La trampa del bulevar

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La trampa del bulevar

 

A mediados de 1984, Samuel Beckett había dado por terminada su obra. No sabía si le quedaba algo por decir, pero, aunque le quedara algo, no pensaba ya decirlo. Después de todo, nunca había dicho nada. No sé si conocía este aforismo de Canetti: “El sabio olvida su cabeza.” El caso es que, aunque nada tenía que decir y había clausurado la obra, Beckett, a mediados de 1984, seguía sin olvidarse de su cabeza. Y ésta le jugó una mala pasada en pleno centro de París. Se vio con su cabeza entre las manos. Y luego vino lo peor: la llegada de una frase. La frase irrumpió sin pedir permiso, mientras cruzaba el bulevar Saint-Germain. “Una noche, sentado a su mesa con la cabeza entre las manos, se vio levantarse y marchar”, decía la frase. En los días que siguieron, la frase rondaba todo el tiempo su cabeza. Pedía ser escrita, pero Beckett se resistía a hacerlo. Era una frase solitaria, que exigía continuarla, y eso conducía de nuevo a la escritura. Era una trampa del bulevar Saint-Germain. “Nunca la escribiera”, pensó Beckett. Y luego rectificó el tiempo verbal: “Nunca la escribiría”. Y después: “Nunca la escribiré.” Aquella misma noche la escribió.
     “Una noche, sentado a su mesa con la cabeza entre las manos, se vio levantarse y marchar”. Pasó muchos días obsesionado por esta frase inicial. Se vio levantarse y marchar. Pero ¿marchar a dónde? ¿Lejos, fuera de su vida? ¿Fuera de su cuerpo? ¿Lejos de su mente? Pasó muchos días sin lograr pasar de ahí. Hablaba con los amigos y les decía que tenía una frase y que tenía la impresión de que el personaje se observaba a sí mismo desde atrás. ¿Era el propio Beckett? ¿O tal vez tan sólo era la trampa del bulevar? Hablaba de Beckett como si no fuera él. Y se sabe que trataba de pensar como si fuera el bulevar que le había tendido la trampa. El caso es que no avanzaba, no venía una frase detrás de la primera. Sobre todo cuando él era el bulevar.
     No hacía mucho que había dado por clausurada su obra con un libro póstumo absolutamente genial. Rumbo a peor era su título y hay una traducción en grupo (Aguilera, Aguirre Oteiza, Dols, Falcó y Martínez-Lage), una versión impecable al español de este libro que publicó Lumen en 2001.
     “Nombrar, no, nada es nombrable, decir, no, nada es decible, entonces qué, no sé, no tenía qué haber comenzado”, habíamos leído en Textos para nada, donde se anunciaba el terco, obstinado camino hacia el silencio. El arco de ese mutismo parecía haber alcanzado su final en Rumbo a peor, pero la trampa del bulevar se alzó tambaleante como la sombra del último vagabundo de las historias de Beckett, y quiso que el escritor diera un paso más, rumbo a lo peor de lo peor. Aquello sí que podía ser el final. Pero la trampa en pleno centro de París contenía una sola frase y traía lo peor de lo peor, con la cabeza entre los brazos: no tenía que haber comenzado, pues ahora tenía que continuar, lo cual era infame. O no. Estaba acostumbrado a vivir en lo peor. Lo peor era un concepto y al mismo tiempo una estrategia de vida, que procedía del Rey Lear de Shakespeare: “Mejor saberse despreciado que ser siempre despreciado y adulado. Siendo el peor, la cosa más baja y olvidada de la fortuna, se tiene aún esperanza y no se vive con miedo. El cambio lamentable es desde lo mejor. Lo peor se torna risueño.”
     No tenía yo que haber comenzado, pero ahora ya estoy en el camino terco y sigo y digo que, un día en que iba “rumbo a lo menos aún”, encontró Beckett la frase que podía enlazar con la frase obsesiva que había brotado del asfalto del bulevar: “Una noche o un día. Pues cuando se apagó su luz no quedó a oscuras. Una luz de cierta especie se filtraba entonces por la única ventana alta”. Su texto pasó a ser escrito en la penumbra. Ya se sabe que se está muy seguro en la tiniebla y que, a fin de cuentas, no hay nada claro. Se está más tranquilo en la penumbra de la memoria, y sobre todo en la del olvido. El texto es como el goteo último de un grifo inútil en la peor penumbra que han conocido las palabras. Puede mejorar y nunca empeorar. Se tituló Stirrings Still y lo ha traducido al español Miguel Martínez-Lage, que lo ha mejorado empeorándolo para mejorarlo a conciencia y a vueltas quietas, y ha hecho un extraordinario trabajo de orfebrería beckettiana, una traducción ejemplar que aparece en un libro-miniatura, A vueltas quietas, no fácil de encontrar, publicado en Segovia por Ediciones La Uña Rota (larota@teleline.es).
     El libro es, como diría Beckett, “una mancha en el silencio” y, como explica Martínez-Lage en su epílogo, contiene el anhelo elocuente de conquistar la calma, la busca de un cese absoluto, de una detención del pulso todavía agitado, conmovido. “Ay, que todo termine”, concluye el libro. Ya lo dije antes: No hay nada claro. O mejor dicho: “No hay nada, claro.” Sólo esa obsesión de la frase que exige ser continuada, la trampa del bulevar. Y al final, el asilo. Ser un anciano cualquiera sin familia. Una casa de reposo a vueltas quietas. A la espera de la penumbra definitiva. “Al final es mejor la fatiga ya perdida y el silencio. Es como has estado siempre. Solo.” –

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