'Gracias por haber venido' (acrílico sobre lienzo, 1989).

Gracias por haber venido

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Estar encima de un tejado blanco, debajo de un cielo azul, muy aburrido, sin nada que hacer, con un pitillo y un zumo de naranja en la mano, es estar llamando a la felicidad, respondió Pedro Casariego Córdoba hace veinticuatro años a una de las preguntas del cuestionario que le enviaron José Luis Gallero y José María Parreño y que se publicó en la revista Sur Exprés bajo el título, de ecos kafkianos, “Nací apache”. Jakob von Gunten, el protagonista de la novela homónima de Robert Walser y en cierto modo alter ego del autor suizo, al que Casariego leyó y apreció, un pobre diablo que asiste a una escuela para aprender a servir y convertirse así en un hermoso cero a la izquierda, concibe también el bienestar de una manera sencilla y soñadora: Cuando veo arder velas, me figuro que soy un hombre rico. Al instante aparece el criado, trayéndome el abrigo de pieles… La voz de Casariego resulta sorprendente en nuestro país. Tal vez porque en ella se escucha un timbre más acorde con el de algunos autores centroeuropeos, como Kafka o Walser, que con el de la mayoría de los poetas de por aquí.

El pasado 24 de abril se presentó en Madrid la nueva edición del libro La voz de Mallick, recuperado por Tansonville, la editorial más exquisita entre todas las que conozco, y acompañado de un breve y brillante prólogo de la hija del autor, Julieta Casariego. El acto tuvo lugar en un piso de la calle San Hermenegildo, una especie de pequeñísimo museo dedicado al poeta, en el que se han reunido casi toda su obra pictórica, numerosos manuscritos y algunos de sus cuadernos, libros y útiles de trabajo, como sus pinceles o la Olivetti roja con la que escribió la mayor parte de sus poemas. La idea es de Pe Cas Cor Sociedad Imaginada, una sociedad fantasma creada por los miembros de su familia y algunos amigos para ocuparse de su legado. De funcionamiento intermitente, no cuenta con ayudas ni subvenciones y no tiene estructura legal alguna. Uno de los siete hermanos del autor, Martín Casariego, dio la palabra a Eduardo Fraile, poeta y editor de Tansonville, y a Luis Alberto de Cuenca. Se habló del mejor libro de Casariego, su hija. Y se habló también de su genio espontáneo, original, único. Al final, Isabel García Mellado leyó unos versos de La voz de Mallick. Así la voz de su hermano, embargada por la emoción, la de Fraile, enamorada de su trabajo y de la poesía de Casariego, la de Luis Alberto de Cuenca, contundente en sus juicios generosos y llena de añoranza, la de Isabel, casi inaudible, una voz muy pura que parecía surgir de una celda, la voz de Mallick y, por tanto, la de Pedro, se fueron alternando entre aquellas cuatro paredes.

Hasta los cuadros hablaban, en medio de un silencio absoluto por parte de los asistentes. Un silencio como el de Mallick, más largo que el camino de la serpiente, más profundo que el dolor de la hiena. Gracias por haber venido, decía uno de los lienzos, tratando de abrazar a un ser invisible y moviendo las manos entre naranjas y rosas sobre un fondo verde y rojo, mientras los de la mesa 6 ayunaban con un hambre disfrazada de música y los de la 10, sin emitir sonido alguno, abrían sus bocas para pedir pan, “ooh Señooor / no nos olvides”, como los esclavos negros de Ookunohari a los que Mallick escucha desde su celda, azul y soltera como la de Pedro Casariego por aquel entonces. Los de la 1, celestes y amarillos, bailaban encima de su mesa una danza frenética, quizá llamando también ellos a la felicidad. Un poco más allá, los de la 5 jugaban ¿al ajedrez?, guiñándose un ojo. Solo los de la mesa 2 no llegaron, dejando sus sillas vacías. También Lenz, poeta alemán del Sturm und Drang retratado por Casariego tal y como lo describió Georg Büchner, sentado en una montaña bajo el fuego de una tormenta sin duda interior, y el lector amarillo, un misterioso personaje, tenían algo que decir. Como los monstruos, mitad humanos, mitad animales. O la bailarina dentro de su novio, azules y rojos los dos. Sus voces se unieron en un coro irrepetible, pues no hubo allí ningún sofisticado equipo de grabación, como el que inmortalizó la voz de Mallick, el basurero. Una pérdida. O la belleza más pura, teniendo en cuenta que, según Kafka, es en el coro donde puede haber una cierta verdad.

En una de las vitrinas se podían ver los platos que Casariego Córdoba pintó para su única hija. Y una silueta del autor en madera, minúscula, de bolsillo. Al fondo, cerca de la entrada, apoyados unos sobre otros, descansaban los demás cuadros. Los custodiaba la figura de un personaje delgado que parecía surgido de una de sus obras, vestido con pantalón y camisa azules, el uniforme de dril que Mallick, como el propio Pedro, inventó para su alma. También Kafka, siempre rozando el silencio, hizo algunos dibujos de una enorme expresividad, a pesar de su monocromía. De Walser se puede decir que convirtió su escritura, al reducirla hasta el extremo, en una guirnalda caligráfica casi infinita, en una sucesión de pictóricos microgramas. Pedro Casariego, que pensaba que el artista debe crear dentro de sí mismo, fue abandonando poco a poco las palabras, tal vez para no hacer ruido, sustituyéndolas por imágenes, explosiones del artista interior, secreto, alejado de la vana y terrible fiebre de homenajes y adulaciones. Valoro en mí cómo abro una puerta, afirma Jakob von Gunten. Solo soy un verdadero artista mientras vacío el lavaplatos, escribió Casariego Córdoba.

¿La vida puede ser una lata?, preguntaban Gallero y Parreño en aquella entrevista de 1988, haciéndose eco del título del libro de Pedro Casariego que entonces se acababa de publicar. Si, supongo que sí, aunque para mí nunca lo ha sido, contestó él y explicó que pensar que la vida es una lata le parecía algo muy suave, muy dulce, inofensivo, algo así como un grano en la barbilla. Si alguien cree que la vida es una lata tiene grandes posibilidades de alcanzar la felicidad a través del aburrimiento, del tedio, del hastío, de la benéfica paz terrena, reflexionaba. Lo terrible es la obsesión, ser un simple esclavo de un alma estropeada… El 8 de enero de 1993 Pedro Casariego ponía fin al sufrimiento de su alma. Como Walser, que pasó los últimos veintitrés años de su vida en el manicomio, doblando y pegando bolsas de papel y negándose a recibir un trato de favor, ningún privilegio que le distinguiera de aquellos con los que le tocó compartir encierro, decidió sumirse en el silencio, convirtiéndose, según sus propias palabras, en un artista de lo invisible, de lo inaudible, de la hierba amarilla y la estrella mojada. Un hombre inteligente no se dedica a escribir, decía también Casariego. Un hombre inteligente se hace príncipe del silencio.

En un rincón del piso de la calle de San Hermenegildo se encuentra la maqueta de la casa en la que Pedro Casariego Córdoba pasó buena parte de su vida. La proyectó su padre, el arquitecto Pedro Casariego H. Vaquero, con aquel tejado blanco desde el que el poeta soñaba despierto y que ahora, revestido de planchas de cobre, recuerda a los de ciertos edificios de Suiza o de Praga. Alguna vez aún puedo verle encaramado allá arriba, ya sin el zumo de naranja, apurando el sempiterno cigarrillo y contemplando el hueco dejado por su abedul. Y la felicidad es un ángel avejentado que a veces contesta, concluía el poeta en su respuesta a aquella pregunta en Sur Exprés. Porque la felicidad también es un ángel aburrido… Sí. Y tal vez también la verdad. Un coro de ángeles avejentados y aburridos que a veces contestan. ~

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(Madrid, 1961) es escritora y traductora. Ha publicado las novelas 'Leo en la cama' (Espasa, 1999), 'Los pozos de la nieve' (Acantilado, 2008) y 'Venían a buscarlo a él' (Acantilado, 2010).


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