El tiempo es nuestra ignorancia

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Carlo Rovelli

La realidad no es lo que parece. La estructura elemental de las cosas

Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona

Barcelona, Tusquets, 2015, 272 pp.

“En la física moderna sigue existiendo un elemento poético”, afirma el físico teórico y premio Nobel Steven Weinberg (1933) en su reciente libro Explicar el mundo (Taurus). Ese principio es la belleza, solo que un físico no considera la belleza de una teoría prueba de verdad. Un científico pone a prueba la belleza en la verificación, luego no es poesía. No solo traigo a colación este libro por esa observación, sino porque se trata de una obra de historia de la ciencia (hasta Newton) muy rigurosa y algo provocativa, no exenta de complejidad y de fuerza. Por su parte, otro físico teórico, Carlo Rovelli (Verona, 1956), experto en gravedad cuántica, ha publicado un libro de divulgación notable: La realidad no es lo que parece. La cualidad mayor de esta obra radica en que es el producto de una gran capacidad didáctica, cuyo corolario es la claridad. Es una introducción a la historia de la ciencia que podemos entender todos los legos, con especial atención al mundo cuántico, de ahí el título.

Rovelli afirma que “la ciencia es una exploración continua de formas de pensamiento”, y en este sentido creo que no se diferencia de la filosofía, que no deja de formular y volver sobre lo mismo, cambiando las respuestas, y, a veces, de manera más drástica, cambiando las preguntas. Como un eco de Weinberg (por cierto, un físico que es también un enamorado de la poesía inglesa), Rovelli aclara que “lo que importa en la música es la música misma, y lo que importa en la ciencia es la comprensión del mundo que la ciencia puede ofrecer”. No nos dice qué papel tiene la filosofía en la ciencia, pero creo que podemos suponer que también coincide con Weinberg: sospecho que le profesa una baja estima. En su historia de la física, Rovelli exalta a Demócrito, una figura realmente lúcida, a la que Aristóteles alude con respeto y que Platón no citó pero tampoco ignoró. Comparten esto: sus obras combaten el atomismo. El viejo Demócrito pensó que el universo es un espacio vacío en el que flotan miríadas de átomos. “Solo hay átomos y vacío”, afirmó, remachando: “El resto es opinión.” Fue el poeta Lucrecio, siguiendo a Epicuro, que a su vez fue un seguidor del atomismo democríteo, quien cantó para siempre, con serenidad casi contemplativa, esa realidad física que todo lo sustenta. Un mundo sin fines ni causas, sin distinciones entre cielo y tierra.

Parece evidente que las ciencias físicas y químicas se ocupan de lo objetivo, de lo que hay más allá de nuestra subjetividad, y que el arte, buena parte de la filosofía y otras actividades mentales tienen que ver con lo subjetivo de nuestra vidas, tocadas por la mortalidad, la conciencia, sus deseos y necesidades, con respuestas en definitiva que, sin poder desprenderse de lo que la ciencia considera “verdad” y “objetividad”, carecen de leyes. Rovelli afirma que “nuestra vida es un combinarse de átomos, nuestro pensamiento está hecho de átomos sutiles, nuestros sueños son el producto de átomos, nuestras esperanzas y nuestras emociones están escritas en el lenguaje formado por la combinación de los átomos […], de átomos están hechos los mares, las ciudades y las estrellas”. En otro orden, también podemos decir que las obras de Shakespeare y la frase “Pásame la sal que está encima de la mesa” están apoyadas en lo mismo: un lenguaje que a su vez tiene una realidad física. Hasta 1905, con Einstein, no hubo una prueba definitiva de la hipótesis atómica, y desde entonces se ha hecho más compleja, confirmando la intuición de Demócrito: la materia es granular. Rovelli insiste en este libro en que la división del átomo en “cuantos” tiene un límite: la materia, o la energía, no se divide sin fin, y eso es lo que, entre otras cosas, quiere decir que el mundo es granular.

La revolución decisiva se dio con Newton, cuyo mundo “es el mundo de Demócrito, matematizado”: hay leyes matemáticas que gobiernan el movimiento de los objetos. El gran científico británico descubre que casi todos los objetos observables de la naturaleza están regidos por la gravedad, una fuerza que luego se llamó electromagnética y que hace que se mantenga la materia unida en cuerpos sólidos. Las fuerzas no actúan como pensaba Newton, entre objetos distantes, sino que, como intuyó Faraday (y Maxwell matematiza), hay un “campo” que ocupa todo el espacio y se ve modificado por los cuerpos eléctricos y magnéticos. El siguiente paso (dos, en 1905 y 1915) se da con Einstein: el espacio y el tiempo se hacen uno, y alcanzamos dos nociones que van a abrir las puertas de la física cuántica: hay campos y partículas. Dicho por Rovelli: “El espacio-tiempo es un campo, el mundo está hecho de campos y de partículas, y nada más, sin que haya nada separado, ni el tiempo ni el espacio.” Para los legos, es importante lo que una y otras vez nos explican los físicos: que la mecánica cuántica es el resultado de experimentos. Estamos lejos de Demócrito, de su espacio vacío y sus realidades físicas mínimas: los electrones, por ejemplo, no existen siempre, solo al interactuar: cuando chocan en un lugar se materializan. “Cuando nada lo perturba, un electrón no está en ningún sitio”. ¿Qué quiere decir todo esto? Pues que hemos pasado de la predictibilidad de la física de Newton (siempre que se conozcan los datos iniciales) a la probabilidad (Heisenberg). El universo de Newton es determinista; también el de Einstein, pero en lo muy pequeño, en el mundo de la física cuántica, el determinismo se rompe los dientes. Todos hemos oído hablar de la tensión entre la teoría especial de la relatividad y la forma general de la teoría cuántica, pero hay un punto compatible que es la “teoría cuántica de campos”, en la que se apoya la física de partículas. El problema es que la ley de la gravitación relativista y la gravedad en el mundo de las partículas no casan bien. No es un problema de ellas, claro, sino nuestro, porque ambos mundos funcionan.

El mundo es finito, porque la cuántica pone “límites a la información que puede haber en un sistema”, y en lo muy pequeño todo está siempre fluctuando y vibrando. Lo que es constante en las grandes masas (o así nos lo parece) es inconstante si lo miramos hacia su estructura básica, ahí donde lo que existe en solo un mundo de interacciones posibles. Más: las cosas, a ese nivel, no se relacionan, sino que son las relaciones las que dan lugar a la idea de “cosa”. Ese mundo, sin el cual cosas como una mesa, usted, yo y la catedral de Burgos no existiríamos, es el producto de una cierta monotonía (Nelson Goodman), gracias a la cual se mantienen unidos durante un tiempo. Pero esos objetos (nosotros incluidos), observados desde la mecánica cuántica, no son objetos sino procesos y acontecimientos que interactúan.

Para Einstein el tiempo es un aspecto del campo gravitatorio, pero ¿cómo es el tiempo en la cuántica? El espacio cuántico tiene estructura de red, el espacio-tiempo –según nos cuenta Rovelli, y aquí los tocados por la narración damos un respingo– es “una ‘historia’, o sea un camino, de una red”. Todo esto lo explica al iniciarnos en la llamada “espuma de espín”, algo así como la espuma de jabón. Y ahí “abajo”, en un mundo que no es infinito, asistimos a la naturaleza que constituye al mundo: campos cuánticos. Esos campos no se dan en el espacio-tiempo sino que están unos sobre otros: “El espacio y el tiempo que percibimos a gran escala son la imagen desenfocada y aproximada de uno de estos campos cuánticos: el campo gravitatorio.” Esos campos que “viven” sobre sí mismos, sin necesidad de un espacio-tiempo porque ellos generan su propio espacio-tiempo se denominan “campos cuánticos covariantes”. La consecuencia filosófica es que hay que renunciar a la “idea de espacio y tiempo como estructura general dentro de la cual encuadrar el mundo”. Así pues, para describir la física no es necesario usar la noción de tiempo, al menos a nivel fundamental, porque ahí no desempeña ninguna función. Pero nosotros no vivimos solo a ese nivel, generamos calor, como el sol, y eso afirma la noción de tiempo: la disipación del calor produce tiempo. Aunque el mundo cuántico que sustenta todo no necesita del tiempo, nosotros, en cambio, vivimos en el tiempo, “somos producto de los valores medios de variables microscópicas”. Y vamos a detenernos aquí: “El tiempo no es sino una consecuencia de olvidar los microestados físicos de las cosas. El tiempo es la información que no tenemos. El tiempo es nuestra ignorancia.” Añado, y creo que Rovelli no me desmentiría, que esa ignorancia es nuestro saber, es lo que nos permite vivir y también saber.

La “pesada e inútil carga mística” del pitagorismo, de la que, al parecer de Rovelli, Platón nos liberó –de ahí su exaltación de las matemáticas en la obra del autor de la República, aunque quizás eso no esté tan claro para muchos intérpretes de Platón–, es una afirmación que supone una visión cientificista de la naturaleza humana. Creo que las ciencias, el saber que lo que sabemos está siempre sujeto a examen, a prueba, que siempre se la juega en los límites del saber, son fundamentales y cambian no solo nuestras nociones sobre esto y aquello sino lo que somos. Pero el hombre sabe también gracias a lo que denomina, con alguna exactitud, “mística” de Pitágoras, y que tiene que ver con la capacidad humana para la analogía, sin la cual ni Weinberg ni Rovelli habrían pensado con tanta lucidez. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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