Limit(arte), la creación y la ética

¿Qué tan lejos puede irse en la búsqueda artística?
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En agosto de 2007, Guillermo Vargas Habacuc, un artista conceptual costarricense, capturó a un perro callejero y enfermo en las calles de Managua, para más tarde atarlo y exhibirlo sin agua ni comida como parte de una exposición en una galería local.

Según Habacuc, el perro, al cual llamaron Natividad (en memoria de Natividad Canda, un indigente nicaragüense que murió devorado por dos Rottweiler en San José, Costa Rica, mientras era grabado por los medios, sin que nadie interviniera decididamente para salvarlo) intentaba mostrar la hipocresía de la gente capaz de advertir y conmoverse por un perro abandonado cuando está en una galería y no cuando está en la calle.

El hecho dio origen a una campaña de repudio contra el artista que incluyó una solicitud a los organizadores de la Bienal Centroamericana de Honduras para pedir que se retirara la invitación que le habían hecho para participar en la edición de 2008.

Si el arte tiene la cualidad de disparar emociones en el público, entonces Habacuc había logrado establecer su punto al exhibir la hipocresía y pasividad de los espectadores, incapaces de defender activamente a un animal. La clave, explicaría él mismo es que “nadie llegó a liberar al perro ni le dio comida o llamó a la policía. Nadie hizo nada”.

Para la escritora Rosa Montero —según escribió para el diario El País—, el caso rozaba, sin embargo, una cuestión esencial: las fronteras de la civilidad del siglo XXI; si lo que discutimos es la libertad creativa, entonces ¿por qué no hacer arte de atormentar a un niño, por ejemplo?

En entrevista, la escritora y crítica de arte Avelina Lésper considera que si bien se trata de una forma de llamar la atención, apelando a la indignación, esta no es una forma de creación. “Asesinar a un perro dejándolo morir de hambre es antiético, pero no supone una transgresión artística porque copia una conducta ampliamente extendida sin aportar algo. Que el hecho sea cobarde y que el autollamado artista mienta al afirmar que cuestiona algo con su acción, es únicamente parte del vicio de todas las obras contemporáneas sin factura, de justificar lo que sea a través de un discurso y de darle un valor moral positivo hasta a un acto criminal”.

El arte contemporáneo —dice Lésper— se ha convertido en un ejercicio ególatra de tal obviedad que abruma su simpleza creadora. De ahí, la necesidad de explicar y sobreintelectualizar la obra para sobrevalorarla y para impedir que la percepción sea ejercida con naturalidad y, por supuesto, impedir que esa obra sea evaluada, cuestionada o rechazada. Por lo que hace a los espectadores, éstos siempre corren el riesgo de ser llamado ignorante, pues “para este arte todo público que no es sumiso a sus obras es imbécil, ignorante y nunca está a la altura de lo expuesto ni de sus artistas”.

Los márgenes del cuerpo

En 1999, a lo largo de siete semanas, el mexicano Héctor Falcón se sometió a un proceso para transformar su cuerpo; ejercicio en gimnasio, una dieta rica en proteína y consumo acelerado de esteroides, más o menos en la proporción en que lo haría un fisicoculturista en un periodo de por lo menos dos años. Su pretensión era mostrar la absoluta paradoja del concepto “mente sana en cuerpo sano” o lo grotesco de acercarse a las convenciones sociales sobre la belleza física.

Años después, sus proyectos incluyeron una transfusión sanguínea colectiva (él como receptor y tres personas más como donadoras) y una cirugía para quitarse el ombligo, como una forma de borrar el vínculo con su madre.

“Yo trabajo dentro de los límites de mi cuerpo, sin embargo, a otros les parece incluso monstruoso que yo tome decisiones que están fuera del menú de lo que todos tienen que hacer. Hay contextos en los que usar anabólicos no es algo que espante a la gente, por ejemplo, entre los fisicoculturistas profesionales. Pero cuando la misma acción cambia de contexto, se amplifica. Ahí se tiene la oportunidad como artista de poner el dedo en la llaga”, dice en entrevista.

Falcón acepta asumir riesgos importantes cuando esos riesgos enriquecen su propuesta, en la que el libre albedrío es central. Pero también admite que en su trabajo hay límites y estos están marcados por la posibilidad de dañar a otros “porque entonces el discurso no habla sobre la libertad de tomar decisiones sino que habla de la posibilidad que te da el dinero de contratar a otras personas para hacer algo que podría ser peligroso o denigrante”.

Sobre la mesa, la pregunta: qué tan lejos puede irse en la búsqueda artística.

Sergio Zurita es dramaturgo, director y crítico de teatro. Trae a cuenta una obra de Neil LaBute llamada The Shape of Things, una historia acerca de un muchacho con sobrepeso, mal vestido, que conoce en la universidad a una chica que estudia artes plásticas. Una de las primeras conversaciones que tienen es acerca del proyecto final de ella para graduarse. No sabemos mucho del proyecto, salvo que apenas lo está comenzando.

Poco después se hacen novios. Ella lo convence de cuidar su dieta, de hacer ejercicio, de vestirse mejor. También lo estimula a ser más aventurado sexualmente. Se filman teniendo sexo. Luego, ella hace que él se opere la nariz, que deje a sus amistades. En la escena climática, él le va a pedir matrimonio después de que ella presente, por fin, su proyecto de graduación.

"Mi proyecto", dice ella al principio de la escena, "es una escultura humana". “Lo siguiente ya lo adivinaste”, dice Zurita, “la escultura humana es él. Y sobre el escenario está su ropa de gordo y la de ahora. Los videos sexuales. La integridad de un ser humano arruinada en aras del ‘arte’.

“La obra de LaBute es arte. Lo que hace la protagonista es solo una chingadera en todos los sentidos de la palabra”.

Más allá de la pantalla y del escenario

Ernesto Diezmartínez, crítico de cine, está convencido de que el valor del arte moderno hoy es fijado en función de los criterios que un grupo limitado de actores de la cultura decide darle; “la posteridad queda en manos de coleccionistas, instituciones y críticos o curadores que deciden que tal o cual cosa es arte, y esto implica que a veces el valor es fijado por algún coleccionista que, por ejemplo, decide pagar una cantidad muy grande por una caja de zapatos vacía”.

En ese supuesto, explica el crítico, cae un performance realizado en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que consistía en la aparición, sin previo aviso, de a la actriz Tilda Swinton, durmiendo dentro de una vitrina de cristal, como una obra más.

Sin embargo, dice Diezmartínez, el artista no puede responder solo a la posteridad. Por el contrario, es válido el discutir en el ahora si las decisiones que toma el artista son adecuadas. “Se dice que la única responsabilidad del artista es para con su obra. Esa respuesta no me convence; tal vez no sea obligación del creador centrarse en la ética, pero no puede desprenderse de ella… Más aún, el crítico en tanto espectador, puede y debe cuestionar las decisiones éticas del artista para con su obra, lo cual va más allá de artistas que puede tener inclinaciones políticas detestables”.

Ernesto recuerda el trabajo de Leni Riefenstahl y su trabajo sobre la Alemania nazi: “son documentales extraordinarios, pero cómo no cuestionar la pertinencia ética de mostrar la grandeza de un régimen criminal”. En contraste, trae a cuenta el documental Shoah, de Claude Lanzmann, sobre el Holocausto. “Hay una parte en ese documental que cuando la vi hace muchos años me pareció intolerable y me lo sigue pareciendo en el sentido de que tuve que parar la película para aguantarme las náuseas por lo minuciosa que llegaba a ser la descripción”.

Lo peculiar de Shoah, detalla, es que es fue pieza construida únicamente con testimonios y ni una sola imagen de archivo de lo sucedido,“una decisión ética de su director”.

El arte nunca es tan obvio

Sergio Zurita no tiene dudas sobre la cuestión: “Por supuesto que hay límites. Hace unos veinte años, en una obra de la UNAM que apodaban ‘la séptima mamada’, mataban un pájaro en escena en cada función. Por supuesto que eso provoca horror. Pero un violador en la calle también, y eso tampoco lo hace un artista.

“No puedes hacer sufrir a un perro para hablar del dolor de otro. No solo es inmoral; es imbécil. Y, sobre todo, no es bello. Si bien, como dice Bob Dylan, ‘detrás de cada cosa bella hay algún tipo de dolor’, una cosa es mostrar el dolor —lo cual puede ser arte— y otra muy distinta es provocarlo directamente, sin ninguna otra finalidad. El arte nunca es tan obvio”.

—¿Hay una ética del arte? ¿Dónde está o cuál es el límite del artista en su búsqueda de transgredir o perturbar?

—Me preguntas si hay límites éticos en el arte. Por supuesto. Como en todo lo que hace el ser humano. La idea de creer que el artista está por encima de la sociedad es ridícula. El artista debe pagar impuestos y no cometer delitos. Y si cree que su reino no es de este mundo, que no use las calles ni el drenaje.

—¿Realmente es función del arte disparar emociones en el público?

—Sí, pero no es su fin último. Del mismo modo que el fin último de cualquier empresa no debe ser ganar dinero. El dinero es un medio, no un fin, y las emociones también. ¿La transgresión es inherente al arte? Sí, pero vivimos en una época en la que parecer es más importante que ser. Estos señores quieren parecer artistas transgresores. Serlo no les interesa en lo más mínimo.

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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