Linchamientos en alta mar

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A los veinte añosBaudelaire tuvo la gran oportunidad de viajar a la India con dinero suficiente para vagabundear con holgura durante un año. Su padrastro, el comandante Aupick, le concedió ese privilegio cuando se graduó de bachiller en el colegio Louis-le-Grand, para apartarlo de los burdeles y las malas compañías. La aventura pudo haberle deparado fabulosos descubrimientos, pero nunca sabremos cómo habrían repercutido en su obra, porque el joven poeta, enemistado con los demás pasajeros del barco, burgueses anodinos a quienes nunca ocultó su desprecio, no quiso llegar hasta Calcuta, el destino final de la travesía, y en la isla Mauricio tomó un paquebote de regreso a Burdeos, incapaz de aguantar un día más la hostilidad que lo rodeaba. En una carta dirigida al comandante Aupick, el capitán del barco Pierre Saliz le informó que su hijastro, embebido en la lectura de Balzac, apenas salió de su camarote en un mes de navegación:

Su gusto exclusivo por la literatura lo excluía de todas las conversaciones ajenas a las letras y lo alejaba de aquellas que entablaban los marinos o los demás pasajeros. Sus tajantes ideas y opiniones sobre todos los vínculos sociales que nos hemos acostumbrado a respetar desde la infancia, lamentables en boca de un muchacho de veinte años y peligrosas para los demás jóvenes que llevábamos a bordo, constriñeron más aún su trato social. (Claude Pichois y Jean Ziegler, Charles Baudelaire, Fayard, p. 188)

Si Baudelaire se privó de una gran aventura por no soportar la convivencia forzada con un grupo de gente insulsa y mojigata, podemos inferir que ya entonces era un místico de la palabra, consagrado exclusivamente a los viajes solitarios de la imaginación, pero también y sobre todo, un sociópata en pie de guerra. Más tarde, cuando escribió sus magníficas estampas de París, comprendió que hasta la gente más odiosa puede ser un buen tema literario, pero entonces ya no tenía dinero para viajar. Todos los inadaptados que alguna vez hemos padecido las consecuencias de preferir la lectura al trato con gente desabrida y obtusa (calumnias, mala fama, pérdida de amigos, puertas cerradas, menores oportunidades de éxito o de lucro) comprendemos la incomodidad de Baudelaire entre esa jauría de iletrados. Bienvenidos sean los linchamientos, dirán algunos, con tal de no interrumpir nuestro diálogo silencioso con las mentes más brillantes de todas las épocas. Pero ese viaje frustrado demuestra que una proclividad tan fuerte a distanciarse del prójimo, o a no reconocerlo como tal, se paga tarde o temprano con la derrota del orgullo autosuficiente. ¿A quién perjudicaron más los desaires del poeta? ¿A los demás pasajeros o a sí mismo?

Un alma gemela de Baudelaire, el misántropo nihilista Louis-Ferdinand Céline, vivió una experiencia muy similar en un viaje a Camerún que narró años después, transfigurado por la ficción, en su gran novela autobiográfica Viaje al fin de la noche, donde un joven inconforme y rebelde, Bardamu, concita el odio de todos los pasajeros y tripulantes de un barco, a tal punto que algunos conspiran en secreto para matarlo. Pero Bardamu es un pícaro con sentido práctico, no un semidiós orgulloso. Al sentirse en peligro de muerte depone su actitud altanera, departe alegremente con los militares congregados en el bar, elogia sus hazañas bélicas, celebra sus pésimos chistes y en un par de borracheras se los echa a la bolsa. Desde un punto de vista pragmático, Bardamu hizo lo correcto. Pero el disimulo sistemático tiene un efecto envilecedor y, de hecho, su conducta acomodaticia prefigura la del propio Céline durante la ocupación nazi, cuando obtuvo un cargo público en un dispensario médico, gracias a sus óptimas relaciones con los altos mandos del ejército invasor. Sus sátiras sangrientas no volvieron a tener credibilidad después de esa genuflexión ante la arrogancia militar que había ridiculizado con saña.

Privarse de un viaje anhelado, o de cualquier experiencia formativa, es tan dañino como aplaudir la estupidez ajena para obtener ventajas de ella. Entre la claudicación hipócrita de Céline y el desdén aristocrático de Baudelaire hay una tercera vía para navegar en la procelosa vida social sin tener que recluirse en el camarote o congraciarse con los cretinos de la cubierta: cautivarlos con una mezcla de astucia y humor, la mejor estrategia para sembrarles inquietudes o inducirlos a dudar de sus dogmas. Por más zafios que hayan sido los pasajeros de ambos navíos, dos magos de la palabra como Baudelaire y Céline podrían haberlos encandilado fácilmente para sacarlos de su letargo. Un bufón que se aparta voluntariamente de la competencia por los honores mundanos puede combatir la ignorancia y los hábitos mentales anquilosados con más eficacia que un genio soberbio, sin recurrir a las falsas caravanas de Bardamu. Por supuesto, los bufones nunca ven a su interlocutor por encima del hombro: fingen verlo de abajo hacia arriba, porque les importa más el viaje a la India que la pretendida superioridad jerárquica del intelecto. A nadie le gusta perder importancia ante los demás, pero el ego sale más lastimado aún cuando la marginalidad asfixia a la inteligencia. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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