La pregunta por los muertos

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Extraño país el que recuerda al escritor recientemente fallecido casi como un cómplice de la última dictadura militar por aceptar almorzar con el general Jorge Videla, en compañía de Borges y del padre Leonardo Castellani a dos meses de que los uniformados asaltaran las instituciones republicanas. Extraño país que olvida su tarea como presidente de la Comisión Nacional de Personas Desaparecidas, conadep, para elaborar, en 1984, por orden de Raúl Alfonsín, el “Nunca más”, un informe donde figuran los nombres y apellidos de los torturados, violados, vejados y asesinados militantes de la izquierda, revolucionaria y reformista, y los de sus parientes, amigos y allegados que hasta ese momento podía darse fe estaban “desaparecidos”, esa figura que nombraría desde entonces el “triste privilegio de ser argentino”.

 Ese es uno de los destinos de Ernesto Sabato.

Aclaremos: el trabajo de la conadep, a pesar de las posteriores leyes del perdón que amnistiaron a la mayoría de los militares que irían a juicio, leyes concedidas por los sucesivos levantamientos de los “carapintadas” (que carecían de sponsors civiles pero lo recibían de muchos sectores sindicales), dejó al gobierno radical al borde del colapso.


El argumento para defender esa legislación era inconsistente o cobarde: los militares no contaban con el apoyo de la sociedad, si exceptuamos el silencio de las cámaras agrícolas y empresarias, y de ciertos gremios que nunca se identificaron con el peronismo que acompañaba a Alfonsín, pero que en las internas de 1988 serían clave en el triunfo de Carlos Saúl Menem, que como presidente dictó el indulto que dejó libre a la jerarquía juzgada y perm
itió el regreso al país de los líderes guerrilleros en el exilio. El “Nunca más” fue el precedente insoslayable para que Néstor Kirchner pudiera abolir aquellas leyes y relanzar los juicios que hoy continúan bajo el mandato de su esposa, la presidente Cristina Fernández.

Extraño país, la Argentina, que se niega a reconocer que el golpe militar de marzo de 1976 fue saludado por la mayor parte de los ciudadanos, de la misma forma que el amañado mundial de fútbol de 1978 y la chirinada en Malvinas de 1982.

Extraño país donde el peronismo derrotado por Alfonsín en 1983 proponía en su plataforma electoral la amnistía para los asesinos de sus excompañeros, y donde años más tarde se festejó la ortodoxia monetarista de Menem, se abominó de la corrupción –sin entender que una es efecto de la otra– al punto de entregar su voto en 1999 a otro conservador, Fernando de la Rúa, un radical de la provincia de Córdoba que terminó escapando en helicóptero, dos años después, en medio de un país incendiado, saqueado y destruido, dejando más de cuarenta muertos  y cientos de heridos en las calles porteñas.

Ese es el otro destino de Sabato, convertido, desde principios del tercer milenio, en profeta de una juvenilia despolitizada, arrasada por la credulidad y por la implosión de la educación pública. Acaso muestra en ese momento lo complicado que es atender determinadas cuestiones sin caer en el lugar común o la megalomanía. Antes que un sóviet, podría haber dicho, siempre es preferible la domesticación ante las urnas. Pero eso lo escribió María Moreno, periodista de estirpe, sin ánimo didáctico.

Extraño país donde los escritores siempre se han mezclado con la política, y casi siempre han terminado expulsados, o arrinconados en el periodismo o en el silencio, que es otra forma de desaparecer (aunque no del todo).

Sabato y Borges, en el almuerzo con Videla, no piden por Haroldo Conti. El que pide por Conti es el padre Castellani. Pero Conti es un detenido-desaparecido. La leyenda cuenta que Sabato pide, más tarde, por Antonio Di Benedetto, a quien los militares liberan bajo la condición de un exilio forzado. Di Benedetto se exilia en España. Escritor y periodista mendocino, autor de Zama, no soporta la soledad, vuelve al país. Se muere a los meses. La
tristeza es una asesina mayúscula. Sabato es contemporáneo también, tiempo después, de la emboscada que la marina le tiende a Rodolfo Walsh en el centro de Buenos Aires.

Walsh se defiende; cae, atravesado por la metralla de los mismos que desde el aire habían disparado sobre la población civil en 1955 en la Plaza de Mayo. “El capítulo xxvi de la segunda parte de Sobre héroes y tumbas (tercera edición, Fabril, 1964) narra en menos de una página el bombardeo a Plaza de Mayo, del 16 de junio de 1955, sin mencionar que haya habido muertos sino, hábilmente, para no suscitar en el lector la pregunta por los muertos. No hay ninguna razón literaria para este procedimiento: la razón es el cálculo político de Sabato, en 1961, bajo el gobierno de los mismos que habían ejecutado aquel bombardeo” (Pedro Lipcovich, Pagina/12, domingo 8 de mayo, 2011).

Extraño país. A Borges nadie le pide explicaciones, excepto Onetti, por ir a recibir una condecoración de Augusto Pinochet a Santiago de Chile. A Borges nadie le pregunta por Conti. A Borges lo saluda el gran pueblo argentino cuando recibe a las Madres de Plaza de Mayo, cuando insulta a los militares después de la vergüenza y de las muertes en el Atlántico sur, cuando escribe su poema de los soldados en la guerra. Dos o tres años antes de morir, Borges, en la Argentina, sigue siendo resistido por la izquierda atrabiliaria, cada vez menos; cada vez, en cambio, la amargura de Sabato se hace más notable. A cierta altura, a Borges, anarquista aristocrático, intacta capacidad para la réplica, tanta que a Onetti lo desarma con sus mismos argumentos, se le cree: sus convicciones, su impunidad, su prestigio, lo vuelven un intocable. La derecha lo reclama para sí; la izquierda divide: están los textos, y está el personaje (un personaje, incluso, que puede ser adorable: en términos deportivos, la mejor pluma del castellano desde Cervantes a la fecha). Sabato no tiene esa suerte. La muerte de Borges, en 1986, es el comienzo del fin. Borges es su contrincante, su espejo deforme, es la precisión del lenguaje, su elegancia. Antes del fin, fallece su hijo Jorge Federico, cientista social formado en París, en 1995, y su esposa Matilde, en 1998. Pinta, se encierra en Santos Lugares; de tanto en tanto escribe cartas abiertas a la juventud que lo idolatra en los programas de la televisión chatarra. Atravesar el siglo al lado de Borges no es fácil para quien abandona la física teórica por un romanticismo acriollado, torturado al punto de aceptar la presidencia de la CONADEP, sin dudar que logrará, una vez más, ratificar lo espantoso que es el mundo.

 Extraño país, la Argentina, para un excomunista que se vuelca a la literatura de la mano de Tolstói, Camus y Sartre. Sabato publica en Sur, la revista de Victoria Ocampo, pero es un alma solitaria; pretende escribir una novela; acaso su ideal sea Sarmiento, pero el problema, otra vez, es Borges. Publica libros contra la deshumanización que provoca el avance de la ciencia y su primera ficción, El túnel, en 1948. Delega sus ideales políticos en su hijo Jorge y en Dante Caputo, canciller de Alfonsín. Encuentra en Menem la coartada perfecta para justificar su antiperonismo, ese que lo empujó a escribir un libelo contra el militar, donde lo trata de “hijo ilegítimo”, firmado con seudónimo y publicado en Montevideo. En el funeral, los ausentes son los escritores. Los que hablan para agencias o diarios recalcan que Sobre héroes y tumbas es una novela de adolescencia, y sobre Abaddón el exterminador guardan silencio. A punto de cumplir los cien se muere, en su casa de Santos Lugares. Decir que Borges solía llamarlo “Ernesto Sótano”, por su inclinación a las catacumbas y a las profundidades, es una broma que Sabato habría festejado. ~

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