En las raíces del desprecio. Un viaje al País Vasco

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Amediados del siglo XVIII, Juan Bautista Gumucio y Bolumburu, bilbaíno, perdió en un pleito legal contra su hermanastra, Sebastiana Gumucio de Avendaño, el mayorazgo de la familia. Bruscamente pobre y deshonrado, se fue a América. Eligió Bolivia porque había minas de estaño. Se hizo rico, o al menos llegó a ser regidor de Cochabamba. Fundó la parte americana de mi familia.
     Uno de sus descendientes, Julio F. Gumucio, descubrió la gumucionita, una piedra de color frambuesa (descrita por una revista mineralógica de Buenos Aires como “una blenda hojosa coloreada por sulfuro de arsénico”). Después de largos análisis, se llegó a la conclusión de que la piedra no tenía ningún valor más allá del decorativo. Otro de los Gumucio abrió un banco que tenía su propia moneda, los gumucios. Sus descendientes lograron la difícil tarea de no ser presidente de Bolivia (en un país donde se sucedieron a velocidad vertiginosa toda suerte de golpes de Estado), aunque uno de estos Gumucio espera desde hace décadas encerrado en su biblioteca que algún gobierno lo nombre canciller. A mediados del siglo XIX, otro de esos Gumucio bolivianos, Javier Gumucio Echichipea, se fue a Chile, donde se dedicó a un periodismo de incendiario catolicismo.
     De esa última rama provengo yo. Ultraconservadora en política cuando el mundo era liberal y ultrarrevolucionaria cuando el mundo era conservador, mi familia perdió la fortuna que trajo del altiplano. Mi abuelo se enorgullecía en su lecho de muerte de que no me iba a dejar ni un centavo, pero sí un “nombre”. Supongo que eso es lo que andaba buscando cerca de Bilbao una tarde de este último otoño: los restos de ese nombre, y si no las raíces el tronco, y si no el tronco el árbol desnudo que me explicara de dónde vienen el orgullo y el pesimismo de mi ancestro, su pasión por defender lo indefendible y por los matrimonios sólo entre vascos (mi familia por parte materna viene de Álava).
     ¿Dónde está el origen? ¿Dónde está la madre patria de mi orfandad? En algún momento de nuestra vida todos los latinoamericanos nos hacemos esa pregunta. Entonces es cuando algún tío ocioso hace un árbol genealógico, o va adonde los mormones en Utah, que tiene el mayor centro de estudios genealógicos del mundo (creen que inscribiendo en la lista a los muertos lograrán salvarlos ante el juicio eterno, así que añaden la mayor cantidad posible de nombres a ella). En los anaqueles de estas búsquedas de los orígenes, los sudamericanos solemos encontrarnos con más leyendas que certezas. Todos descubrimos que somos parientes del Cid Campeador, o de una tía loca que se casó con un príncipe ruso, o de esos sefardíes que se cambiaban de nombre y de religión cerca de Toledo, o que tenemos alguna vaga relación con duques o marqueses. Buscamos los latinoamericanos un castillo en España, una Europa que se nos parezca siquiera un poco, y no encontramos más que cadáveres sonrientes en el armario.
     El hecho es que en algún momento de la vida a los latinoamericanos se nos da la loca idea de querer ser españoles, o saber al menos en qué consiste serlo. Y nos extraña que los españoles, en cambio, se nieguen con repugnancia a considerarse como tales. Ellos son gallegos, asturianos, valencianos, vascos o catalanes, aunque hablen español y tengan el pasaporte español. En efecto, son los representantes cabales de esa maldita costumbre hispánica de no querer ser lo que se es, de no aceptar la fatalidad de los hechos e inventarse una leyenda para fugarse de la realidad. Fuga comprensible cuando España era una dictadura ominosa y gris, pero irracional en una España que desde fuera, desde mi lugar de intruso y extranjero, es un país democrático, en que no se le prohíbe a nadie hablar su lengua ni elegir sus autoridades. Pero eso es tema de otro artículo.
     No me importa la España real, la de hoy. Yo busco la mía, la de mis antepasados. Queda en Vizcaya. En los alrededores de Bilbao, en un territorio en eterno conflicto que por estas fechas —por boca de su lehendakari— propone separarse de España sin separarse del todo.

Bilbao
     Alguna vez Gumuzio (porque en España la c se convirtió en z) fue un pueblo. Más bien un solar que tenía como centro la torre familiar, la que tenía el escudo con los perros dando vueltas debajo de un encino. Queda entre Galdákano (o Galdakao, como el gobierno vasco insiste en llamar este suburbio industrial) y Amorebieta.
     —¿Para qué quiere ir a Gumuzio? —me pregunta uno de los numerosos chóferes a los que les pregunto el camino a mi pueblo.
     Entre los pitazos de los autos no alcanzo a explicarle que de ahí vengo.
     —A Gumuzio nadie va. Sólo hay un autobús que para allá, el 123.
     Y el chofer me muestra, con la mala voluntad finalmente muy voluntariosa del bilbaíno medio, un paradero en la Plaza Circular donde mira el horizonte la estatua de Diego López de Haro.
     En la vereda impecable caminan ancianas y ancianos. Se ven el metro de “Sir” Norman Foster que hunde en la tierra su crisálida transparente, los árboles frondosos y verdes. Bilbao es una impecable sucesión de suburbios en la que nadie se mira a la cara. Todos se conocen, se saludan con la cabeza o con la boina, sonríen crispados, para, con más prisa, ir a pasear a sus perros al Paseo del Campo del Volantín. En eso Bilbao se parece a Santiago de Chile, una ciudad que se recorre a ciegas, en la que se vive más pendiente del pavimento que del cielo, que pareciera pesar demasiado. Bilbao es de esos sitios en los que la fuerza de gravedad parece más fuerte que en cualquier otro, donde nuestros pasos y nuestras palabras, nuestros gestos más nimios, tienden hacia el suelo y toman la seriedad de un testamento.
     Bilbao (o Bilbo, como la llama el gobierno vasco) no es bonita, ni preciosa, ni extraña, sólo es bella de una forma brusca y rotunda como el acero con que se viste. Sitiada dos veces por los carlistas y otras tantas por los franquistas, es una ciudad que tiene por orgullo resistir. No hay rastros góticos ni apenas barrocos, es una ciudad industrial ya sin industria pero que sabe mostrar lo que tiene. Ahora, el Guggenheim, las casas Art Nouveau, el mar que se huele a lo lejos.
     Bilbao se protege, encerrada por un desfiladero de cerros verdes, el río calmo, las siete calles y el Nervión, que también cambiará de nombre. El gobierno autonómico la va a llamar Ibaizábal. El gobierno autonómico adhiere con profundidad al nominalismo bíblico. El Dios de los vascos, o de los nacionalistas de cualquier parte del mundo, es ante todo verbal. La primera batalla de toda toma del poder consiste en ganarse el lenguaje, inventar uno, y después moldear la realidad según sus nombres. San Petersburgo se llamó Leningrado y Santo Domingo, Ciudad Trujillo. El diario Gara, órgano de la izquierda abertzale que compré en la estación de tren de Abando, se dedica como ningún otro a estas trasmutaciones del lenguaje. En vasco dicen lo que no pueden en castellano, en castellano lo intraducible al vasco. Así, el secuestro por los chechenos de un teatro entero, que está en la portada de ese sábado, es cuidadosamente denominado “Acto de reivindicación”. Hay sendos artículos sobre el nacionalismo español, un nacionalismo español imposible de encontrar por las calles de Bilbao. Ni una bandera roja y naranja, pocas ikurriñas, apenas carteles que llaman a acercar a los presos de ETA a las cárceles de Euskal Herria, otro nombre inventado, un nombre que arrastra detrás de sí un mapa, uno que incluye un poco de Francia y Navarra. Un mapa que duerme en las tabernas junto a los banderines del Atlético de Bilbao.

Erleches
     —Erleches, bájese aquí —me grita el chofer del bus 123.
     Porque no sólo el PNV se dedica a esta tarea de cambiar los nombres de las cosas y lugares; también lo hacía Franco. Así Gumuzio, durante cuarenta años, sepa Dios por qué, se llamó Erleches, que —creo— quiere decir “lugar de abejas”.
     Bajo del autobús, veo unos abetos, mi tierra ancestral removida cerca de un canal. Le doy la espalda a mi pueblo para verlo de a poco, para disfrutarlo lentamente. Un camión de ochenta toneladas roza mi cara. Cierro los ojos para evitar el polvo, abro tímidamente los párpados y al fin veo mi tierra.
     Una rotonda vacía, la carretera, a lo lejos unos contenedores de metal, dos bares, y sobre el muro de piedra del bar Olochea, el cartel de una calle: “Gumuzio 1”.
     Entro en el bar. En la televisión autonómica que mira de reojo el barman, un documental sobre unos granjeros vascos que fueron a probar fortuna en Texas. La pantalla ofrece la imagen de otro bar en el que, emboinados y felices, los vascos del documental le enseñan eusquera a una familia afroamericana.
     —¿Aquí es Gumucio? —le pregunto al barman.
     —Sí, claro, esto es Gumuzio.
     —¿Nada más que esto? ¿Esto es todo Gumuzio? —sigo preguntando sin que el barman se digne a mirarme—. Su esposa fríe un bacalao.
     —Yo soy de apellido Gumucio —empiezo vergonzoso mi explicación; me siento como boy scout con poluciones nocturnas—. Vengo de Chile, muy lejos, en Sudamérica. ¿Usted sabe algo del pueblo?
     —Vinieron otros de Chile hace dos meses —responde detrás de mí el encargado de la gasolinera de al lado—. También han venido de otras partes, preguntan por el pueblo, se sacan una foto y se van.
     Esto dice mientras mastica un bocadillo de tortilla de patatas. “¿Y no hay nada del pueblo? ¿Algún recuerdo, algo?”, sigo insistiendo. Y el barman que sigue mirando el televisor me indica una explanada de tierra al centro de la rotonda de la carretera.
     —Ahí estaba la torre de los Gumucio. Hicieron la carretera encima.
     —Esto no es un pueblo —sigue precisando el de la gasolinera—, es un polígono industrial.
     —¿Pero usted conoce gente de apellido Gumucio, por aquí?
     —En Amorebieta hay unos que tienen un garaje —responde el de la gasolinera que justo se levanta, se despide de Josu, el barman, y vuelve a esperar a que un camión llene el tanque justo frente a la tierra de mis ancestros.
     Yo pido mi tercera Coca-Cola. Me doy cuenta de que podría quedarme todo el día y la noche sentado en la barra sin que me echaran, ni me hablaran. Esa extraña manera de la gente de aquí de mirarte sin que los veas. Esa desconfianza tranquila que siento que no me permitirá nunca saber qué piensan, y aún menos lo que sienten.
     Sin despedirme, sin que nadie espere que me despida, dejo el bar. Doy una última mirada al descampado, príncipe de Aquitania de mi torre abolida. Los cerros, los pinos, la carretera, los alrededores de Bilbao, las ciudades dormitorios, las fábricas. Logro parar el único autobús que pasa por mi pueblo y pago mi billete para Amorebieta.

Amorebieta
     Amorebieta al mediodía, la calma absoluta, los ancianos tomando el escaso sol, el campanario de la iglesia donde más de un Gumucio fue bautizado y los edificios residenciales de ladrillos rojos que dejó ahí la década de los sesenta, la de la expansión industrial. Por ningún lado encuentro la Vasconia profunda y tribal, la tierra en que es deporte arrastrar árboles, en que la prehistoria tiembla aún, de la que viene un pueblo primitivamente perfecto, sin lazos con latinidades y otras mezclas. Esa tierra temible que en los diarios de Madrid nos describen sangrante y en guerra fratricida. No hay debajo de los tilos de Amorebieta ni folclore ni guerrilla. Podríamos estar en Suiza, en Baviera o en Burdeos, podríamos estar también en España. De hecho sé que ahí estoy porque ésta es la región peninsular en que se habla castellano con menos dificultad, más pureza y menos tacos y muletillas. El castellano de los vascos —hosco pero claro, y dado a cierta ironía recóndita— no se mezcla con el eusquera, así como el catalán y el gallego sí suelen complicar el español de los bilingües.
     El eusquera lo hablan sobre todo los jóvenes, lo han aprendido en el colegio. Un eusquera de convención, no el de los pueblos, ni el bilbaíno, ni el navarro, ni el alavés. Un eusquera invasor, el que Sabino Arana instauró como la lengua nacional vasca. Es en esa juventud nacida bajo el gobierno nacionalista en la que más se siente una adhesión tácita a ETA. A ETA o a cualquier cambio radical, cualquier estímulo que despierte el Tanatos, ya que la bruma y la llovizna parecen haber adormecido del todo el Eros de las siete calles, y todo el casco viejo de Bilbao.
     La noche de Bilbao, más allá de la Plaza Nueva, es brumosa, oscura, clandestina; se escucha música tecno-industrial y los adolescentes compiten por quién tiene más piercings. En la plaza Miguel de Unamuno, bajando de las escaleras de Mallona, se empujan en silencio las pandillas de pubertosos. Es una tradición, Bilbao siempre ha sido punk, ritual, violenta y anarquista. Anarquista y nacionalista. Inútil es explicar que estos dos términos son contradictorios, que el anarquismo es antinacionalista por esencia y que la rebeldía radical contra la autoridad que predican estos jóvenes debería empezar por la autoridad de los gobiernos del PNV, que son los dueños de todo lo que se supone que odian. Pero España, y con ella el recuerdo de la Guerra Civil, es un enemigo mucho más fácil de odiar, ya que no implica ningún riesgo real de enfrentarse con sus padres nacionalistas. Rebeldía cómoda, que parece un curso más del currículo escolar.
     Finalmente, viendo esas pandillas en cuero con pañuelos palestinos e ikurriña en la espalda, uno no puede dejar de admirar la política nacionalista, que logra ser al mismo tiempo de gobierno y de oposición, de derecha y de ultraizquierda, amiga de ETA y opositora a ella. Increíble astucia de Arzalluz y su gente: dan ganas de que amplíen Euskal Herria a toda España y gobiernen con maquiavélica habilidad todo el país. Ahí sí que no habría piedad con el terrorismo.
     En esto, en esa preeminencia de la política sobre cualquier moral, siento por primera vez algo parecido al llamado de los ancestros. El amor por el poder en sí, desnudo de su aparatosidad. La falsa austeridad del vasco, que es en el fondo el hambre de una misión celestial y suicida. De San Ignacio a Simón Bolívar, tener el martirio, la razón, el dinero y la salvación eterna al mismo tiempo. En cada familia un cura, un empresario y un guerrillero, para ganar siempre y repartirse el botín sea cual sea el giro que dé la rueda del destino. En Chile dos Errázuriz han sido presidentes, uno es senador, otro diputado, otro cardenal. Lo mismo ocurre con los Larraín, los Irrarrázabal, los Eyzaguirre o los Echeverría. Con todos esos apellidos de mi país que veo escritos en carteles a la entrada de los pueblos. Esos apellidos que son pueblos, que recorro lentamente en un tren que me lleva a San Sebastián.
     Donostia
     Camino a San Sebastián, desde Durango, al atardecer. Me empeño en encontrar el sabor de mis raíces, ver lo que mis ancestros se cansaron de ver, comprender de qué estaban hechos. Cisnes en un estero, bosques, perdices, el mar de pronto, y pueblos donde se suben y se bajan jovencitas en pantalones muy apretados. Y es justamente la belleza de ese paisaje lo que me impide sentir el llamado ancestral de la tierra que vine a encontrar en el País Vasco. A pesar de mi sangre RH negativa y mis dos apellidos vascos, siento que este maravilloso paisaje poco tiene que ver conmigo. Quizás la tierra no tenga más poder de sugestión que el que uno le asigna. Puede ser que ese llamado de la selva no exista. Sin embargo lo sentí yendo a Toledo, mirando ese desierto, esa tierra donde sólo crecen bien los cardos y los toros. El desierto voluntario y suicida de Castilla me recordó algo profundo de Chile, y de México, y de Perú. Ese odio hacia la naturaleza, hacia nosotros mismos. Esa tierra en guerra con sus entrañas que Unamuno y Pío Baroja, dos vascos, me enseñaron a amar.
     No encuentro nada de ese sentimiento “intrahistórico” en el magnifico paisaje que recorre el impecable “Euskaltren”. Estas domesticadas selvas umbrosas de Guipúzcoa son el sueño de Castilla, es el paraíso del español medio. Sólo el olor del mar, su violencia, y las caras de descontento de los pasajeros, me recuerdan vagamente a Chile. Bajo en Donostia. Queda sólo media hora de sol. Voy detrás de la multitud en busca del mar.
     Definitivamente, San Sebastián no es Grozni, Belfast, Cisjordania o la franja de Gaza. Atardecer en La Concha: pérgolas y glorietas, la playa desierta, las parejas de ancianos, la ciudad a mi espalda. Es difícil contemplar toda esa armonía rebuscadamente simple y pensar que hay un “problema vasco”. Pocas regiones se han visto como ésta beneficiadas por los últimos 25 años de democracia.
     San Sebastián es una ciudad cosmopolita, burguesa hasta los dientes, pintoresca cuando hace falta, balneario el resto del tiempo. Calle de piedra y cemento, hoteles con lámparas de cristal, mar adornado de primitivas estatuas de Chillida, centro histórico neobarroco, tranquilos barrios residenciales y miles de tabernas que sirven sofisticados pinchos. Sé que esto último suena a folleto turístico; es que San Sebastián es un folleto turístico hecho ciudad. Una seductora envilecida, una concha que se abre con una sola gota de limón. Es también la capital del nacionalismo radical, y en los muros hay caricaturas de Fernando Savater y una larga explicación que demuestra que los manifestantes de la marcha antinacionalista organizada por aquél eran muchos menos de los que la prensa llego a decir. “El único nacionalismo obligatorio es el español”, termina por proclamar la pancarta. Pero no veo en qué puede perjudicar España a San Sebastián, cómo podría quitarle algo de esa belleza rotunda. Y quizás eso es el problema. San Sebastián se siente demasiado bella, demasiado rica, demasiado desarrollada como para convivir con Ciudad Real, Albacete, Cuenca, Murcia o Madrid.
     Es la rebelión de los ricos contra los pobres, lo bello contra lo paleto, lo europeo contra lo africano.
     No conozco suficientemente San Sebastián ni a su gente para persistir en un diagnóstico tan terminante, pero sí conozco Santiago de Chile, a los vascos de mi tierra, la de detrás de la cordillera. Sé cómo actúan los vascos en Chile; sé como excluyen y sé como rescriben la historia según su conveniencia. Mirando el mar Cantábrico en las costa de Donostia, entrando en la ciudad, la ría al atardecer, me pregunto si no han heredado esto de sus parientes de la península ibérica.
     En Chile los vascos llegaron en el siglo xviii. Los oficiales de ejército se hicieron comerciantes, de comerciantes pasaron a ser terratenientes. Llegaron pobres, nobles o hidalgos, exentos de impuestos; mucho después se hicieron con todo el poder. Hace dos siglos decidieron dejar de ser españoles porque España era pobre y atrasada; pero su separación fue sólo política, reprodujeron al dedillo en Chile el sistema de clase ibérico. En él los vascos eran el pueblo originario, trabajador, esforzado, patriótico, mientras que los hijos de extremeños, andaluces y castellanos (los primeros que poblaron el país) pagaron la culpa de haberse mezclado demasiado con los indígenas locales, siendo los sirvientes, los obreros, los campesinos al servicio de los vascongados.
     Austeros, ateos los hombres pero muy católicas sus esposas, mucho después los vascos de Chile, de México, de Colombia rescribieron la historia, transformando a los conquistadores en empresarios, a todos los españoles en inquisidores y transformándose ellos mismos en salvadores y padres de la patria. Los vascos de Chile se mezclaron con alemanes, con franceses, con ingleses (excepcionalmente con catalanes o castellanos) y dirigieron, y todavía dirigen, el país. Nos enseñaron a nosotros, sus descendientes, un cierto desprecio por esa España piojosa que abandonaron. España del fanatismo y del fatalismo, fanatismo y fatalismo que en privado ellos ejercían mejor aún que sus antepasados.
     Durante siglos, en Chile fue mal visto leer libros españoles, conocer España o preocuparse de la cultura española. El hispanismo fue una rama siempre muy marginal de cierto pensamiento conservador. Era de beatos ir a estudiar a Salamanca. Chile fue la Inglaterra de América del Sur; Buenos Aires, París. Borges decía que la cultura argentina (y yo agregaría: buena parte de la iberoamericana) sólo se podía comprender como un intento de no ser español. Y entre los intelectuales sudamericanos, los que estudiaron a “la madre patria” lo hicieron con más extrañeza que pasión. Rubén Darío, Neruda o García Márquez conquistaron España pero no se dejaron conquistar por ella. En Oxford hay más interés por la historia de España que en todas las universidades latinoamericanas juntas.
     Mi bisabuelo, fanático del catolicismo, despreciaba la religiosidad española (que llamaba religiosidad supersticiosa) y prefería la francesa. Había leído todo León Bloy, y Lamenais, e ignoraba felizmente a San Juan de la Cruz, San Ignacio y Santa Teresa. Los españoles en Chile son llamados “los coños”, y de todas las colonias residentes son la menos apreciada y privilegiada. Extrañamente, la caricatura que se hace de un “coño” es la viva imagen de un vasco del campo.
     Para los vascos chilenos, España no era Europa. Y si nos podíamos ahorrar la península para llegar directamente a Londres sin pasar por Madrid, mejor. Francia, Inglaterra, o más bien las ganas de llegar a ellas sin mancharse de arena y de sol, es a eso a lo que huele San Sebastián esta tarde de otoño. Huele a ganas de verse limpio de toda mancha. Huele impecable, huele a prosperidad y a terror, huele a silencio.
     Silencio fatal porque es la mancha la que crea la cultura, y la mezcla es la única que habla. En la cultura de castas vasco-chilena han sido siempre los “pobres”, los inmigrantes, los indios o los castellanos, los únicos que han creado algo. Ni Neruda ni la Mistral, ni los Parra (Nicanor, Violeta y compañía) son vascos. La pureza sólo ha criado el hielo, el encierro y el terror con que de vez en cuando —cada cien años o menos— arreglamos a balazos en Chile las diferencias que nos separan.
     Tengo la impresión que algo muy parecido pasó —está pasando— aquí. En el País Vasco no ha sido tampoco la pureza de sangre la que ha creado cultura. Baroja, que era de aquí pero de madre italiana, Unamuno, que era de Bilbao pero que quería ser español, son los escritores de esta tierra. No hay en las filas nacionalistas nadie muy creativo. O, como en Chile, la creatividad parece haberse volcado a la política, o a conseguir el poder sea como sea, sea para lo que sea. El nacionalismo, el alemán de Hitler, el ruso de Stalin, siempre lo han hecho malos poetas, artistas de segunda que han aplicado a la política la desmesura del arte.
     No querer ser lo que se es: he vuelto a esa frase que se repite en mi mente mientras los faroles de San Sebastián iluminan mis pasos hacia el autobús que me devolverá a Bilbao. No querer ser lo que se es, y ser entonces otra cosa, escaparse al mismo tiempo hacia el pasado ritual de las competencias de pelota vasca y las invocaciones ante el árbol de Guernica y hacia el futuro encarnado en el Guggenheim, no pasar por el presente, no enfrentarse a la banalidad de ser ni dioses, ni desheredados huérfanos, sino sólo ciudadanos. Evitar esa realidad evidente, el español que desde hace quinientos años se habla aquí, y el catolicismo, y la forma vasca de vestir, de comer, de pensar, que no puede explicarse sin España como España no podría explicarse sin el País Vasco.
     El problema vasco, pienso mientras recorro la noche de los suburbios de San Sebastián, como diría Marcel Duchamp, el problema vasco no tiene solución porque no es un problema. O más bien, hay un problema, uno muy antiguo, y muy hispano: el feudalismo que, disfrazado de federalismo, ha imperado en el reino desde que éste dejó la dictadura; el paternalismo regionalista que socialistas y conservadores han amparado por miedo a enfrentarse a la verdad. Los pueblos están desiertos, la ciudad le ha comido el espacio al campo. España, aunque quiera ser al mismo tiempo pueblerina y posmoderna (como intenta ser el nacionalismo catalán), es ya sólo un rincón de Europa. Banal, sin drama, con la exigencia ya no de ser o no ser, como el joven Hamlet, sino de sobrevivir, como el innoble pero finalmente querible Claudio.
     El feudalismo ha sido la anestesia de la transición. Una anestesia que ha enviciado a España para que siga durmiendo bajo el sopor del éter. Fraga en Galicia, Pujol en Cataluña, Arzalluz en el País Vasco (todos en la primera fila de la política hace más de veinte años), ejerciendo cada cual sus títulos de marqueses y duques de sus tierras, a perpetuidad o casi. Feudalismo que, como el de viejo cuño, se justifica a sí mismo en la protección que da el gran señor feudal a la gente “pequeña” contra un enemigo omnipresente. Puede ser el gobierno de turno, el rey de siempre u Operación Triunfo: el señor feudal renueva su mandato prometiendo la salvación eterna de los pueblos detrás de las murallas del castillo.
     Es esa muralla, tejida de nombres que cambian, de mentiras que se repiten, de miedos, de leyendas y de mitos, la que atravieso una y otra vez para comprender al español que vive en mí, y el vasco que sufre, y el español en que escribo y la raíz del desprecio del que sé que debo limpiarme para comprender mejor. Atravesar el muro. El muro que me separa de mis ancestros, los que no pudieron salvarse de la cárcel de su tierra, de la torre abolida, del orgullo y del desprecio.
     Fuera del muro está el mundo, pero en Gumuzio si lo saben prefieren olvidarse y seguir mirando por la televisión autonómica la grandeza que alguien —ya no importa quién— les quitó. ~

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