La fiebre blanca

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Jacek Hugo-Bader, La fiebre blanca, traducción del polaco y notas de Anna Styczyńska, Oaxaca de Juárez: Surplus Ediciones / La Mirada Salvaje, 2014.

 

Portada. La mujer que sostiene un cigarro y mira a la cámara tiene cincuenta años aunque aparenta diez más. Se llama Emma y calza unos Adidas que halló en la basura. Le dicen la Virgen María del Komsomol —perteneció a la juventud comunista— y hurga entre los basureros de Moscú en busca de comida y latas de cerveza. Toma alcohol de farmacia y “no se acuesta con cualquiera”, escribe el periodista polaco Jacek Hugo-Bader, “pero si el alma te aúlla de desesperación, entonces ella te acogerá, te abrazará y hasta te besará de lengua prolongadamente”. Como otros moradores de la calle, Emma esconde un pasado impensable. Fue una esquiadora reconocida en la Unión Soviética y, para conocer su biografía, el periodista no se le despegó durante veinticuatro horas: un día en la vida de teporochos, vagabundos, putas y perros. Gente a la que solamente los punks ven con simpatía y hasta les dan algunas monedas, en cambio la policía y la milicia los tratan a patadas y les roban lo poco que juntan.

Emma también fue miembro del Partido Comunista, lo que le dio algunos privilegios: vivienda, descuentos en el tren y vacaciones pagadas cada tres años. Su esposo murió contaminado por la radiación de Chernóbil. Un día Emma se hartó de su yerno, alcohólico insoportable, y se fue de la casa.

En marzo de 1957 el jefe de redacción de la sección científica del Komsomólskaya Pravda les ordenó a dos reporteros: “Hay que contar a nuestros lectores sobre el futuro. Describan cómo viviremos en la Unión Soviética dentro de cincuenta años, en el nonagésimo aniversario de la Gran Revolución Socialista de Octubre”. Eso sería en el 2007. En el Reportaje desde el siglo XXI se anticipaban cerebros electrónicos, centrales radiotelegráficas, la bibliotransmisión, cámaras eléctricas y pantallas de televisión con alta definición. En esto acertaron. En otras cosas la realidad decidió que el porvenir sería otro muy distinto al que se había profetizado.

En 2007 Jacek cumpliría cincuenta años y se festejaría con un viaje de Moscú a Vladivostok —en la costa del Pacífico, a 9,300 kilómetros de distancia— acompañado de aquel reportaje y del espíritu de Kowalski, el personaje de Vanishing Point (1971) que apuesta a que hará en quince horas los dos mil kilómetros que separan a Denver de San Francisco en un Dodge Challenger. La distancia que cubriría el polaco era casi cinco veces más larga y además llegaría en pleno invierno a Siberia. El invierno más frío y cruel del planeta. La fiebre blanca es la apabullante colección de reportajes que escribió para la Gazeta Wyborcza durante ese solitario trayecto a bordo de un viejo Lazik, la tosca versión soviética del Jeep todoterreno estadounidense, acondicionado para resistir un clima de cuarenta grados bajo cero.

Kapuściński escribe en Imperio (1993) sobre la fragmentación de la Unión Soviética en una constelación de naciones y las tensiones étnicas que surgieron tras la implosión; Hugo-Bader narra —prosa elocuente y sobria, escueta a veces— la barbarie, la riqueza y la miseria de la Rusia salvaje de la primera década del nuevo siglo —presidida por Putin, ex agente de la KGB— en la que proliferan punks anarquistas, inmigrantes de ochenta regiones autónomas y del extranjero, neonazis, bolcheviques, místicos, gitanos, una amplia gama de etnias y nacionalidades y encima una extendida mafia criminal que traspasa sus fronteras. Y miles de enfermos: de sida, de tuberculosis… En el Reportaje desde el siglo XXI se aseguraba que para entonces se habrían erradicado todas las enfermedades y “los médicos se aburrirían de tanta profiláctica, sanidad e higiene”, pero los hospitales no se dan abasto ante la muchedumbre de desahuciados.

Larysa, alcohólica, se enamora de Sergei, que tiene sida. Él la rescata del alcohol pero la mujer le pide que la contagie. “Ella quería estar enferma, como yo”.

Rusia empezó a morirse cuando se abrió el primer McDonalds hace diecisiete años, le confía Pit a Jacek. Pit estudió filosofía en la Universidad de Moscú y toca en un grupo underground que se llama Ted Kaczynski —el nombre del Unabomber—. Pauk tiene una banda skinhead llamada Korozya Metalu y canta sobre vampiros que clavan estacas en el pecho de los negros.

Más de 33 mil rusos murieron en accidentes de carretera en 2007 por haber bebido más vodka del que debieron. El asfalto termina en Chitá, en Siberia. Unos pocos poblados de evencos, kazajos, buriatos, mongoles y tuvanos se esparcen entre la infinitud de la taiga. Los bares son sucios y en vez de toilets hay letrinas malolientes. Uno debe cuidarse todo el tiempo de los ladrones, son tantos que hay “millones de policías privados, veladores, guardianes, rufianes, escoltas —nacidos, criados y formados específicamente para vigilar”. “Si preguntas a cinco hombres rusos por su ocupación seguro uno será conductor y dos trabajarán en seguridad”. Además están los milicianos, acaso la especie más odiada del país. La milicia de tránsito extorsiona a los conductores en calles y caminos por cualquier razón, son implacables y la cara más visible de la corrupción.

Lenin decía que la religión desaparecería, pero lo que se desvaneció fue el Estado que fundó, donde hoy viven tres Cristos: Vissarion, barbado y de ojos azules, es uno de ellos. Vissarion fundó una comunidad en medio de la taiga, cerca de Abakán, y está seguro de que los judíos controlan el mundo. En Rusia hay varias iglesias y más de ochenta sectas con unos 800 mil creyentes. Además están los curanderos y chamanes, como los que se encontró Jacek en su camino hacia Vladivostok. En Kyzyl, capital de la República de Tuvá, la chamana Anisya Otsur puede entrar a los hospitales a curar. Luce incontables colguijes y un penacho nativoamericano. Jacek la interroga por el atuendo: “Más bien ellos se parecen a nosotros. Hace 12 mil años partieron de Siberia, cruzaron el estrecho de Bering y poblaron ambas Américas”.

La fiebre blanca continúa el recorrido hacia el lejano este hilvanando decenas de historias de crudeza escalofriante, galerías de personajes que sobreviven —los que no han muerto ebrios, mutilados y congelados, desde luego— en el clima más inhóspito de la tierra y donde la vida, como dice la canción de José Alfredo, muchas veces no vale nada.

Uno de los científicos entrevistados en el Reportaje desde el siglo XXI es Vitali Ginzburg, premio Nobel en 2003 por su contribución a la teoría de los superconductores y los superfluidos. Jacek lo entrevistó en 2008 en Moscú, donde a los 93 años dirigía la revista Avances de la Física. “El principal problema será el control de las reacciones termonucleares, que a su vez resolverá el abasto de combustible para siempre”, dijo en 1957. “Entonces tuve razón”, dice el Nobel. “¿Y en qué se equivocó?”, pregunta el periodista polaco. “En ingresar al partido”. En los años cuarenta su novia fue confinada en un gulag. “Era un régimen criminal en un país terrible que gracias a Dios se desmoronó”.

Ginzburg murió en 2009. Emma vive con un amigo atrás de la estación de trenes Leningradzki. La anciana Madre Rusia se debate entre el pasado y un futuro… Vamos, ¿quién puede decir cómo será el futuro?

 

Desde este link pueden descargar el capítulo 13.

 

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(Torreón, 1956) es periodista, escritor, editor de la revista cultural Replicante y profesor del ITESO. Actualmente está enfrascado en la redacción de su primera novela.


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