Hans Israëls y Richard Webster sobre Freud

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Hans Israëls, El caso Freud. Histeria y cocaína, traducción de Julio Grande, Turner y Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002, 304 pp.Richard Webster, Por qué Freud estaba equivocado. Pecado, ciencia y psicoanálisis, traducción de Alberto Calvo, Destino, Barcelona, 2002, 580 pp.

PSICOANALISIS
Intentos de incinerar a Freud

Los ataques y defensas, polémicas y logomaquias que viene suscitando el psicoanálisis en los últimos cien años prueban su vivacidad. Nadie se pelea por un fósil ni da tortazos a un fantasma. Tomás Segovia, el admirable poeta que empujó hacia el castellano las indigestas derivas del doctor Lacan, sostiene que el psicoanálisis está vivo porque es una religión, ya que nada vive sin algún elemento religioso. Entiendo la apelación a esta categoría tanto en el sentido institucional (nada sobrevive sin conformar una iglesia) como en el conceptual (nada vive sin intentar una recuperación del vínculo entre el hombre y lo sagrado, entre lo uno y lo absoluto y radical otro).
     De distinta manera, estos dos libros orillan el asunto propuesto por Segovia. Y si estoy citando a un poeta y no a un científico, es para señalar dónde corresponde situar la cuestión. Israëls no tiene pelos en la lengua: Freud fue un mentiroso, un defraudador y un chapucero. Ciertamente, los materiales manejados son escuetos. La mitad de sus páginas están dedicadas a los artículos de Freud sobre la cocaína —lo cual nada tiene que ver con el psicoanálisis— y la otra mitad a un caso de posible histeria, el llamado de Anna O., que se considera la primera intervención clínica del freudismo.
     Freud intentó muy episódicamente ensalzar las virtudes terapéuticas de la cocaína, sustancia que en su tiempo era muy poco conocida y se usaba como analgésico y como anestésico en cirugía ocular. Nuestro médico, interesado entonces por la neurología, ensayó utilizarla como antitóxico en un caso de morfinomanía, el de Fleisch von Marxow, quien dejó la morfina pero se hizo cocainómano.
     Israëls imputa a Freud haber dado cuenta mendazmente de este episodio y enseguida generaliza acerca de su conducta: cuando los hechos no encajaban en su teoría, echaba la culpa a los sujetos de experimentación y exculpaba a su teoría, considerando que sólo él era un fiable sujeto de prueba.
     El caso de Anna O., que en la vida civil se llamaba Berta Pappenheim, es dado como un éxito de la reciente disciplina, en rigor iniciada por Josef Breuer, de curación por medio de la recuperación de recuerdos traumáticos precoces que producen cuadros enfermizos. Israëls desmiente la especie: Anna O. no se curó y acabó en un manicomio. En verdad, fue internada porque se había dado a la morfina, no por haber recaído en la histeria. Por otra parte, cuando se ha intentado, en nuestros días, hacer un diagnóstico de sus males, se ha propuesto un abanico de soluciones más bien incoherente: ¿meningitis tuberculosa, lesión cerebral, sarcoma, encefalitis, epilepsia lobular, esclerosis múltiple? Cuando Berta se abalanzó sobre Breuer y le dijo que estaba por parir un hijo suyo, tras un embarazo imaginario, instaurando una violenta escena de amor transferencial, el cuadro histérico parece recobrar sus fueros.
     La escasez de materiales y ciertas durezas de concepto debilitan mucho la andanada de Israëls. Por ejemplo, que confunda sexualidad y genitalidad, lo cual muestra su gruesa lectura de Freud. Lo mismo cuando reprocha a éste que haya recibido de Charcot, Breuer y Chrobak unos conocimientos "que en rigor no poseían", lo cual es, precisamente, el saber de lo inconsciente. Cree que la histeria nada tiene que ver con la insatisfacción sexual, ya que abunda entre las prostitutas y escasea entre las monjas. ¿Acaso supone Israëls que una prostituta "debe estar" sexualmente satisfecha y no una monja? ¿Qué tal una relectura de Santa Teresa de Ávila? Quizá no ha prestado la debida atención al hecho de que Freud observó con perplejidad que las histéricas de Charcot se parecían a Sarah Bernhardt y viceversa, lo cual apunta a la existencia de una personalidad histérica, histriónica, capaz de simular cuadros mórbidos con tal de seducir al público (neurólogo incluido) y hacer un arte de su malestar. Mi balance de lectura es que Israëls ha intentado ponerse a la altura de Freud y no lo ha conseguido. Más bien lo contrario: ha logrado que se adviertan las diferencias de estatura.
     Mucho más sólido es el texto de Webster. Su diferencia con el freudismo es ancha, porque es la diferencia entre el empirismo anglosajón y la metafísica continental. Y a esa altura sí vale la pena chocar con el Gran Chocado. En efecto, Webster acusa al psicoanálisis de no ser una ciencia, si acaso una pseudociencia, argumento que en su día ya sostuvo Karl Popper. Tiene en cuenta a un Freud traducido al inglés, muy medicalizado y con injertos que no son de buena cepa, como el ego, la mente, la energía cerebral y la mecánica del cerebro, categorías nada freudianas. Le opone a Darwin como ejemplo de ciencia bien articulada y exento de brumas teológicas y misticismos arcaicos.
     Por mi cuenta, digo que considerar no científico al psicoanálisis no es demeritarlo. Ciertamente, Freud debió morirse con la convicción —muy deteriorada por él mismo, pero aún en pie— de haber fundado una ciencia en el sentido positivista de la palabra: normativa, cuantitativa, abstracta, de objetos formalizados, inductiva y casuística. Pero le salió otra cosa: un saber pragmático, similar al de los historiadores y los poetas. Y ¿quién, sobre todo en esta revista, podría impugnar el saber poético porque no es científico? Las verdades del psicoanálisis no pueden demostrarse ni falsarse, se elaboran a medida que se va construyendo ese análisis interminable al cual somete a un enfermo incurable, que se define por el malestar y no lo soporta: la humanidad.
     Webster mejora sus requisitorias: Freud era mesiánico y profético. En esto anda menos fino, porque su libro, cuidadoso de informaciones aunque descuidado de temas, nos deja el retrato de un Freud frecuentemente escéptico y a veces francamente pesimista, lo cual casa mal con la figura del mesías. Tampoco vale oponerle a Darwin, él sí profético como nadie e imbuido de ideas creacionistas y providencialistas, tomadas de las religiones monoteístas semíticas.

     Admito que Freud organizó su sociedad profesional sobre un modelo eclesiástico: cooptación, exclusión, castigo al heterodoxo. Estaba inventando una disciplina y caminaba sobre las ascuas de la incertidumbre, exagerando sus defensas. Entre sus discípulos abundaron los hijos réprobos, los noviazgos quebrados (Fliess, admitido el vínculo transferencial entre ambos, es decir un vínculo amoroso) y algunas expulsiones justificadas, como las de Jung y Adler. No faltaron los suicidios. Pero también corresponde admitir que Freud contribuyó a elaborar una crítica de las instituciones, incluida la suya, a partir de sus trabajos sociológicos, como Tótem y tabú y Psicología de masas y análisis del yo. Este aspecto del freudismo, esencial para quienes no somos psicoanalistas ni hemos sido jamás "carne de diván" (hay escasos argentinos en tal situación, entre ellos quien suscribe), se le escapa a Webster. Freud nos ha dejado unas claves para hacer la crítica de toda la cultura patriarcal o del primado fálico, como él la llama, abriendo el campo de la investigación sexual a la mujer y al niño pero, especialmente, desarmando el sostén de la institución paterna y, a partir de ella, de todas las instituciones edificadas conforme a tal modelo.
     El trabajo de Webster incide en la clínica freudiana, que es sólo una parte de su legado, aunque la más visible y tópica. Es natural que Freud se equivocara a menudo en sus tanteos terapéuticos, justamente porque eran tanteos. Hacía psicoanálisis, catarsis de la palabra, junto con imposición de manos, hidroterapia o choques eléctricos. Antes de él no hubo psicoanalistas. No existían controles ni tampoco análisis didácticos. La teoría estuvo para él siempre en cuestión, reformulada a cada momento, en estado de prórroga y asamblea. Reprocharle que la supuesta ciencia psicoanalítica no hubiese surgido de su cabeza como Minerva de la jupiterina es querer que Freud sea, justamente, lo que Webster parece no querer que sea: Júpiter.
     Aquí cabe, aunque de modo más que silvestre, una incursión freudiana en el libro de Webster. He tenido la repetida impresión, al leerlo, de que Webster estaba pidiendo a Freud que hiciera de padre. Mejor dicho: de papá, de ese padre que nos toca a todos de niños y al que adjudicamos la omnisciencia, el total poder y la inmortalidad. Cuando, en los umbrales de la adolescencia, empezamos a ver que las cosas no son lo que parecen, se lo reprochamos con dureza, hasta entender que ambos somos similarmente limitados, que hemos sido sometidos a la castración simbólica impuesta por la ley, si se prefiere la jerga del caso.
     Avanzando en el tiempo, podemos ser capaces de admirar a nuestro padre al entender sus necesarias limitaciones. Lo medimos a partir de ellas, no según la escala heroica de la infancia. Y si hay un escritor que haya dejado huellas innúmeras de sus pifias y hallazgos, de sus dudas y traumas contra la dura consistencia del mundo, ése es Freud. El libro examinado lo muestra en abundancia.
     A medida que avanza en su investigación, sin embargo, Webster va siendo sutilmente seducido por Freud y su empirismo positivista, intransigente al comienzo, se va matizando. Admite que toda ciencia necesita de la especulación y las hipótesis de trabajo, que ningún científico se encuentra de buenas a primera con los hechos en sí, puros y nítidos, porque no hay hecho sin teoría del hecho. En otras palabras: que los supuestos de una ciencia no pueden ser científicos, sino de otra índole. Más claro: estéticos o religiosos. Nadie puede demostrar científicamente los postulados de igualdad de los números naturales, punto de partida de las matemáticas. Son persuasivos por su evidencia verbal, como un poema.
     Lo anterior se ve con especial claridad cuando Webster enrostra a Freud, siempre preocupado por lo invisible, que no escuche la libre rememoración del analizado, sino que lo induzca a construir o descubrir su pasado. Ciertamente, el psicoanálisis no consiste en reproducir un pasado perdido en el olvido o la censura, sino en inventarlo, en encontrarse con él sin querer. El pasado no es un objeto consistente y estructurado, porque entre él y la actualidad media el lenguaje, que es donde aparece como relato. Esto es lo que Webster no ve porque evita reflexionar sobre el lenguaje y el psicoanálisis está constantemente meditando sobre él. El error del empirismo reside, justamente, en creer que hay hechos ajenos a la palabra y que la palabra no hace más que reconocer, veraz o equivocada.
     Las ciencias, con todo lo que han ido acumulando en la modernidad, manejan categorías que no han podido circunscribir conceptualmente: la vida y la conciencia, nada menos, que son préstamos de la filosofía. Webster mismo, lejos de considerar a Freud un impostor y al psicoanálisis una prescindible matufia, hacia el final de su libro se ve forzado a admitir que la ciencia también tantea, acierta y se equivoca, y que la astrología y la alquimia, la teoría del flogisto y la mecánica newtoniana fueron la ciencia de una época y han dejado de serlo. Ningún hombre de ciencia se ha negado a plantearse las "pueriles" preguntas del animal metafísico, que eran pecaminosas para Comte y los suyos: ¿Por qué existe todo lo que existe? ¿Por qué existe lo que existe en vez de no existir nada? ¿Qué sentido tiene lo que entendemos o creemos ser la realidad? Estas preguntas que, por carecer de respuestas científicas, vienen reiterándose desde hace milenios, explican ese costado de la condición humana que el psicoanálisis explora desde una perspectiva de lenguaje sexuado, constituyendo una antropología. Como en casi todo, Freud lo plantea en tanto crítica de la religión, como examen del pecado original, en este caso. El hombre es un animal que tiene un fallo de origen y lo sabe. Las religiones aportan explicaciones extrínsecas: el paraíso perdido, la ira de Dios, el delito hereditario. El psicoanálisis propone buscar dentro del hombre mismo, no para hacer una psicología de las profundidades o desenmascarar el alma y dejarla desnuda, sino para examinar el problema en la superficie del lenguaje. Lo primero que hallan Breuer y Freud en las histéricas es una gramática aparentemente anómala, pero productora de sentido.
     Webster es profesor de literatura y ello explica las vacilaciones de su impugnación. A veces reprocha a Freud ser organicista y otras todo lo contrario, o sea psicogénico. Sin duda, se habrá preguntado por qué el lenguaje humano es capaz de abusos que exceden cualquier funcionamiento mecánico y entonces aparece la literatura que enseña el profesor Webster. El lenguaje, sea que lo manejen los literatos o que empiece a dar saltos sobre las rendijas en el chiste, el habla cotidiana o el dialecto de los sueños, está siempre más allá del lenguaje. Freud lo sabía: se pasó la vida leyendo a los clásicos, aunque a veces se olvidara de citarlos debidamente, como a Artemidoro de Daldis, Goethe o Nietzsche. El suyo es "un legado grande y complejo", admite Webster. Ojalá siga explorándolo. No le faltarán sorpresas y asombros. ~

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(Buenos Aires, 1942) es escritor. En 2010 Páginas de Espuma publicó su ensayo Novela familiar: el universo privado del escritor.


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