Gramsci en Langley

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Patrick Iber

Neither peace nor freedom. The cultural Cold War in Latin America

Cambridge, Harvard University Press, 2015, 336 pp.

Al choque intelectual de la Guerra Fría se han dedicado muchos estudios en las dos últimas décadas. La caída del Muro de Berlín y el colapso del bloque soviético produjeron visiones de aquella confrontación que oscilaban entre el triunfalismo liberal de François Furet en El pasado de una ilusión (1995) y la “reactivación” de Lenin que ya podía leerse en El acoso de las fantasías (1997), uno de los primeros libros de Slavoj Žižek. Después de La cia y la guerra fría cultural (2001), de Frances Stonor Saunders, el último libro del historiador Patrick Iber es la más seria, documentada y flexible reconstrucción de la querella ideológica entre democracia y comunismo, especialmente en América Latina, durante la segunda mitad del siglo XX.

A diferencia de Saunders, que siguiendo la tradición de la izquierda comunista centró su análisis en el financiamiento de la cia a las publicaciones e instituciones liberales de Occidente, Iber se interesa además por la filantropía rival, agenciada por Moscú y que llegó a tener una presencia más sólida de lo que se cree en el Tercer Mundo y especialmente en América Latina. Pero la apuesta analítica de Iber, sustentada en una exhaustiva exploración de fuentes primarias, busca complementar la trama financiera de las redes intelectuales de la Guerra Fría con un mayor discernimiento de las ideas en juego, sobre todo, dentro de la izquierda no comunista latinoamericana, de raíz nacionalista revolucionaria o populista, que jugó un papel protagónico en aquellas disputas.

Como eje de la narración, Iber toma el antagonismo de dos instituciones, el Consejo Mundial de la Paz y el Congreso por la Libertad de la Cultura (clc). Ambas asociaciones surgieron a fines de los años cuarenta, cuando se quiebra la alianza antifascista: la primera, propiciada y financiada por la Unión Soviética y el campo socialista, y la segunda, por Estados Unidos, la cia y varios gobiernos europeos y latinoamericanos. Las raíces de ambos movimientos intelectuales se encuentran en las redes estalinistas y antiestalinistas de los años treinta, del Comintern, el trotskismo o la iv Internacional, y de la reformulación paralela de la socialdemocracia y la democracia cristiana en Europa y América. La tesis de Iber favorece la interpretación de que la disputa intelectual de la Guerra Fría fue escenificada por distintas ramas de la izquierda más que por una tensión binaria entre derecha liberal e izquierda comunista.

El peso del catolicismo, el conservadurismo o el anticomunismo más reaccionarios, en la órbita del clc, fue casi imperceptible. En América Latina, trotskistas como Victor Serge y Julián Gorkin, exiliados en México en la década de los cuarenta, académicos o letrados liberales como Daniel Cosío Villegas, Alfonso Reyes, Jorge Mañach, Jaime Benítez o Germán Arciniegas, o “socialistas democráticos” de los sesenta como Emir Rodríguez Monegal, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Jorge Edwards, ocuparon el centro de aquellas polémicas. Iber destaca la visibilidad que alcanzaron en la plataforma del clc algunos apristas eminentes como el peruano Luis Alberto Sánchez o, luego, una franja de la democracia cristiana identificada con las premisas del Concilio Vaticano ii.

En América Latina, las antinomias doctrinales de la Guerra Fría se veían mediadas por las tradiciones ideológicas y el mapa político de la región. Eso producía, en muchos casos, una contradicción entre las prioridades de la cia y los posicionamientos de la intelectualidad pública antitotalitaria. La reacción contra el golpe de Estado que derrocó el gobierno guatemalteco de Jacobo Árbenz, en 1954, fue un buen ejemplo. El golpe fue diseñado y organizado por la cia y, sin embargo, el clc y la alianza de nacionalistas revolucionarios, contra las dictaduras de Pérez Jiménez, Rojas Pinilla, Batista, Trujillo y Somoza, conocida como Legión del Caribe, se solidarizaron con Árbenz y se opusieron firmemente al régimen de Castillo Armas. La revista Humanismo, fundada en México por el aprista peruano Mario Puga y dirigida entonces por el marxista antiestalinista cubano Raúl Roa, que recibió apoyo del clc, condenó el golpe de la cia y la derecha militar en Guatemala.

Lo mismo podría decirse de la experiencia de Mundo Nuevo, la revista fundada por Emir Rodríguez Monegal en París, en 1966, y que se convirtió en el órgano principal del boom de la nueva novela latinoamericana. La publicación fue financiada por el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales, un desprendimiento del clc, y por la Fundación Ford. Pero su línea editorial se inscribió, en buena medida, en el horizonte de la Nueva Izquierda: denunció las guerras de Vietnam, Laos y Camboya, se solidarizó con los movimientos de descolonización de Asia, África y América Latina, y se opuso a la política hostil de Estados Unidos hacia la Revolución cubana. Libre, una revista sucesora de Mundo Nuevo, también fundada en París, en la que colaboraron los mayores narradores del boom, respaldó el gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende en Chile y rechazó el golpe de Estado de Augusto Pinochet, aunque a la par denunció el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla y la represión de intelectuales disidentes en Cuba.

En el momento de mayor calentamiento de la Guerra Fría, en los años sesenta, estos desencuentros entre los dineros y las ideas de las filantropías enemigas llegaron a extremos paradójicos. Pablo Neruda, figura central del comunismo intelectual en América Latina, artífice del estalinista Congreso Cultural Continental de Santiago de Chile en 1953, combatido por trotskistas y liberales, participó en una sonada reunión del Pen Club de Nueva York, en 1966, junto a Emir Rodríguez Monegal y Carlos Fuentes, en la que este último llamó a enterrar la Guerra Fría en la literatura. La colérica reacción del gobierno de Fidel Castro contra Neruda puso en evidencia que la Guerra Fría, en América Latina, había entrado en una fase de radicalización ideológica en la que no solo la socialdemocracia sino el propio comunismo prosoviético podían ser acusados de “cómplices” del imperialismo yanqui.

Esa fase, sin embargo, fue lo suficientemente breve como para que en 1971 la ideología del Estado cubano reafirmara su alineamiento con la urss y englobara dentro del intolerable y reprimible “revisionismo de izquierda” las ideas de mayo del 68, el maoísmo, el estructuralismo, el marxismo social británico, la Escuela de Fráncfort e, incluso, el guevarismo. No es extraño que en esos mismos años, en que se sella el acoplamiento de Cuba al socialismo real, Ramón Mercader, el asesino de León Trotski, recibiera asilo en La Habana y que las instituciones y leyes del régimen cubano adoptaran algunos principios centrales de la constitución soviética de 1936, redactada por Stalin. También en La Habana de los años setenta se llegó a escuchar la acusación, descrita por Iber en su libro, del trotskismo como “operación intelectual” de la cia.

Iber relata estos episodios con precisión y soltura, eludiendo la mentalidad maniquea que todavía rige las visiones de aquel conflicto en la izquierda autoritaria latinoamericana. En un reflejo bastante nítido del dilema Sartre-Camus en Francia, muchos escritores latinoamericanos, entre las décadas de los cincuenta y ochenta del pasado siglo, comenzaron defendiendo un modelo de intelectual comprometido, leal a las instituciones del comunismo internacional, y terminaron cuestionando el legado estalinista, criticando los socialismos burocráticos de la Unión Soviética y Europa del Este y defendiendo el tránsito a la democracia en la región. Al final, aquel desplazamiento parecía suscribir la herencia no siempre reconocida de Antonio Gramsci, que había pensado el “intelectual orgánico” como un sujeto inmerso en una sociedad civil y una esfera pública concretas y no como el mero ventrílocuo de un partido o un gobierno.

Patrick Iber propone el concepto de “gramscianismo irónico” para reinterpretar las lealtades políticas del intelectual latinoamericano en la Guerra Fría. Entiendo la sugerencia como la admisión de que en ambos lados –si es que se puede hablar, únicamente, de dos lados– se verificó una mezcla de “coerción” y “consenso” o de intereses y valores. Pero también como un exhorto a repensar la acción política de los intelectuales, abandonando las rígidas nociones de compromiso y neutralidad, realismo y esteticismo, que con frecuencia nublan el debate. La imagen de la Guerra Fría cultural como una alternativa entre la “paz” de Moscú y la “libertad” de Washington es un mito. Lo que fue y sigue siendo una realidad es la función de las ideas democráticas en la ampliación de los derechos ciudadanos bajo regímenes cerrados o abiertos. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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