Hipocresías santas y profanas

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Hace sesenta años se publicó La mente cautiva, un estremecedor ensayo del poeta polaco Czesław Miłosz que analizaba las formas laberínticas en que los intelectuales más brillantes eran capturados por la cultura autoritaria de los países socialistas de Europa del Este. Se publicó una primera traducción al español en 1954, y se volvió a publicar después, pero hoy ya no se encuentra en las librerías, lo que es de lamentar pues me parece que es uno de los análisis más brillantes de la cultura política moderna que se han escrito. Miłosz explica los mecanismos intelectuales que permitieron a muchas personas aceptar las dictaduras estalinistas en las llamadas democracias populares. Aunque estos regímenes han desaparecido, el libro de Miłosz no ha perdido su actualidad, pues es una reflexión creativa sobre las (aparentes o reales) conversiones políticas e ideológicas. Y, como sabemos, las conversiones no han dejado de extenderse en los medios políticos e intelectuales. Es algo frecuente.

El hecho de que la gente acepte una condición dictatorial, Miłosz lo explica mediante un concepto tomado de la tradición islámica: se trata del ketman, que se define como la práctica del ocultamiento de las ideas propias y el fingimiento de una aceptación del pensamiento oficial. Esta práctica, también conocida como taqiyya, es considerada por algunos intérpretes musulmanes como una forma superior de hipocresía, puesto que sus practicantes odian interiormente las ideas hegemónicas y se consideran superiores a aquello que hipócritamente elogian. Ha sido definida como una hipocresía santa, que hoy en día –ejemplo trágico– han practicado algunos terroristas musulmanes para poder convivir en el seno de la sociedad occidental imitando actos que detestan (comer cerdo, beber alcohol) para disimular el fuego de su fe dogmática interior. Desde luego, el ketman o la taqiyya que describe Miłosz no tiene esa dimensión sagrada: es más bien una hipocresía profana y secular que permitió a muchos vivir en las sociedades socialistas sin sobresaltos. Bajo una costra de hipocresía muchas personas ocultaban ideas éticas, escépticas, metafísicas, revolucionarias o estéticas y abominaban el modelo soviético. Quienes conozcan Cuba sabrán bien a qué se refería Miłosz. El propio poeta no lo dice, pero sin duda debió de practicar el ketman para resistir los rigores del sistema político hasta que rompió con el régimen polaco en 1951.

La finura del análisis del ketman en las sociedades socialistas que presenta Miłosz nos abre el camino para entender un fenómeno propio de la cultura política, que se encuentra mucho más extendido de lo que creía el poeta. Yo diría que es una condición que acompaña al oficio político en muchas sociedades, y no sólo en aquellas dominadas por alguna clase de dictadura o totalitarismo. En los países democráticos la taqiyya también ha impregnado la práctica política. Sin embargo, los textos de teoría política suelen evitar el tema de la hipocresía. Quiero recordar que Kant, en su Antropología (1798), inventa la historia de unos extraterrestres de un lejano planeta que son tan racionales que solo pueden pensar en voz alta y por ello no pueden ocultar nada. Son seres incapaces de enmudecer lo que pasa por su cabeza. Kant comenta que una sociedad compuesta de seres tan racionales únicamente podría funcionar si todos sus integrantes fueran tan puros como los ángeles. Entre los humanos la convivencia y el respeto serían imposibles si no pudiésemos reservar nuestros pensamientos, en una actitud que va del disimulo hasta el engaño y la mentira. Para paliar el pesimismo que empapa esta idea, Kant afirma que hay en los humanos una propensión moral innata a rechazar la mentira. Ya antes La Rochefoucauld había dicho que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.

La política, como sabemos, no es el reino de los ángeles. Estamos demasiado acostumbrados a la hipocresía de los gobernantes y funcionarios. Sin embargo, solemos exigir que las cuotas de hipocresía sean dosificadas, pues hay en la sociedad umbrales más allá de los cuales no puede absorber más mentiras sin entrar en crisis. La hipocresía no es solo el homenaje a la virtud, sino también un equilibrio o una contención ante el vicio. ¿Cómo puede vivir la intelectualidad en este contexto? ¿Debe simplemente imitar a los políticos? Como es sabido, ello implicaría el sacrificio de la inteligencia, que algunos están dispuestos a aceptar a cambio de favores o de poder. Pero no todos. ¿Qué quedaría del trabajo intelectual si se sumergiese totalmente en el disimulo y el engaño?

Por suerte hay poetas que nos recuerdan, ante los excesos santos o profanos de la hipocresía, que todavía no se marchita el valor de la sinceridad.

 

 

 

 

 

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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