La ventana del corazón

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El ideal de todo escritor satírico es revertir la hipocresía en favor de la verdad, y de ser posible, dispararle con las balas que previamente le arrebató. Un sermón o una diatriba le hacen poco daño al lenguaje de la mentira, aunque puedan herir a sus portavoces, porque no vacunan al auditorio contra futuros embustes revestidos de autoridad. Lo que más lastima a la patraña, a la sensiblería, al engolamiento, es desnudar el laboratorio mental donde se incuban las trampas del doble lenguaje. La gente que intenta dárselas de altruista, de sincera o de patriota, mientras comete vilezas o canalladas en secreto, por lo general tiene un prestigio bien cimentado. La mera denuncia indignada al estilo de Juvenal no sirve de mucho para desacreditar la falsa virtud.

Según las Fábulas de Esopo, el dios Momo, hijo de la Noche y padre mitológico de la sátira, lamentó que Hefesto no hubiera colocado una ventana en el pecho de los hombres, para saber si eran sinceros o falsos. Predispuesto de nacimiento al sarcasmo y la burla, Momo blandió esas armas contra los demás dioses, que lo expulsaron del Olimpo, hartos de sus críticas mordaces. Desde el aciago día de su destierro, la sátira es la oveja negra de los géneros literarios, pero la sociedad la tolera a regañadientes, como a los verdugos y a las alcahuetas de antaño, porque nadie ha inventado un bisturí más eficaz para abrir los corazones sellados de los histriones profesionales.

A pesar de su carácter belicoso, la mejor sátira se escribe con guantes de seda y requiere un alto grado de sutileza en el manejo de la ironía. Jonathan Swift, su máximo exponente, advirtió en los Viajes de Gulliver que los mecanismos verbales de la mentira política se asemejan mucho al arte de la ironía: “Era una costumbre introducida por el rey de Liliput que cuando la corte decretaba cualquier ejecución cruel, ya fuera para satisfacer el resentimiento del monarca, o la malicia de algún favorito, el emperador siempre pronunciaba un discurso ante su consejo, ufanándose de su gran ternura y benevolencia.” En la misma tesitura irónica, el secretario de Gobernación, obligado a embellecer un acto de censura, calificó de “diferendo entre particulares” el amordazamiento de la periodista opositora más importante de México.

La ironía consiste en expresar lo contrario de lo que se quiere decir, con un guiño de complicidad dirigido a los buenos entendedores. El escritor satírico engaña a su auditorio en son de burla, para precaverlo contra los engaños deliberados de la demagogia. Como la ironía pierde filo cuando es demasiado obvia, quien la esgrime con propósitos de combate se expone a ser malinterpretado por los ingenuos, pues no es fácil extremar la sutileza y, al mismo tiempo, configurar al observador perspicaz que sabrá descodificarla. Cuando Swift escribió su “Modesta proposición para prevenir que los niños pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para su país”, algunos lectores aquejados por el síndrome de Asperger la tomaron al pie de la letra y tacharon de monstruo al autor, por estar a favor de la antropofagia, pero ninguna pieza de crítica social ha tenido tanto éxito, porque la sorpresa y el humor siempre han sido más convincentes que la prédica humanitaria.

En la sátira, los alardes de virtud suenan falsos, tal vez porque el regocijo maligno de Momo es incompatible con la buena conciencia. Quevedo, por ejemplo, nunca trató de ocultar su ánimo de ofender. Fue un satírico arbitrario y cruel, que dejaba la prédica edificante para sus tratados morales. Swift, en cambio, escribió una sátira más universal y profunda, pero un tanto puritana, pues combate el lenguaje equívoco a pesar de sacarle el mayor provecho. Cuando Gulliver llega al reino de los houyhnhnms, los caballos sabios y virtuosos que han sojuzgado a los humanos, descubre con agrado que entre ellos no existe la mentira. Como el culto a la razón les impide afirmar o negar algo de lo que no estén seguros, nunca tienen opiniones sobre nada: solo certezas. Se trata, pues, de un mundo en que el engaño ha sido proscrito, y por lo tanto, la ironía sale sobrando. Gulliver declara estar “infinitamente complacido” de participar en las tertulias de los houyhnhnms, donde todos alaban la amistad y la benevolencia, pero al mismo tiempo lamenta que los caballos no cultiven la literatura, pues su falta de malicia los ha condenado a emplear un lenguaje romo y sin matices. Esa pérdida, sin embargo, le parece tolerable a cambio de vivir en el edén de la sinceridad. Swift no parece advertir que un mundo así sería insoportable para un escritor satírico, y quizá lo llevaría a sentir nostalgia de la mentira, pero, sobre todo, se equivoca al considerar la uniformidad mental como una virtud. Misántropo radical, quizá temió suavizar demasiado su crítica del género humano si reconocía que la duda nos otorga una ventaja intelectual sobre los caballos angélicos. Por su nobleza, los caballos la han erradicado, pero sin ella no hay progreso ni avance en ninguna ciencia. Tampoco prodigios de la ironía como los Viajes de Gulliver. Kamikaze de la virtud, Swift soñaba con una reforma moral que abriera de par en par la ventana del corazón y transformara su talento en una antigualla obsoleta.~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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