¿En qué momento se jodió El País?

Los seguidores de la buena prensa nos preguntamos cómo, cuándo y por qué el diario El País ha tocado fondo, se ha hundido no solo económica sino periodísticamente.
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Como Zavalita, el protagonista de Conversación en La Catedral que mira perplejo los escombros de su Perú en ruina y descolorido, los seguidores de la buena prensa nos preguntamos cómo, cuándo y por qué el diario El País ha tocado fondo, se ha hundido no solo económica sino periodísticamente.

Antes incluso de su entrada en los números rojos en 2011, de la progresiva caída de ingresos en publicidad y de los viejos rumores de un despido masivo que finalmente ha sido anunciado, El País fue mermando su calidad informativa y terminó obedeciendo a las tendencias y a la moda: abrió sus puertas de par en par a la frivolidad.

Ante miembros de la redacción, y en privado, su director Javier Moreno reconoció hace dos semanas que el grupo Prisa, propietario de El País, estaba arruinado; de esa ruina, de la que muchos al interior del periódico responsabilizan a uno de sus fundadores, Juan Luis Cebrián, se encargarán de escribir otros: gente experta en gestión, economía y finanzas.

La que a mí me interesa, en cambio, es la que ha hecho del diario más importante en español de los últimos 25 años, una gaceta de sociales que airea todos los días romances de figuras mediáticas, casi siempre futbolistas del Barcelona o del Real Madrid: Shakira y Piqué encabezando los titulares,  Casillas y Sara Carbonero pisándoles los talones, y detrás, según nos lo cuenta con un inédito engolosinamiento, Sergio Ramos y una tal Pilar Rubio, por no citar la extensa lista de chismes con los que se presume es la nueva manera que tiene el periódico de espíritu “europeísta y de izquierda” de cultivar a la sociedad española o de entretenerla ahora que la industria del ladrillo se ha venido abajo.

Pero La Nada con la que El País se está encargando de “informar” a sus lectores, compitiendo en estilo con revistas como ¡Hola!, es tan grave como su incapacidad de investigación en lo que concierne a los verdaderos problemas que azotan a España y al mundo: un periódico como El País debió no solo intuir la crisis, sino denunciar la corrupción que ha sobrevolado España en los últimos años, convertir su cabecera en una trinchera periodística con la cual hicieran rodar cabezas gracias a trabajos de investigación; un diario como El País debió hacer acoso cotidiano a la ligereza con la que la sociedad española, al estilo nuevo rico, se la pasó bomba gastando dinero prestado que no tenía para pagar; un diario como El País debió reparar en que algo no estaba funcionando en una sociedad mientras unos seguían matando por su deseo enloquecido de “independencia”, y otros asistían embelesados a los programas más ordinarios y soeces que haya visto yo nunca, Crónicas Marcianas o Gran Hermano, por citar dos ejemplos de la normalidad televisiva made in Spain.

El País, que tuvo el cuidado de elaborar una norma de estilo rigurosa y puntual apenas meses después de su fundación, en 1976, en la que por ejemplo censuraba la publicación de toda nota relativa al boxeo “salvo las que den cuenta de accidentes sufridos por los púgiles o reflejen el sórdido mundo de esta actividad” y que, además, creó la figura de “defensor del lector”, ha olvidado su propia ética deontológica y ha cambiado las reglas sin avisar a los lectores: ahora prima la mala redacción, la superficialidad, el recurso fácil, la incapacidad para distinguir gimnasia con magnesia o “política” con “sociales”, y, para mayor inri, hasta el anonimato, o lo que es lo mismo, firmar bajo la rúbrica de un fantasma al que están a punto de liquidar: “la redacción”.

Valga como un ejemplo tomado al azar, para los que gustan de las pruebas, la patética nota del príncipe Felipe, futuro jerarca, hijo del cazador de elefantes, paseándose por las calles de Madrid hace apenas unos días: “¡Te lo juro: el Príncipe está en la calle!”; o esta otra, en la que yo creí que se hablaba de boxeadoras: “Las parejas de la plantilla del Barça en armas contra Bar Rafaelli”. ¿Qué diría Tom Wolfe de este Nuevo Periodismo?

¿Es eso lo que se enseña en la escuela del diario? Un egresado del máster de El País de principios de los años 2000, quien pide no cite su nombre, me responde: “(redactores y editores) no investigan, no entienden la actualidad, ni la economía, viven en una progresía acartonada… Pontifican y sentencian desde el más absoluto error: es como escuchar a Azazel sermoneando sobre ética…: te voy a decir qué es exactamente El País: el paraíso y madriguera de los pelotas. Dividieron al mundo en fachas malos y progres buenos, y luego eligieron un bando al que hacerle mamadas a cambio de protección”.

Pero El País no era eso. Era un diario capaz de ofrecernos entrevistas memorables a hombres de noventa años, como la que le hizo Ignacio Carrión al arquitecto Philip Johnson en 1999, “Un arquitecto feliz”, trabajo que debería de servir para dar cátedra en cualquier facultad de periodismo del mundo; El País era aquel diario que de la mano del periodista Ernesto Ekaizer cubrió mejor que cualquier otro medio el arresto del dictador Pinochet en Londres en 1998; El País era ese diario que nos narró con exactitud la toma de la embajada de Japón en Lima por el comando MRTA en 1996, con la firma de Juan Jesús Aznarez; El País era ese diario, digno, que ofreció un extraordinario seguimiento de los días de aquel macabro plazo que la banda terrorista ETA puso a la vida del concejal Miguel Ángel Blanco, en julio de 1997, solo por nombrar cuatro ejemplos de su maravillosa época en los 90, de las decenas, centenas que guarda su hemeroteca y que honra al periodismo.

Es por ello lamentable lo que ya vivimos sus lectores en el año 2000, cuando descaradamente el diario se rindió a las órdenes de Pedro Almodóvar, haciendo lobbyng periodístico, dedicándole páginas y páginas, aplausos y aplausos, para que le concedieran el Oscar por Todo sobre mi madre.

Y más tarde, en 2004, cuando el suplemento Babelia se volvió una sucursal de Alfaguara, lo que motivó a que su mejor crítico literario, Ignacio Echevarría, fuese apartado del mismo por haber hablado mal de uno de los tantos malos libros que la editorial no se ha cansado de publicar en los últimos años y de los que Babelia se hacía cargo de su promoción.

Bien, es verdad que el suplemento no medía con la misma vara las críticas que se escribían de los libros de otras editoriales, como la que publicó en su día el propio Echevarría en la que hacía trizas el absurdo literario de El fin de la locura, de Jorge Volpi, publicado en Seix Barral. Los libros malos solo podían criticarse si no pertenecían al grupo que ahora está en ruina.

Por aquel incidente, una centena de escritores, críticos y editores, entre ellos autores prestigiados que publicaban y siguen publicando en Alfaguara, como Mario Vargas Llosa, el memorable padre de Zavalita, y Javier Marías, firmaron una carta  en diciembre de 2004 en la que expresaban su “preocupación por el daño que ha sufrido la credibilidad del periódico (…) y la posibilidad del futuro ejercicio libre de la crítica en las páginas de El País”.

Por eso es lamentable que los que llegamos a leer ese diario con pasión nos encontremos con ese nivel devastado por la pluma y anquilosada de nuevas firmas nada preparadas, y antiguas que, bajo la comodidad de los premios se han establecido como las voces cultas de la prensa y la literatura españolas: Elviras Lindo, que es ahora, además, una estrella de la moda, Rosas Montero, Marujas Torres, periodistas de las buenas, en su día, antes de “columpiarse en la poltrona de El País”, como lo escribió un internauta hace poco, Juan Josés Millás, y un largo etcétera que nos demuestra la decadencia intelectual de la España actual, la planicie hueca y vacía que había detrás de una época boyante y artificial a la que se le inyectaron esteroides para hacerla ganar, como a Lance Armstrong.

No faltará, ahora que está de moda no aceptar la crítica sino tacharla de envidia, que alguien se me eche encima: yo mismo publiqué un reportaje por primera vez en El País en 2005; nunca como entonces había sido objeto de un riguroso fact checking, de una exigente comprobación de fuentes, de una corrección detallada; creí haber entrado al Olimpo de los que publicaban en el mejor diario del mundo en nuestro idioma, el español.

Hoy, ese diario se está muriendo aunque no quiera reconocerse; y lo que es aún peor, no parece haber ninguno que pueda relevarlo.

 

 

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Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


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