Las entrevistas

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R. está sentado en el estudio de su casa en espera de que lo llamen por teléfono tres periódicos de la capital para entrevistarlo acerca de su último libro, un volumen de cuentos que salió hace unas semanas. A pesar de su conocida alergia a las entrevistas, R. jamás se ha negado a dar una, aunque no pierde oportunidad de recordarle a los periodistas que él aborrece contestar preguntas y que, si se deja entrevistar, es porque su editor se lo pide. De ser por él, jamás hablaría con la prensa. Lo que no obsta, por cierto, para que sus respuestas rezumen humor e ingenio, como le recuerdan a cada rato amigos y colegas. Hay quienes incluso prefieren sus entrevistas a sus libros, porque en éstos, opinan, no hay ese toque corrosivo e irreverente que en sus entrevistas nunca falta.
     R. mira su reloj. Ha llegado la hora de la primera entrevista y sus latidos se aceleran un poco. Diga lo que diga acerca de las entrevistas, éstas le causan cierta emoción, en especial desde que todo mundo las ensalza. Pasan cinco minutos sin que suene el teléfono, cosa extraña, ya que las entrevistas por teléfono suelen ser muy puntuales, sobre todo cuando están escalonadas una detrás de otra, como en este caso. R. descuelga el auricular del teléfono para asegurarse de que haya línea. Luego, en lugar de colgar, decide marcar el número donde dan la hora exacta, y la voz grabada le confirma que su reloj no está adelantado ni un minuto. R. cuelga, pensando que hizo mal en preguntar la hora, porque tal vez durante ese breve lapso lo llamaron desde el primer periódico. Si es así, claro está, volverán a marcarle. Pero pasan otros diez minutos y el teléfono no suena. ¿Se habrán olvidado? ¿O él entendió mal? Busca la hoja donde viene el programa detallado de las tres entrevistas, que la editorial le mandó por fax. La encuentra sin necesidad de levantarse, porque está sobre el escritorio; la revisa y comprueba que todo está en regla: el día, la hora y el nombre de los tres periódicos. Acaso, repara ahora por primera vez en quiénes son los periodistas que lo entrevistarán. Los dos primeros son mujeres y el tercero un hombre. Sus nombres no le dicen nada. Nunca se aprende los nombres de sus entrevistadores, ni siquiera cuando se topa con una mujer hermosa e inteligente que le gusta.
     Pasan otros diez minutos y R. ya no duda de que la primera entrevista ha naufragado. Es la primera vez que le ocurre, está un poco molesto y por un momento piensa en hablar a la editorial para reportar aquella anomalía, pero decide que es mejor no usar el teléfono, porque es probable que los del periódico le hablen dentro de un momento para pedirle disculpas y concertar una nueva cita, quizá para un poco más tarde. Mira su reloj y ve que faltan diez minutos para la siguiente entrevista. Han sido programadas cada media hora, como es costumbre. R. echa un vistazo a su escritorio, toma un libro, lo abre y empieza a leer. Sólo lee una página y lo deja, se pone de pie y va a la ventana. Es un día nublado, como los que le gustan. Se toca los ganglios de la garganta, que le duelen desde hace varios días. De repente el dolor se ha acentuado. Observa durante unos minutos el trajín de la calle y regresa a sentarse. Mira otra vez el reloj, toma el libro de antes y vuelve a abrirlo, ahora en otra página, lee unos renglones y vuelve a dejarlo. ¿Y si pusiera un poco de música? No, decide que es mejor dejar todo como está. Cuando le hacen preguntas prefiere que no haya ningún ruido. La verdad es que se toma muy en serio las entrevistas. Hay colegas suyos que responden cualquier cosa y asienten a todo lo que dice el entrevistador. La impresión que queda al final es que los papeles se invirtieron y que el entrevistador habló más que el entrevistado. De hecho, piensa R., hay cada vez menos entrevistadores que hacen preguntas; a la mayoría les gusta explayarse sobre algún tópico sin preguntar nada, o bien lanzan afirmaciones perentorias, obligando al entrevistado a estar a la defensiva, como si lo acusaran de algún delito. Puede decirse que en muchos casos los entrevistados se han vuelto comentaristas de lo que dicen sus entrevistadores, quienes parecen haber olvidado que su deber es hacer preguntas y no abrumar con un torrente de palabras a quienes entrevistan. R., consciente de ello, no pierde nunca de vista cuál es el papel de cada uno, y si el entrevistador se lanza a una disertación brillante, lo ataja en seguida: “¿Cuál es su pregunta?”, cuestiona, con lo que deja desorientado al periodista. Sí, R. es un hueso duro de roer, los periodistas lo saben, pero saben también que entrevistarlo vale la pena, porque es de los que medita cada palabra. Así, a la hora de redactar la entrevista, lo único que tienen que hacer es transcribir las palabras de R. en el orden en que éstas fueron dichas, ni más ni menos. En cambio, otros escritores, acaso más simpáticos o incluso más inteligentes que R., se pierden en mil vericuetos y sacar algo en claro de la grabadora se torna una tarea difícil.
     Ha llegado la hora de la segunda entrevista y R. se arrellana en la silla para estar más cómodo. Mira el teléfono, seguro de que lo llamarán mientras lo está mirando. Y, en efecto, el aparato empieza a sonar. R. deja que suene dos veces y descuelga el auricular. Convencido como está de que es la llamada del segundo periódico, no reconoce la voz de su madre, y ésta, que se da cuenta de su confusión, le aclara, no sin disgusto, que es ella, su madre, ante lo cual R. cae de las nubes y siente una oleada de irritación contra ella. ¡Justo ahora se le ocurre hablarle por teléfono! Le dice que está esperando una llamada urgente, que no puede atenderla y que la llamará en la noche. Le manda un beso y cuelga. Casi podría jurar que la segunda reportera lo llamó justo durante ese minuto y medio en que el teléfono estuvo ocupado, y es probable que la mujer no marcó una, sino dos veces, y ahora va a esperar un rato antes de hablarle de nuevo. Lo asalta entonces una duda. ¿Y si era el primer periódico y no el segundo, el que llamó mientras hablaba con su madre? R., pesimista por naturaleza, reconstruye la secuencia más aciaga de todas las posibles: la que llamó mientras él hablaba con su madre era la entrevistadora número uno, la misma que había llamado en el momento en que a él se le había ocurrido preguntar la hora por teléfono, y ahora, al encontrar la línea ocupada por segunda vez, ya dio por muerta la entrevista, ya que sospecha, en virtud de la conocida aversión de R. a las entrevistas, que él descolgó el teléfono adrede, y así, después de consultarlo con el jefe de la sección cultural de su periódico (el más prestigioso de todo el país), ha tomado la decisión de no volver a entrevistarlo. Por si fuera poco, en el momento en que la entrevistadora número uno trataba de comunicarse por segunda vez, también lo hizo, por primera vez, la entrevistadora número dos, la del segundo periódico más importante de la nación, que ahora, al encontrar la línea ocupada, se estará preguntando si hay que marcar otra vez. R., angustiado, se pone de pie, maldiciendo a su madre y su estúpida ocurrencia de preguntar la hora por teléfono, cuando pudo haber encendido la televisión en el canal de los noticieros, donde la hora aparece todo el tiempo en una esquina de la pantalla. Parado en medio de la habitación, se le ocurre hablar a la editorial, explicar que tuvo un contratiempo y que acaba de llegar a su casa en estos momentos. Los de la editorial sabrán cómo componer las cosas, pues para eso están, al fin y al cabo, y son ellos, además, y no él, quienes insisten tanto en eso de las entrevistas. La idea, sin embargo, le parece pésima, puesto que, con toda seguridad, la segunda periodista volverá a marcarle y, si encuentra de nuevo la línea ocupada, deducirá lo mismo que dedujo la periodista número uno, y él se hallará, por así decirlo, vetado en los dos periódicos de mayor circulación del país. Calma, se dice, y vuelve a sentarse. Trata de reflexionar. Tal vez, piensa con escasa convicción, ninguno de los dos periódicos lo ha llamado todavía, y se arrepiente de haber tratado mal a su madre, quien no podía saber que él esperaba una llamada urgente, y está a punto de hablarle para pedirle una disculpa o decirle cualquier cosa para que vea que él no está sentido con ella; pero también rechaza esa idea, porque sabe que usar el teléfono sólo va a empeorar las cosas. Se dirige entonces a la cocina para prepararse un vaso de agua caliente con limón. Lleva dos días tomando agua caliente con limón para aliviarse de la garganta. Quiere responder las preguntas con la garganta en buenas condiciones. Mira el reloj y comprueba que ya pasaron diez minutos desde la hora convenida de la segunda entrevista, un retraso enorme y sólo explicable por el hecho de que la segunda periodista trató de comunicarse con él hace unos minutos y, al encontrar la línea ocupada, está haciendo tiempo antes de volver a marcarle.
     Regresa a su estudio con el vaso de agua caliente y se sienta frente al escritorio, preguntándose cuánto esperará la mujer para llamarlo de nuevo. Él, cuando hace una llamada y encuentra la línea ocupada, vuelve a marcar de inmediato y, si vuelve a sonar ocupado, espera a lo sumo cinco minutos para hacer otro intento. Y ya van quince minutos desde que colgó el teléfono después de hablar con su madre. No hay duda, concluye R., de que también la segunda entrevista fue cancelada. Se siente deprimido. No entiende lo que pasa, pero está seguro de que no se trata de un error de la editorial, ni de los periódicos. La chica de la editorial encargada de las relaciones con la prensa y los medios (Elvira, se llama) es, además de guapa, eficientísima. Ni siquiera se atrevería a insinuarle que quizá hubo un malentendido entre ella y los periódicos, y aunque estuviera seguro de que ella ha sido la culpable de todo, no le diría nada, porque le gusta, lleva varias noches fantaseando con ella y no va a arruinar algo prometedor a causa de un vulgar asunto de trabajo. Empieza a tomar a pequeños sorbos del agua de limón, sintiendo un fuerte ardor al tragar el líquido. Piensa, para consolarse, que con la garganta que le duele de esa manera es mejor responder una sola entrevista. Así, además, evitará repetirse, como siempre le ocurre cuando contesta varias entrevistas al hilo; y no es nada agradable, al otro día, leyendo los periódicos donde han salido sus entrevistas, comprobar que en todas ellas ha dicho exactamente las mismas cosas, como un robot. Para matar el tiempo que falta para la última entrevista empieza a elaborar algunas respuestas previas, que él sabrá encajar en el momento oportuno, no importando la pregunta que le hagan, pues sabe por experiencia que el entrevistado puede conducir las cosas por donde le conviene. Los entrevistadores, en el fondo, no desean otra cosa, porque la mayoría de las veces no tuvieron ni siquiera el tiempo de leer el libro en cuestión. Sin darse cuenta, R. ha empezado a responder en voz alta. Si le van a hacer una sola entrevista, quiere que salga a pedir de boca y, conforme ensaya sus respuestas, se acalora y consigue formular ciertos principios estéticos con una hondura, una exactitud y una riqueza verbal como pocas veces le ha ocurrido. Las palabras le salen a borbotones, lastimando su laringe adolorida, pero está tan inspirado que no le importa, y sabe que, si deja de oírse, ya no pensará con el fervor y la lucidez que lo dominan en estos momentos, en que por primera vez aborda unos conceptos acerca de los cuales se ha mostrado siempre vacilante y tibio en entrevistas anteriores. Piensa que es una verdadera lástima que no haya un periodista frente a él con la grabadora encendida. Pero de golpe, al mirar el reloj de pared, se queda mudo. Enfrascado en su monólogo no se dio cuenta de que ya pasaron diez minutos desde la hora convenida para la tercera y última entrevista. Hace un tímido intento de continuar, pero no puede. Dos entrevistas fallidas, pase, pero tres es ya una burla. Se pone de pie. La garganta le duele horrores. Algo pasa, se dice. Una conspiración. ¿De quiénes? No lo sabe, pero lo averiguará. Tal vez de la chica de prensa, Elvira. Ahora recuerda haber oído rumores de que es amante de Gómez, el director de la editorial. Tal vez le comentó de pasada a Gómez que él, R., la mira de cierta manera, y Gómez, que es un escritor frustrado, un envidioso, ha jurado cobrársela, y arregló las cosas para humillarlo y librarse de él. Ahora que lo piensa, desde el fracaso de ventas de su última novela sus relaciones con Gómez se han enfriado y a lo mejor lo que quiere Gómez es que también su libro de cuentos pase inadvertido y así tener un argumento para pedirle que se busque a otro editor. R. se ha acercado a la ventana, sin registrar nada de lo que pasa afuera, pasmado por la súbita revelación de ser víctima de una maniobra por parte de Elvira y de Gómez, y sigue ahí, frente al vidrio empañado por su aliento, cuando lo saca de aquel sopor el sonido del teléfono. Mira el aparato como si no comprendiera para qué sirve, luego reacciona, alarga la mano, descuelga el auricular y articula un “¿Bueno?” inaudible, que sólo escucha en sus pensamientos. Del otro lado una voz masculina, después de presentarse con el nombre y apellido que corresponden al periodista número tres, pregunta por él y, al no oír ninguna respuesta, empieza a repetir “¡Bueno! ¡Bueno!” cada vez más fuerte ante el silencio afónico de R., que trata en vano de emitir algún sonido a través de su garganta lacerada. ~

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