Enseñanzas caóticas

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¿Saben de alguien que haya sido sepultado con una osa?

¿Qué?, qué preguntas… ¿Enterrado con una osa? No, claro que no. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien una cosa así?

Pues sí, ha sucedido, es historia verdadera.

¿Enterrado en camposanto con una osa?

Sepelio de la osa y del cristiano. En panteón y a perpetuidad. Y quien bajó con la osa tiene algo de celebridad, bien que su fama es refleja.

¿Celebridadrefleja?

Sí, porque la famosa no es de ella, porque fue eso, mujer, la sepultada con la osa, sino su hijo.

¿Qué tan famoso?

Famosísimo. Es nada menos que Lord Byron. Abramos la escena: se trata de la muerte de una anciana dama, que no es otra que la aristocrática madre del poeta. La tarde de su fallecimiento la señora se sentía de perlas. Era voluminosa y asmática, pero por lo demás gozaba de plena salud. Tenía la señora una osa a la que prodigaba todo su cariño. El animal la acompañaba por todas partes, sala, comedor, recámara, baño, cocina, terrazas, jardín, estuviera ella sola o acompañada, pues la bestia manifestaba gran mansedumbre. Ese día, sin embargo, la osa enfermó de pronto, quién sabe qué padecería, porque como de rayo agonizó, en la mañana, y murió, en la tarde de ese día.

La primera reacción de la señora fue caer en desesperación. Un rato después dejó de llorar y dio muestras de entrar en cierta calma resignada. En ese momento se desplomó sobre ella la segunda desgracia: hizo entrada, sobre charolita de plata en mano firme y enguantada de blanco, de mayordomo, la cuenta de su tapicero, que había terminado al fin ciertos trabajos encomendados. Cobraba dieciocho chelines y cuatro peniques. La señora dio voces, enfurecida, un abuso, un verdadero abuso, un atraco, el tapizado no caro, carísimo. Dos desgracias consecutivas. Fue demasiado: un ataque de apoplejía doblegó a la otrora saludable señora. Al cerrar la noche la dama yacía, junto a la osa, difunta.

 

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¿Sabes qué es un birlocho?

No, ¿es un pan?

No, qué pan ni qué nada.

Estoy en oscuridad.

Entonces tampoco sabes qué es una vuelta napolitana.

Sigo en tinieblas.

Pues verás. El 1o de agosto de 1786, el maestro don Francisco Goya y Lucientes escribió a su amigo Zapater. Sabido es que la información esencial sobre la juventud y madurez de Goya se encuentra en las cartas a un su amigo de nombre Zapater.

En esa carta, el pintor relataba que su nuevo sueldo de pintor del rey (cargo que Goya ambicionó y ya había alcanzado), de quince mil reales, sumado a los trece mil de la Academia y acciones de banco, le permitía hacer algunos gastos mayores. Por ejemplo, la compra de un birlocho inglés que orgullosamente describe en la carta. Bien, ¿pero qué es un birlocho? ¿Una joya, tal vez, un traje?

No. Leamos la descripción que hace el propio Goya, en su extraña sintaxis: “Es cierto que es alhaja, no hay sino tres en Madrid como él, tan ligero que no encontrará ninguno más que él, con un herraje excelente dorado y charolado, vaya, aun aquí se para la gente a verlo.” Bien, ¿pero qué es?

Sigamos leyendo, más adelante informa Goya que anda lastimado de una pierna porque al dar una vuelta a la napolitana… Ya apareció la vuelta enigmática, y en consecuencia “fuimos a parar, birlocho, caballo, y nosotros, dando volteretas, y muchas gracias a Dios de lo poco que fue, que el peor librado fui yo…”. Ya andamos muy cerca porque, como se infiere de lo anterior, un birlocho es un coche abierto.

Ahora obsérvese que este Goya ambicioso, algo presumido y cortesano es, en palabras de Edith Hermann, “un personaje distinto del Goya de la leyenda, majo valentón, íntimo de toreros y chisperos, cuyas pintorescas costumbres y hazañas saca a relucir en sus lienzos”. Esto pone en duda el supuesto “popularismo” de Goya con el que muchos, por ejemplo Ortega y Gasset, caracterizan sin fundamento el arte del maestro aragonés. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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