La banalidad del arte

Entre los moralistas franceses, junto a Montaigne y Pascal, está y siempre estará Camus. 
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Albert Camus es un clásico sin mácula alguna: ningún aspecto de su vida y obra ha quedado fuera de la mirada de los críticos o de los curiosos. Sartre, su rival, compite con él en su calidad de clásico nacional francés pero su universalidad como filósofo no ha resistido muy bien el paso del tiempo y quienes saben del asunto, nunca le reconocen mayores méritos que los de su maestro Heidegger, involucrado con el nazismo como su discípulo con Stalin y Mao. A Camus ya son pocos quienes le reprochan haberse negado a avalar al frente independentista argelino, que respondió al terror colonialista con el terror patriótico. La historia “libre” de Argelia, entre la corrupción y el terrorismo islámico, ha sido la de una más de las mediocres tiranías de baja intensidad que pueblan el llamado mundo poscolonial. Nada que hubiera sorprendido a Camus. A algunos les aburre su santidad laica, a mi me consuela.

Sí, quizá Camus sólo fue un profesor de filosofía, pero uno muy bueno, por cierto. Han resultado más prácticas sus lecciones que el galimatías sartreano y  las modas teoréticas que sucedieron al duelo dialéctico estelar del medio siglo. He releído, para escribir estas líneas, El hombre rebelde (1951), título cuya traducción al español, a Octavio Paz, uno de los escritores que más provechó le sacó, le parecía impreciso pues “révolté”, en francés, es algo más y algo menos que “rebelde”, expresión de un desasosiego, de una ebullición, más que de una rebeldía, de una re-vuelta, en términos pazianos. A Camus, le falta filosofía y le sobra literatura, quizá para bien. En el siglo XXI lo del absurdo ya no dice gran cosa. El poeta Francis Ponge, resolvió el asunto hace décadas, al decirle (repito una cita archiconocida) a su amigo Camus: “!Claro que el mundo es absurdo! Pero… ¿qué hay de trágico en ello?”

Sigo las migas de pan de esa frase simpática y despectiva y aparto de mí lo que encuentro fechado para encontrar admirable la parte propiamente crítica (literaria) de El hombre rebelde. Si su idea de la novela era estrecha, un paralelo forzado entre la memoria de Proust y la desmemoria de Faulkner, en el terreno del moralismo (de la crítica moral de la literatura) me parece impecable Camus. Su repugnancia apenas disimulada ante Sade, convertido desde entonces en la venerada y decrépita vedette de los cafés y de las aulas parisinas, lo llevó a creer que ese mecanicismo libertino estaba más cerca de los campos de concentración que del espíritu libertario supuestamente encarnado por el divino marqués. Sade predicaba la esclavitud, no la libertad sexual.

Tampoco tiene desperdicio, en El hombre rebelde, su crítica del dandi como rebelde desde Baudelaire hasta los surrealistas, a quienes reprochó la irresponsable banalidad de aquella consigna, proferida poco antes de 1933, el año del ascenso de Hitler al poder, de que el acto surrealista ejemplar era abrir fuego azarosamente contra la multitud. La furiosa y tonta reacción de André Breton, acusándolo de menospreciar el valor lírico de esos chistoretes surrealistas, le permitió a Camus el contra ataque letal: tan necesitado había estado de orden ese “evangelio del desorden” que era el surrealismo que coqueteó con la dictadura del proletariado, nada menos.

Fue más lejos aún Camus en su crítica de la rebeldía literaria, poniendo en solfa a Lautréamont, un “conde” colegial  capaz de demostrar que cierto genio no va reñido con la banalidad. Pero no se detiene en él, El hombre rebelde, sino blasfema contra Rimbaud, el santón de la rebeldía literaria. Ante él, lo agrego yo, se prosternaron con similar grado de inclinación, el católico Paul Claudel y el surrealista Bretón, pues era aquel, al dejar de escribir y hacerse crucificar negando tres veces al arte, nos salvaba a todos los modernos del pecado original de la literatura. Mucho se ha investigado en todos estos años sobre la renuncia de Rimbaud a la poesía y nada parece probar ningún desistimiento místico, de este hombre–dios y monje del genio, como lo calificó Camus. Sufrió Rimbaud algo acaso más misterioso, la decisión súbita de cambiar de oficio en un aventurero ansioso de una respetabilidad, la del dinero, del cual la muerte lo privó.

De mi relectura de El hombre rebelde he sacado, en fin, estas apostillas útiles como munición cuando el artista contemporáneo aspira al mismo tiempo a la originalidad crística de Rimbaud y a sus gordos sueños crematísticos, a la transgresión sagrada y al millón de dólares. A su vez, en el rostro difuso de Lautréamont se siguen mirando los entusiastas ya no de asustar a la burguesía, como el pobre Ducasse muerto casi inédito, sino de venderle instalaciones y endriagos disecados menos ingeniosos que los recitados por Maldoror, a los museos y a los galeristas.

Como en todo moralista hay en el Camus de El hombre rebelde una firme raíz conservadora pero nunca abogó, enemigo de todas las inquisiciones, por la prohibición de los Sade, los Lautréamont y los Rimbaud. Se trataba, liberalmente, de tomárselos en serio y despreciar las banalidades disfrazadas de demonismo con que nos retan al ser leídos, trampas capaces de hacer tropezar a los admirables surrealistas.

Entre los moralistas franceses, si es que hay otros, tras Montaigne y Pascal, está y estará Camus. Como el señor de La Montaña, consideraba absurdo cambiar el mundo e insoportable la tortura de un solo hombre. Como el matemático protegido de los jansenistas, ante la soledad humana, a Camus lo tentaba, una y otra vez, la inexistencia de Dios. Lo recordamos como murió, joven. Algunos aspiramos a envejecer con él.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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