Intelectuales y políticos

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Michael Ignatieff

Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política

Traducción de Francisco Beltrán

Madrid, Taurus, 2014, 254 pp.

En 2004, Michael Ignatieff llevaba treinta años fuera de su Canadá natal. Había dado clases sobre asuntos políticos en algunas prestigiosas universidades estadounidenses y británicas, había ejercido el periodismo de guerra y escrito libros sobre Isaiah Berlin, conflictos en la Europa del Este y el nuevo equilibrio político internacional. Era un intelectual respetado cuyas opiniones eran escuchadas por los líderes mundiales y leídas por los miles de lectores de The New York Review of Books, The New Republic o The New York Times Magazine. Y entonces, cuando se encontraba en lo más alto de su carrera, unos desconocidos le pidieron que renunciara a ella y presentara su candidatura a líder del Partido Liberal canadiense –fuera del poder después de muchos años en él y en decadencia– con vistas a ser el siguiente primer ministro de su país. Sabía mucho de política, pero ¿bastaría eso para ser un buen político? ¿Tenía la motivación suficiente? ¿No echaría de menos la plácida vida de intelectual académico? Después de pensarlo mucho y consultarlo largamente con su mujer, decidió intentarlo. Sí, se convertiría en político, intentaría liderar el partido por el que había sentido afinidad desde su adolescencia y con el que tenía vínculos familiares, y trataría de alcanzar el puesto de primer ministro. Sería difícil, pero pensaba que podía lograrlo porque sus ideas eran buenas, su honestidad, indudable, y quería servir a su país. Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política es la narración de todo lo que sucedió entre esa decisión y otra, la de abandonar la política, en 2011, después de una serie de errores y derrotas.

“Había dado clases sobre Maquiavelo –dice Ignatieff al narrar sus inicios en la política real–, pero no lo había entendido.” En las sucesivas campañas que debían hacerle diputado, más tarde líder del partido –logró ambas cosas– y primer ministro –no lo consiguió–, se topó con lo más feo de la política democrática, algo que tal vez pensó que conocía gracias a su estudio de las ideas políticas y la historia, pero que obviamente le cogió por sorpresa. Sus rivales sacaban de contexto frases de sus libros para hacer creer a los votantes que era partidario de la tortura o racista. El partido en el poder intentaba frenar su ascenso en las encuestas con efectistas acusaciones de ser un aventurero político y haber pasado la mayor parte de su vida adulta fuera del país que ahora quería gobernar. Los votantes a los que se acercaba en agotadoras giras por el país y llamadas puerta a puerta no entendían su lenguaje y le acusaban de formar parte de esa clase política incapaz de resolver sus problemas y solo preocupada por el mantenimiento de sus privilegios. Ciertamente, los jóvenes voluntarios que lo apoyaban en su campaña lo emocionaban y alentaban a seguir adelante, los votantes que creían en un proyecto nacional común independientemente de sus creencias religiosas o su adscripción étnica le hacían pensar que sus visiones de un país unido en la diversidad eran viables. Pero la experiencia de hacer política real –en elecciones o en la vida parlamentaria– lo dejaba extenuado y perplejo. La política, iba comprendiendo y lo cuenta admirablemente, es un juego sucio, muchas veces cruel. Por supuesto, la vida intelectual es también, con frecuencia, un coctel de ambiciones y rencores, pero, como explica Ignatieff, se trata de una niñería comparada con la política: “Si has ejercido toda la vida como escritor, periodista y profesor, nada te prepara para el uso del lenguaje una vez entras en la arena política, porque no se parece a ningún juego de palabras al que hayas jugado con anterioridad […] Cuando entras en política dejas atrás el mundo amable en el que la gente te concede un cierto margen de error, acaba tus frases por ti y acepta que en realidad no querías decir lo que has dicho, para entrar en un mundo de literalidad hasta extremos impensables en el que solo cuentan las palabras que han salido de tu boca. También dejas atrás el mundo en que los demás perdonan y olvidan, dejan de lado las ofensas y se reconcilian. Estás entrando en el mundo del eterno presente, en el que cada sílaba que hayas podido pronunciar, cada tweet, cada publicación en Facebook, artículo periodístico o fotografía embarazosa permanecen en el ciberespacio para siempre, listos para que tus enemigos los utilicen contra ti.”

El modo en que Ignatieff cuenta su paso por la política es una suma comprensible de entusiasmo y perplejidad, de autocrítica y resignación. La práctica de la política democrática, la búsqueda de votos y el intento de formar consensos, descubre, difieren enormemente de la manera en que los académicos y los intelectuales piensan en la política desde sus libros y artículos. No solo porque en muchos casos la política sea un asunto más físico –hay que salir bien en la televisión, se duerme poco, hay que estrechar muchas manos y dar discursos en los que uno no cree demasiado– que de ideas, sino también porque el medio en el que se mueven los políticos es el tiempo, no el rigor: “Un intelectual puede estar interesado en las ideas y las políticas en sí mismas, pero el interés de un político reside exclusivamente en si el tiempo para una determinada idea ha llegado o no.” Pero, además de eso, está la idea incontrovertible, que Ignatieff explica con una pesadumbre realista, de que el político no mantiene una relación con la verdad como aquella a la que aspira el filósofo: “Sé sincero si puedes –afirma en referencia a las preguntas de la prensa–, pero sobre todo piensa en términos estratégicos. Toda verdad es buena, dice el proverbio africano, pero no siempre es bueno que se diga toda la verdad. Intenta no mentir nunca, pero tampoco debes contestar a la pregunta que se te ha hecho, sino solo a la que quieres contestar.” ¿Cómo puede ser, se pregunta una y otra vez Ignatieff, que algo tan noble y absolutamente imprescindible para que la sociedad alcance bienes deseables como la política sea con tanta frecuencia indigno?

Las carreras políticas raramente acaban bien: la naturaleza de esa actividad hace que la sensación de fracaso e insatisfacción, de que los elementos se han conjurado contra los magníficos planes que uno tenía, sea lo más habitual en quienes han estado en política. Pero eso quizá sea aún más cierto en el caso de los intelectuales. Como explica muy bien Ignatieff, las cualidades necesarias para ser un buen intelectual no tienen nada que ver con aquellas que requiere un político si quiere triunfar. Y el brillante género de las memorias de intelectual/político –estas de Ignatieff, pero también las de Mario Vargas Llosa o Jorge Semprún– deja claro hasta qué punto quienes trabajan con ideas pueden sentirse impotentes a la hora de ponerlas en ejercicio. Pero quizá haya aún una noción más incómoda que esta: los intelectuales que se han curtido con la gran tradición literaria y filosófica de Occidente, que se han hecho una idea de la política con Maquiavelo o Berlin, han leído los grandes dramas políticos de Shakespeare, conocen la historia de la política gracias a los libros de Gibbon o de Tocqueville, son cuando entran en política, como muchos de ellos reconocen, unos ingenuos completamente faltos de preparación para lo que les espera y se sorprenden siempre ante la brutalidad del ejercicio del poder. ¿Significa eso que el conocimiento íntimo de la representación artística, filosófica o histórica de la política no sirve de casi nada cuando uno entra en la política real? Es muy posible, pero no es agradable pensarlo. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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