La sociedad celular

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No hace mucho la prensa hizo públicos unos datos sorprendentes. Según las últimas estadísticas, en España hay en la actualidad veinte millones de teléfonos móviles celulares activos, lo cual significa que una cifra igual de españoles se comunican a diario con otros individuos a través de la nueva telefonía portátil inalámbrica.
     Esta cifra escalofriante —hay que tener presente que la población total española, según el último censo, es de 41 millones de habitantes— indica que casi la mitad de la población posee un teléfono móvil, estimación desde luego matizable, puesto que muchos de estos teléfonos se utilizan únicamente para trabajar y muchos otros son de uso transitorio, es decir que se habilitan durante periodos determinados o son activados por turistas que llegan a España de vacaciones.
     En cualquier caso, lo sugestivo de la cifra no es sólo lo más obvio, que veinte millones son muchos millones, sino que este número supera, por primera vez, el número de teléfonos fijos registrados en España.
     Como es natural, lo primero que sugieren las estadísticas es que los recursos financieros que se movilizan en torno a la nueva tecnología de la comunicación personal tienen que ser colosales, dado que llamar por un teléfono móvil sigue siendo, pese a la popularidad del artilugio y la competencia entre los operadores, escandalosamente caro. El poderío de las empresas que gestionan el auge de los móviles se extiende además a aquellas que suministran los equipos necesarios para sostener el tráfico de las comunicaciones y las que constantemente van innovando la tecnología necesaria para procesar los mensajes.
     Sin embargo, más allá de la evidente y cada vez más ostentosa prosperidad de empresas como Vodafone, Telefónica o Nokia —es verdad que algo maltrecha en los últimos meses, pero sólo en cuanto a su cotización bursátil—, lo que se deduce de estos datos es que, por lo que toca a los hábitos tradicionales de los españoles en materia de comunicación, algo ha cambiado de manera radical. Lo mismo podría decirse de cualquiera de las comunidades de los restantes países que forman la llamada Comunidad Europea, puesto que, al menos en cuanto a telefonía digital, el nivel de tecnología y servicios es parejo en casi todos los países que la componen.
     Un teléfono móvil supone, para su usuario, un cambio de estado, incluso desde un punto de vista ontológico. Por una parte, el usuario se instala en una situación en la que no existe, de hecho, una diferencia estricta entre el ámbito público y el privado, o, en todo caso, esa diferencia depende de un switch. Uno puede ser accedido por la comunicación en los lugares más insospechados: en medio de una reunión de negocios, en un retrete, mientras está viendo una película en el cine o en medio de una discusión conyugal (o, dado el caso, extraconyugal), allí donde se esté produciendo. En un sentido desde luego virtual, el usuario del móvil está todo el tiempo "en contacto" con sus semejantes, perfectamente accesible y disponible para los demás. No significa nada que, en legítimo ejercicio de su derecho a la privacidad, ese individuo decida salirse del enlace desconectando el aparato, dado que el hecho de la desconexión tiene un sentido y puede ser interpretado como un elemento localizador. Tampoco es significativo que el usuario restrinja el uso del móvil dando su número personal a unos pocos escogidos, dado que estará siempre localizable para éstos; o que lo use —como hacen muchos adolescentes con objeto de controlar sus gastos— sólo para recibir llamadas y no para hacerlas. El usuario no puede evitar sentirse en relación con los demás. En un sentido, nunca está ausente, su ubicuidad ya no depende de él sino que se trata de una opción siempre realizable. No es necesaria ni constante, pero, una vez establecida, es permanente, continental y potencialmente perfecta.
     El móvil nos revela la condición de mónada en la que estamos instalados, nos identifica como células y, en tanto que tales, nos recuerda que nuestra intervención y compromiso con el mundo está siempre abierta e implicada con los demás. A diferencia de otros medios masivos de comunicación, más pasivos y distanciados, como la prensa, la radio o la televisión, la telefonía móvil celular convierte ese compromiso en intervención conversada, inmediata, y por eso mismo no puede sino modificar nuestro sentido de la intimidad. Por eso mismo, por contraste con el teléfono ordinario, que está limitado espacialmente, el móvil consuma un cambio en la representación que nos hacemos de nosotros mismos. En cierto modo, es el signo más incontrovertible del triunfo y consolidación de la sociedad del individualismo.
     Al mismo tiempo que el sentido íntimo se desvanece por la conectividad sin límites de espacio, los viejos fantasmas de la incomunicación poco a poco han ido desapareciendo de la expresión de nuestro imaginario. Durante décadas, en nuestras sociedades la incomunicación fue un motivo corriente y recurrente. Recordemos las pedantes películas de Antonioni en los años sesenta, tan cursis y solemnes, copiadas hasta el hartazgo por los émulos del cine pretencioso. En ellas, como en las novelas de esa época, se representaban individuos permanentemente sumidos en crisis de mutismo y desamparo, hombres sin nadie a quien llamar, atribulados solitarios desencantados del mundo, jóvenes autistas y mujeres abandonadas. Los nuevos gadgets tecnológicos, los móviles, los chats, y no digamos el correo electrónico, con sus mensajes que entran y salen todo el tiempo, han convertido la incomunicación en un mal sueño. No resuelven la experiencia dolorosa de la soledad, pero en cambio la trivializan, al tiempo que hacen ridículas situaciones que treinta años atrás nos parecían trascendentes. Se me dirá que se puede estar muy incomunicado por mucho teléfono que se tenga y por mucho que chatee en un cibercafé, pero para ese modelo de pesimismo antropológico no hace falta mucha reflexión.
     La experiencia renovada de "estar permanentemente en contacto" ha estimulado formas de coquetería que la convalidan. Un móvil puede personalizarse para conseguir identificar la señal propia y diferenciarla de otras señales. El teléfono puede sonar como Bach, como La Carga de la Brigada Ligera, como un pajarito, como La cucaracha o como una sirena. La carcasa del teléfono puede vestirse de colores o de plateado brillante y no falta quien se siente gratificado cuando se encuentra en rueda de amigos, en un restaurante, y comprueba que todos los que le acompañan ponen los móviles sobre la mesa. Al instituir el "estar permanentemente en contacto" en un modo de ser, el móvil se convierte de hecho en un signo físico, tangible, de reivindicación existencial: aquí estoy, esta es la prueba de que existo para los demás. Lo mismo sucede con el correo electrónico que, establecido en una red global o en alguno de los portales que ofrecen buzones gratuitos, convierte a su titular en un ser absolutamente accesible y al mismo tiempo le garantiza una anonimato nominado —te puedes apuntar con el nombre que quieras— y una ubicación desterritorializada. ¿Dónde está el que te escribe desde un hotmail o un yahoo? ¿Quién es el que te insulta desde una personalidad inventada desde unas de esas cuentas? ¿Cómo sabe de ti el que se mete en tu buzón, llamándote por tu nombre, para venderte modos mágicos de enriquecerte, escenas pornográficas o casinos virtuales? Hace poco, por segunda vez en unos meses, un misterioso Mr. Tambo, dizque funcionario de un gobierno africano, me propuso desde una de esas cuentas asociarme con él para sacar del país clandestinamente varios millones de dólares, en una carta elaborada y convincente enviada, al parecer, desde Sudáfrica. Descontado el timo, ¿cómo sé, en verdad, que me escriben desde Sudáfrica? El titular de una cuenta de correo electrónico es un habitante del Aleph borgiano, un auténtico ciudadano del mundo.
     El entusiasmo que suscitan estos nuevos sistemas de comunicación que evolucionan y se innovan a velocidades vertiginosas, muchas veces no da tiempo a pensar en lo que generan como agentes de transformación, no sólo de la manera en que nos comunicarnos, sino de la experiencia de uno mismo. La publicidad, que siempre está por delante de quienes se dedican a reflexionar sobre los cambios sociales, ha reparado astutamente en ello. En los spots publicitarios, los móviles se representan sonando en los sitios más insospechados, en los momentos más imprevistos, mientras que el correo electrónico que, al fin y al cabo, es un sistema subsidiario de la telefonía digitalizada, se promueve porque llega a donde uno esté, ya que el sistema virtualmente no tiene límites.
     Pero ese entusiasmo viene acompañado muchas veces de un inocultable temor, porque a nadie escapa que la desarticulación del sentido del espacio conlleva por fuerza un cambio en la identidad de uno mismo. El cambio en la conciencia de uno mismo se deja ver en algunas fantasías filmadas (Matrix o The Truman Show). Allí los personajes se reconocen como individuos celularizados sin que todavía puedan saber en qué consiste ser una célula. He aquí, pues, un aprendizaje necesario. No es una cuestión urgente, pero tarde o temprano llegará el momento en que los veinte millones de españoles celularizados habrán de planteársela, cuando menos, por miedo para saber cómo reconocerse a sí mismos. ~

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(Buenos Aires, 1948) es filósofo, escritor y profesor de estética en la Universidad de Barcelona. Es autor de, entre otros títulos, 'Filosofía y/o literatura' (FCE, 2007).


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