Panza, las gentes inexplicablemente se enorgullecen de llamar “al pan, pan; y al vino, vino”, se entendió que Frankfurt hacía una denuncia de la mentira y una defensa de la verdad. Como de costumbre: se tomó el rábano por las hojas. Nadie percibió que el concepto de bullshit contiene ese elemento nuevo de lo falso que hoy en día es corriente. Porque lo falso contemporáneo no es una mentira flagrante sino que denota lo que arrastra un contenido de verdad y, al mismo tiempo, escamotea la posibilidad de verificarlo, de tal modo que quien lo practica manifiesta una voluntad de decir la verdad o de llegar a conclusiones razonables, sólo que se sustrae a toda alternativa de someterse a verificación. Consigue así una eficacia oracular, como las parábolas de Jesucristo que, o te las crees o vas al infierno; o como el tarot, que explicita algo que quien interroga las cartas ya sabe. La sanata no se puede falsar, como diría Popper, y de este modo nunca se puede determinar si es verdadera o es falsa, lo cual la hace invulnerable a la crítica e inmune a la denuncia de la mentira.

El sanatero no miente aunque esté claro que hace trampas, (pero, ¿acaso hay alguien que no haga trampas?) y su amagada intención retórica no es muy distinta de la ironía socrática: recordemos que, hasta el día de hoy, todavía no se ha demostrado qué se proponía el primer filósofo, el fundador de la tradición. No está claro que tuviera vocación de decir la verdad aunque sí tenía la intención –muy sofística, por cierto– de producirla o de generar con ella un efecto, puesto que a Sócrates le importaba dejar que hablara la razón en la vía de la verdad, pero no necesariamente establecerla o desentrañarla contra toda prueba.

Tras fatigosas elucubraciones semi-lógicas (o semiológicas) Frankfurt concluye que toda bullshit o sanata instaura una semi-verdad (o una semi-falsedad) cuya consistencia argumentativa se funda en su coherencia expositiva. Tiene, pues, la forma de una verdad, aunque no revela contenido positivo alguno. Así pues, Frankfurt no tiene más remedio que reconocer que el sanatero no es un charlatán o un impostor, sino que el suyo es un discurso serio, ni verdadero ni falso, como un mito: lo mismo que la guerra de Troya o la muerte del Minotauro, que a nadie importa si son historias verdaderas o falsas o si han tenido lugar, puesto que en efecto han tenido lugar, pero sólo en el contexto de sus respectivos relatos. Por lo tanto, son falsas, pero en esa dimensión de lo falso en que se sitúan, dicen la verdad.

Preguntarse por qué hay tanta sanata, tanta semi-verdad, es lo mismo que preguntarse por qué tienen tanto éxito los trileros. El trilero es un sanatero cabal porque no adultera la verdad sino que instala a su víctima en una dimensión de lo real muy semejante a la posición que ocupa la bolita sobre su mesa: esa dimensión intermedia que nunca hemos abandonado del todo y que es característica de los mitos. En ella estamos entre la verdad y la falsedad y, por lo tanto, desentendidos de alternativas excluyentes (bueno/malo, real/imaginario, verdadero/falso, etcétera). Se diría que esta dimensión es producida por la naturaleza misma de la curiosidad humana, por la propia voluntad de saber. La verdad nace –o surge, o se desentraña– de y no contra lo falso.

Pero hay otro aspecto significativo de lo falso, relacionado con la bolita del trilero, que aparece y desaparece. La bolita del trilero es la realidad. En lo falso posmoderno no se contradice la experiencia de lo real como quien presenta algo exactamente opuesto, algo irreal, o formula una mentira explícita, sino que, como en la ilusión de los juegos de magia, se hace desaparecer lo real como desaparece y reaparece el conejo de la chistera del mago.

Consideremos este otro ejemplo de falso:

 

 

 

Delante de Fartier, en la Place Vendôme, se detiene una limusina negra y de ella baja un hombre muy elegante que entra a la joyería. Su director siente que se aproxima un buen negocio y le ofrece sus servicios. El cliente quiere comprar un pendiente para una señora. y el director le enseña sus piezas más bellas. El cliente las examina, reflexiona y se decide por una de las más caras. Firma un cheque y comenta que está en viaje de negocios por París y que se aloja en el Georges V. El director está encantado. Lo acompaña hasta la limusina y más tarde telefonea al Georges V para comprobarlo. Le dicen que sí.

Al día siguiente el cliente llama a la joyería para comentar que la destinataria del pendiente ha quedado absolutamente extasiada. Tanto, que le gustaría conseguir otro igual para hacer una pareja.

–Ay señor –dice el director–, lo siento, pero por desgracia es muy difícil encontrar una piedra y una montura tan bellas como las que se llevó.

–Haga usted lo posible. Quiero cumplir con esta dama y estoy dispuesto a pagar lo que sea, a condición de que sea idéntica.

–Muy bien, señor. Haré mis investigaciones, pero le advierto que quizá me lleve tiempo y no estoy seguro de lograrlo.

–No importa, mis negocios me obligan a retrasar mi salida de París, así que puedo esperar. Estaré en el Georges V; y recuerde que pagaré lo que sea.

–Entendido. Le telefoneo en cuanto tenga noticias.

Pasa una semana sin resultados. Pese a que Fartier tiene muy buenos contactos entre los mercaderes de diamantes de toda Europa, no parece posible conseguir una copia. El señor X telefonea insistentemente una vez, dos veces, se impacienta, se irrita. El cheque tenía fondos y todo indica que el cliente está bañado en oro. Fartier redobla entonces sus esfuerzos.

Al cabo de dos semanas llama un corresponsal de Amberes para avisar a Fartier que tiene delante de sus ojos una pieza idéntica a la vendida por él. El director llama entonces inmediatamente al Georges V, pide por el señor X y le informa de que ya tiene la pieza que buscaba pero que, desgraciadamente, el precio es el doble del pagado la primera vez.

–No tiene ninguna importancia, –responde el señor X entusiasmado–: ¡Cómprela inmediatamente!

–Muy bien señor, admite el director, impresionado por la suma (unos cincuenta millones de los antiguos francos) y por la seguridad de su cliente. Llama a su corresponsal y le da la orden de comprar la joya. Él se lo reembolsará, sin olvidar su comisión, por supuesto.

El corresponsal cumple con su cometido (faltaba más) pero cuando el joyero llama al Georges V para que el señor X venga a buscar la pieza que ha encargado, le contestan que el cliente ha desaparecido sin dejar rastro.

 

 

¿Qué ha sucedido aquí? Naturalmente, ha habido una estafa. Un vendedor codicioso ha resultado víctima de su propia codicia. Pero lo más significativo no es la lección de moral en los negocios que se puede extraer del ejemplo sino que la estafa muestra cómo hemos llegado a introducir un valor ficticio de las cosas y nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo poblado por este tipo de fantasmas, donde la dimensión del valor ya no se entiende con relación al uso o al intercambio. Se trata, sin duda, de un criterio de valor falso (¿cuánto vale el arete?, ¿dónde está el mercado que fija la oferta y la demanda en esta circunstancia donde tanto la oferta como la demanda son falsas?, ¿qué tiene de real lo que llamamos “mercado”?). Bien visto, en este ejemplo el bien, sea o no escaso, o excepcional, no tiene precio, de lo contrario la estafa no podría haberse producido; o bien tiene un precio que no se puede fijar en el intercambio, porque el intercambio no es tal. Los árabes en sus mercados entienden muy bien qué significa esto: el valor de una pieza no se establece por un guarismo de contraste estadístico sino por la pauta de la conversación de los que comercian con ella, la puja y el chalaneo, que siempre se manejan con valores virtuales. Que no tiene precio significa que todos los precios que pongamos a nuestros bienes son falsos, ninguno posee un patrón de consistencia comprobable (como el precio del barril de petróleo, por cierto). Pero, además, que el estatuto del valor –esto ya se dejaba ver en las transacciones bursátiles cuando empezó a hablarse de la compra-venta de “futuros”– es totalmente imaginario, es decir, no es real sino virtual, o sea, falso. El proceso de la transacción borra un aspecto real del bien para trasladarlo a una dimensión ficticia que, en definitiva, es la única que deja rastro en este supuesto intercambio.

Imaginemos ahora el mundo entero (la economía y la guerra –¿dónde están las “armas de destrucción masiva” de los iraquíes?, ¿cuál es la razón de fondo de la invasión de Iraq?–, el arte, el conocimiento, los símbolos, las instituciones –pienso en la diócesis de Boston, que estuvo durante décadas gestionada por varias generaciones de curas pedófilos organizados–, la historia y la memoria que se fabrica y se vuelve a fabricar del mismo modo en que Schwarzenegger podía viajar virtualmente con sólo que la agencia de viajes le instalase en su cerebro un chip programado para producirle ciertos recuerdos y experiencias, etcétera), un mundo entero refigurado en términos de una realidad que se ha escamoteado y que ya no cuenta para la toma de decisiones, entre otras razones porque, cualquiera que sea la decisión su efecto ya no será real sino, de nuevo, virtual; o sea, falso.

Este es nuestro mundo que –mira por dónde– vuelve a ser mítico justamente porque redescubre el valor de verdad no en la correspondencia con hechos sino en la mera consistencia interna del discurso que los desarrolla y los hace circular.

Consideremos un tercer ámbito donde se ve cómo ha cambiado nuestra idea de lo falso. Se suele decir que la nuestra es una cultura de las imágenes y que éstas son, como es sabido desde la experiencia de Narciso, lo falso por antonomasia. La imagen es el soporte de la ilusión, el agente de la apariencia y el engaño y plantea el problema más antiguo que afronta la filosofía. “En el mismo río, no nos bañamos dos veces”, afirma Heráclito. O sea, una cosa es lo real y otra su manifestación o su apariencia que, como nos llega desde los sentidos y los sentidos nos engañan, siempre es falsa y cabe desconfiar de ella.

Las imágenes han servido desde siempre para fijar o para traer a presencia un objeto lejano o ausente. Como tales, en una función básicamente sígnica, han sido utilizadas para representar el mundo que nos rodea y, sobre todo, para referirnos a aquello que nuestros sentidos no llegan a alcanzar: lo suprasensible, es decir, lo divino. Por eso todas las culturas se han servido de las imágenes como instrumento de la religión, ya sea como ídolos, como iconos o como representaciones. Como ídolos, aun cuando sean falsas –la estatua de un dios, para nosotros lo mismo que para los antiguos griegos idólatras, es un trozo de materia moldeada o tallada– nos proporcionan un doble del dios que, de este modo, puede hacernos compañía. Como iconos, nos enseñan la máscara del dios y nos remite a lo que está detrás de ellas, su sustancia o su realidad divinas; o, como máscaras de un individuo, nos revelan el alma recóndita de éste que es también su parte divina, su alma. Y por último, como representaciones artísticas las imágenes conservan la primitiva función religiosa transfigurada en la moderna idea de arte. Una imagen artística es más real que la realidad misma porque –así en una gran mayoría de las teorías del arte, desde el romanticismo hasta la vanguardia, incluso en la idea heideggeriana de arte–, más real significa más verdadera, es decir, lo que de la experiencia de las cosas no es falso. Una falsedad representativa nos permite llegar a una verdad que permanece oculta, salvo para el artista que, no por casualidad, ha sido entronizado por nuestra cultura moderna como una especie de semidiós.

Pues bien, la técnica contemporánea ha concebido un nuevo tipo de imagen que no es ya representativa (ídolo, icono o representación), no es la imagen bidimensional de un objeto ausente aunque, naturalmente, sirva para representarlo, sino que se parece más bien a un objeto nuevo, un Gólem, que según vaya progresando la capacidad de cálculo de las máquinas que las producen, habrá de tener vida propia; es decir, que podrá diseñar desde ella misma el medio o contexto en el que habrá de sobrevivir . Será capaz de interactuar con él para adquirir la especie de automatismos que llamamos vida. Ya no se trata de imágenes sino de simulacros; mejor dicho, de fantasmas resultado de un artificio –como el trazado del contorno de una sombra sobre un plano, la perspectiva renacentista para producir la ilusión del espacio, el barrido de un haz de electrones sobre una pantalla luminiscente o la proyección de una cadena de fotogramas sobre una pantalla para producir una imagen-movimiento, como en el cine– que saca partido de todos los trucos que nuestra tradición ha inventado para generar imágenes.

Lo que hace a estas imágenes diferentes es que son matriciales. Lo que vemos en ellas es el resultado de una operación, una matriz generada por un algoritmo dentro de una máquina que produce un objeto, el cual a partir de ese momento es real –o mejor dicho, virtual, sólo que “virtual” en este caso es una especie de neorrealidad. No puede decirse de ellas que sean falsas. No tenemos más remedio que aceptar que, por primera vez, las imágenes han dejado de ser ilusión para convertirse en verdaderas. En ellas no vemos lo que representan sino que vemos la imagen, como si de pronto delante de un espejo no viéramos lo que se refleja en él sino el espejo mismo, el límite que traspone Alicia en su ingreso al País de las Maravillas en el celebérrimo cuento de Lewis Carroll.

Tercera subversión de la diferencia entre lo verdadero y lo falso. Las imágenes matriciales no son falsas –como no son falsos don Quijote o el coronel Aureliano Buendía, aunque sean personajes de ficción; o el unicornio, que sólo se ha visto en los bestiarios medievales y en los cuentos; o Alejandro Magno, de quien sólo se tiene un retrato en un fragmento de un mosaico de una villa romana de Pompeya, montado sobre un carro, combatiendo en la batalla de Gaugamela. También estos personajes célebres son productos de una operación imaginaria, la lectura, que responde a sus propios algoritmos sólo que, a diferencia de los de las computadoras, no podemos reconstruirlos de forma finita y, por lo tanto, no podemos repetir tal cual lo que se configura con ellos, lo cual hace que cada lectura sea singular e inefable. Un algoritmo es una serie finita de operaciones de cálculo que genera una imagen que no es plano ni proyección sino cuerpo y que, de este modo, resulta tan real como la realidad misma. (Eso sí, yo no le aconsejo a nadie que se apoye en una pared virtual.)

Las imágenes virtuales, lo mismo que los valores bursátiles y las estafas de los trileros, los consejos psicológicos de los tarotistas y las sanatas de los consejeros de finanzas y los que ayudan a ser feliz reclaman que demos un nuevo sesgo a la diferencia entre verdadero y falso, que volvamos a creer en los mitos de nuestros ancestros. Como los antiguos griegos, o los niños, que creen en los Melchor, Gaspar y Baltasar y, al mismo tiempo, saben que los Reyes Magos son sus padres.

¿Hemos de sucumbir a la ilusión y entregar nuestras vidas a la mentira y la publicidad? Llega el momento del balance constructivo. Ocuparnos del estatuto de lo falso contemporáneo como falso no nos interesa para fundar un patrón equívoco, para hacer la defensa de la mentira o la ilusión o para reinstaurar un “Ni verdad, ni mentira, todo depende del cristal con que se mira”. Sea que sostengamos la vigencia de un real efectivo como fundamento de verdad de todo cuanto sucede en el mundo o que demos acogida a esta nueva condición que tiene tanto parecido con la muy humana creencia en los fantasmas, la cuestión de fondo que se debate frente a la experiencia siempre es la misma. Ya sea delante de una realidad real o delante de una realidad fantasmal, una realidad falsa, o virtual, o imaginaria, la cuestión es la misma: se trata de asegurar nuestra libertad de criterio y mantener reserva constante de la decisión sobre lo que nos está dado juzgar. Justamente aquí, cuando se supera la vieja alternativa que distingue entre lo verdadero y lo falso, es cuando somos más libres y, por fuerza, más responsables de nosotros mismos. ~

 

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(Buenos Aires, 1948) es filósofo, escritor y profesor de estética en la Universidad de Barcelona. Es autor de, entre otros títulos, 'Filosofía y/o literatura' (FCE, 2007).


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