Foráneos, o todo sea por votar

Una crónica breve de la búsqueda de una casilla especial.
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Empecé a corretear mi voto a las nueve de la mañana. Ve temprano, advirtieron. Las casillas especiales sólo tienen 750 boletas, informaron. Votas en el orden en el que llegas, dijeron. Si se acaban, te jodiste, previnieron. A las nueve de la mañana, la fila envolvía al Hospital General. En la entrada de la casilla, el barullo iba de ligero a moderado. Eran claramente más de 750 personas las que estaban ahí. Todas con rostros circunspectos, todas anticipando, imagino, que no podrían votar y sopesando sus opciones. Mi sección, porque me parece que toda fila es una colección de secciones discretas, era una de conversadores entusiastas. Yo me puse los audífonos de inmediato. Evaluaba mis propias opciones. Hacía llamadas. Pedía ayuda. Una hora después, y apenas una decena de metros más adelante de donde comencé en la fila, estaba claro que mi única esperanza para votar era pagar 200 pesos por un boleto a Querétaro y asistir a la casilla que mi credencial del IFE me asigna. No actualicé mi domicilio en el padrón. Me encantaría decir que es porque soy un recién llegado, porque tengo filias tan sólidas y vivas con el estado en el que crecí que se extienden hasta el documento de identidad. Pero no, no lo hice por desidioso, por imbécil.

En algún momento, en la fila se escuchaba el deseo disfrazado de rumor: «Al IFE no le va quedar de otra y van a mandar más boletas, aguanten.» Algunos más pedían hacer señas a los helicópteros de los noticieros que sobrevolaban la zona.

A las doce y media del día iba en un coche con dos personas más, desconocidos y hermanados por una súbita compulsión por hallar una casilla especial donde votar. No sé para ellos, pero para mí el voto dejó de ser el ejercicio de una visibilidad cívica para convertirse en el motivo del día. No era más un asunto de influir microscópicamente en el resultado de las elecciones: era un problema que resolver. La necedad había, en mí, suplantado el deseo de tachar un logo y sentir la satisfacción de no ser responsable de la llegada de un candidato no deseado.

La tercera casilla especial fue la buena. En el jardín del arte, en el centro de Xochimilco, la fila daba la vuelta a un pequeño quiosco, vuelto casilla ese domingo. Todo iba bien. Avanzábamos, había boletas suficientes, alrededor el paisaje de domingo no podía ser más apetecible. Y luego empezó a llover. La casilla, que dejó durante el chubasco de ser casilla y volvió a ser quiosco, se llenó de gente, se perdió el orden. Alguien mencionó, asociada a la lluvia, la «presencia del fraude». Objetamos que era lluvia, que como estrategia de influir en los resultados era la más azarosa y la menos confiable, pero ella no se dejó amilanar: esta lluvia «algo tiene que ver con el chanchullo, uno nunca sabe». Pues sí. El aguacero duró larguísimos minutos. Hallé cobijo bajo un paraguas prestado en el que unos seis foráneos nos arrebujábamos, pero una gotera me alcanzaba el hombro al punto de convertirme en una persona empapada justo por la mitad. Los seis dentro del paraguas logramos no hablar de política –a Dios gracias– durante la mayor parte del tiempo. Cuando lo hicimos, fue claro con muy pocas frases que nuestro voto estaba sincronizado. Sonreímos y seguimos tiritando.

A las cinco de la tarde, la lluvia ya apaciguada, la gente de nuevo en fila, y con los pies hechos un muñón helado o un bloque de madera adolorida, estaba yo con los mismos personajes del principio –fraternidad de necios en torno a un paraguas–, esperando.

A las seis estábamos por subir al primer escalón del quiosco –ahora casilla. Hubo entonces el conato de gresca que no puede faltar cuando cuatro horas de espera se acumulan en la espalda y ocho o diez personas regresan a retomar el lugar que un papelito no oficial les asignaba al frente de la fila. La pelea, por fortuna, terminó sólo en insultos, en policías escoltando a los diez que quisieron llegar, y una turba que lanzaba basura y altisonancias contra ellos. Cuando finalmente los bajaron, nos miramos un foráneo tampiqueño y yo. «Pensé que nos cerraban la casilla, vato», me dijo.

A las seis y media me pintaron el pulgar.

A las ocho de la noche entré a mi casa. Me di cuenta que no llevaba cinturón. Había comprado por 200 pesos una chamarra. Perdí mi sudadera no sé en donde. Comí esquites y un Bubulubu. Y, por cansancio y por imbécil, no pasé por mi café gratis al Oxxo.

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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