El renacimiento del populismo

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El gran escritor liberal estadounidense H.L. Mencken definió al demagogo como “aquel que predica doctrinas que sabe falsas a hombres que sabe idiotas”. ¿Cómo definiríamos al populista, esa variante latinoamericana del demagogo? Tal vez como aquel que despilfarra dineros que sabe ajenos en nombre de aquellos a quienes se los expropia —si nos circunscribimos a la dimensión económica— o, si preferimos una fórmula más cabal, aquel que se empeña en abolir el derecho en nombre de todos los derechos, sabiendo que todos son lo mismo que ninguno porque los beneficios están siempre concentrados y los costos dispersos, de modo que nadie se da cuenta de que le paga la factura al vecino.
     América Latina vive hoy un renacimiento del populismo. No sabemos aún qué alcance tendrá, si será un pasajero sarampión focalizado en ciertas zonas o una devastadora metástasis hemisférica, ni es seguro que la retórica de algunos de los nuevos populistas vaya a ser minuciosamente traducida al lenguaje de los hechos. Pero, desde la Argentina hasta Venezuela, y desde allí hasta la ciudad de México, son hoy claramente identificables, lo mismo en el discurso de las autoridades que en su conducta jurídica y en la administración fiscal, algunos de los viejos síntomas del populismo, la contribución política latinoamericana por excelencia al siglo XX.
     Para entender bien el peligro que representa el populismo, y por qué debe ser conjurado si queremos que nuestra contribución política al siglo XXI sea más decorosa que la de la pasada centuria, es preciso ponderar su origen, su desarrollo y sus consecuencias, así como definir sus rasgos esenciales.
     La primera constatación interesante es que el populismo no nació en América Latina sino —de forma inconexa e irónicamente simultánea— en Rusia y Estados Unidos. En Rusia, se trató de un ejercicio más bien elitista de tipo intelectual, mientras que en Estados Unidos surgió en la “base”, a partir de la reacción de ciertos grupos agrarios contra lo que percibían como la amenaza del desarrollo industrial y su correlato financiero.
     Influidos por las revoluciones europeas de 1830 y 1848, vagamente sintonizados con el idealismo filosófico alemán, los intelectuales rusos conocidos como los Narodykos postularon, hacia la década de 1860, la idea de que se podía alcanzar la meta socialista sin hacer escala en las distintas etapas del desarrollo capitalista. Lograron el respaldo de algunos pequeños productores del campo ansiosos de evitar la industrialización y ejercieron algo de presión sobre el zar, pero su alcance resultó limitado. En Estados Unidos, mientras tanto, acabada la Guerra Civil, varios grupos agrarios del Sur y el Medio Oeste formaron cooperativas y trabaron alianza con movimientos obreros a fin de forzar al gobierno a inflar la moneda para aliviar las duras condiciones que enfrentaban. Hijo de este movimiento, el Greenback Party dio coherencia ideológica a ese sentimiento antimoderno. Más tarde, el People’s Party, primer partido en adoptar el populismo como nombre, postuló la inflación de la plata como instrumento de estímulo productivo, y pretendió la nacionalización de los ferrocarriles y la banca, la semana laboral de cuarenta horas y el cobro de impuestos regresivos.
     Aunque el People’s Party murió porque el Partido Demócrata de William J. Bryan le birló en la década de 1890 su plataforma ideológica, el populismo estadounidense alcanzó una grande —y duradera— influencia. Algunas de las obras literarias emblemáticas de la época, como El Mago de Oz, parábola que canta las virtudes del mundo rural contra el industrial y el financiero —reivindicando los valores del interior del país contra Washington—, expresaron el mismo espíritu. No todas las políticas públicas que el populismo propugnaba se hicieron realidad, pero es indudable que el crecimiento del Estado norteamericano a partir de fines de la Primera Guerra Mundial, y en especial durante el New Deal de Roosevelt, debe mucho a ese movimiento de fines del siglo XIX.
     Estos antecedentes palidecen, sin embargo, frente al éxito que tendría luego el populismo en América Latina, donde pasaría a constituir toda una cultura. Es más fácil, cuando uno se refiere al populismo latinoamericano, enunciar nombres —caras, siglas— que ideas o dogmas. Una de sus características es, justamente, lo que Carlos Sabino ha llamado su “imprecisión ideológica”. Los contornos ideológicos del populista son difusos. El populismo es una plástica mediante la cual cada creador va moldeando una materia blanda, hasta darle la forma muy particular de su voluntad, que por lo general es también la de esa porción del “pueblo” en cuyo nombre esculpe su dudosa obra. Una definición precisa es, pues, imposible: el populista es un ser providencial, situado por encima de las leyes y los programas, que se debe al “pueblo” antes que a una filosofía o doctrina, y por tanto deja muchos espacios libres para la improvisación. Ésta sería su primera gran característica: el voluntarismo del caudillo.
     No basta el caudillo para que haya populismo. Nuestros caudillos decimonónicos —un Gaspar Francia en Paraguay, un Juan Manuel Rosas en Argentina, un Santa Anna en México— tenían algo de populistas, pero no expresaban cabalmente el populismo que los caudillos del siglo XX vendrían a encarnar más tarde. Una diferencia esencial estriba en que los caudillos del siglo XX no estuvieron, como los del XIX, atrapados en la vieja lucha entre liberales y conservadores, entre unitarios y federalistas, ni confinados dentro de la república oligárquica. Más bien, el populista del siglo XX insurge contra los rezagos de esa república decimonónica (aun cuando acabará generando nuevas formas de oligarquía, vinculadas al nuevo Estado “democrático” a lo largo del siglo XX). Los populistas son, al menos en la primera etapa pero en cierta forma de modo recurrente, la resaca del siglo XX contra el siglo XIX, caracterizado por la república oligárquica, un espacio reservado a las élites de las que estaba excluido el pueblo. Los electorados del XIX, basados en la apretada clase de propietarios, por lo general terratenientes, en muchos casos no superaban el uno por ciento de la población; el resto vivía la experiencia de la república como algo ajeno. El populismo del siglo XX, que ya en la Constitución mexicana de 1917 inaugura un nuevo tipo de texto fundamental que pone énfasis no en la limitación del poder sino en la consagración de reclamos sociales, pretendió la participación del pueblo en los asuntos antes reservados a la élite. Esa participación, hoy lo sabemos, acabó siendo una forma distinta de discriminación en favor de otra oligarquía: la de los supuestos representantes del pueblo en la esfera de lo público.
     El populismo gobierna contra la oligarquía tradicional, incluso después de que ella ha muerto. Del brasileño Getulio Vargas al argentino Juan Domingo Perón, del mexicano Lázaro Cárdenas al primer Carlos Andrés Pérez en Venezuela, y de éste al peruano Alan García, el populista busca redimir al “pueblo” de una injusticia que tiene en la “oligarquía” su expresión máxima. Esa oligarquía la forman los latifundistas, los banqueros y los nuevos industriales, pero también sus brazos político, militar o eclesiástico.
     La impugnación contra la oligarquía es inseparable de su siamés, la denuncia del “imperialismo”. Todos nuestros populistas sacuden la espada en las barbas de imperio. El “imperio” es casi siempre Estados Unidos. Con esto, asumen lo que Carlos Rangel llamó el “tercermundismo”, que consiste en la proyección, al escenario de las relaciones internacionales, de la lucha de clases entre ricos y pobres. Tras la Primera Guerra Mundial, y ante la evidencia de que el capitalismo no sucumbiría ni siquiera por obra de esa conflagración, el marxismo encontró en el Tercer Mundo una válvula de escape. Ahora, había que denunciar la explotación de los países pobres por parte de los ricos. John A. Hobson y, desde luego, Lenin suministraron las explicaciones. El populismo latinoamericano las hizo suyas. El “antiimperialismo” es, desde entonces, otro rasgo populista.
     Me apresuro a añadir que el “antiimperialismo” del populista no se basa en la condena de las intervenciones militares de Estados Unidos, sino en la idea de que el conjunto de instituciones y empresas estadounidenses relacionadas de forma directa o indirecta con América Latina usufructúan indebidamente esa relación, explotando a los latinoamericanos. Por tanto, el populismo transfiere a Estados Unidos la responsabilidad de nuestra pobreza, a partir de la idea de que la riqueza es un juego de suma cero por el que nadie gana si otro no pierde. La doble impugnación —contra la oligarquía local y contra el imperio exterior— legitima las acciones del populista latinoamericano a ojos de su pueblo, suministrándole una dispensa moral para los excesos o atropellos.
     Pero, atención: el populismo, si bien hunde el hocico en el abrevadero marxista, se cuida de no zambullirse en él. Y ésta es otra característica nítida: el populismo no cree en la captura de todos los medios de producción, sino, al estilo de las “teleocracias” de las que hablaba Bertrand de Jouvenel, en teledirigirlos desde el poder para trazarles fines distintos de aquellos que sus dueños, bajo el imperio de consumidores y clientes, se fijarían a sí mismos. No aspira a adueñarse de todas las empresas, sólo de las “estratégicas”, y prefiere poner el resto a su servicio, o, mejor dicho, al servicio de sus planes, sujetos a las necesidades políticas —clientelistas, electorales— de la hora. La diferencia con el marxismo es importante. Por eso, Juan Domingo Perón hablaba de una “tercera vía” —mucho antes de Anthony Giddens—, ajena tanto al capitalismo como al comunismo, dos extremos que, según él, se tocaban.
     La “tercera vía” del populista es el nombre sutil que adopta otra característica crucial: la idolatría del Estado. El populista ve en el Estado la redención del pueblo ante la injusticia. Esa redención pasa por otorgar al Estado varias responsabilidades productivas y comerciales, y por convertirlo en una agencia de empleos. El populismo que reinó en México, intermitentemente, desde que finalizó la Revolución, o, más precisamente, desde Lázaro Cárdenas, llevó al Estado a representar, hacia mediados de la década de 1980, un gasto público equivalente a 61 por ciento del Producto Interno Bruto, es decir del tamaño total de la economía. En Venezuela, el populismo produjo un Estado que gastaba más del cincuenta por ciento de la riqueza nacional por esas mismas fechas. El populismo peruano, que alcanza por primera vez un apogeo gubernamental con Velasco Alvarado y se repite tragicómicamente con Alan García, llega a crearle al país un problema permanente de dos mil millones de dólares, la cifra que representaba hasta 1990 el déficit anual de las empresas públicas. En Brasil, el modelo populista de Vargas sobrevivió a su creador: hacia fines de los años setenta, el país ya tenía un Estado con 560 empresas públicas, dueño de la tercera parte de los activos industriales y capaz de gastar anualmente casi cuarenta por ciento de la riqueza de los ciudadanos.
     Mención especial, dentro del capítulo del crecimiento del Estado redentor, merecen las reformas agrarias. El populismo contemporáneo ha perdido algo de su componente “agrarista” porque las sociedades se han urbanizado masivamente y el campo ya no representa más de un tercio —y a veces menos— de la población. Pero, en las primeras décadas, la expropiación de las viejas haciendas y latifundios fue un caballo de batalla de los populistas. Era cierto que la tierra —vieja herencia colonial— estaba en muy pocas manos. En Argentina, el sesenta por ciento de la tierra estaba en manos del dos por ciento de las estancias; en El Salvador, el uno por ciento de las haciendas era dueño de la mitad del campo. No fue, sin embargo, el campesino, sino el Estado, el gran beneficiario de las reformas agrarias. La entrega de tierras a la burocracia estatal —como en el caso de las seiscientas cooperativas creadas por el Perú en los años seteta— engordó a la burocracia y enflaqueció aún más a la sociedad. En México, las grandes reparticiones de ejidos —desde Cárdenas hasta Luis Echeverría— no permitieron el desarrollo de una economía de mercado rural con plenos derechos de propiedad por parte de los campesinos; lo que resultó de esta transferencia fueron más bien propiedades limitadas y en muchos casos reducidas a la mera subsistencia, porque el poder estatal impuso condiciones draconianas para evitar economías de escala. Como en las otras áreas donde metió la mano, el populista hizo crecer al Estado —del que las clientelas empobrecidas pasaron a depender más—, en perjuicio de aquellos en cuyo nombre actuaba.
     La combinación de “antiimperialismo” y “estatismo” produce, a lo largo del siglo XX, el nacionalismo económico —lo que me he permitido llamar, en un reciente libro, “el siglo del caracol”. El único rasgo populista que vino acompañado de un cierto ejercicio teórico fue el proteccionismo, columna vertebral del nacionalismo económico. Raúl Prebisch, el argentino que en 1948 pasó a hacerse cargo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), fue uno de sus exponentes máximos. Los nacionalistas postulaban la sustitución de importaciones a partir de la premisa de que existían unos injustos “términos de intercambio” entre los países desarrollados, que exportaban manufacturas caras, y los países subdesarrollados, que exportaban materias primas baratas. Como los países ricos —se decía— monopolizaban el capital y la tecnología, y los países pobres que necesitaban ambas cosas para aumentar sus inversiones no generaban suficientes divisas para adquirirlas, había un problema “estructural” en la economía mundial.
     El “estructuralismo” —el nombre algo pedante adoptado por esta superchería ideológica— fue el escudo con el cual los populistas dieron cobertura, a partir de fines de la década de 1920 y hasta 1990, al nacionalismo económico. América Latina se erizó de barreras arancelarias, cuotas, tipos de cambio diferenciados y toda clase de mecanismos jurídicos para canalizar los recursos de los ciudadanos hacia aquellas áreas —ciertas industrias, por ejemplo— que el Estado creía prioritarias.
     Cuando fue evidente, hacia los años setenta, que el “estructuralismo” no lograba corregir los términos de intercambio, surgió la segunda fase del nacionalismo económico: la “teoría de la dependencia”. Esta nueva explicación justificaba el fracaso con el argumento de que existía una “dependencia” tan profunda con respecto a los países ricos, que sólo una masiva redistribución de recursos internacionales mediante la ayuda exterior lograría el cometido. Así, apelando a la mala conciencia de los países ricos, América Latina se inundó de créditos provenientes del exterior, y de donaciones o ayudas multimillonarias.
     El resultado de todo esto fue calamitoso. Incluso en los momentos en que los países ricos canalizaron más recursos hacia América Latina, los niveles de inversión anual no superaron el quince por ciento del pib, la mitad del nivel alcanzado por los países del Sudeste asiático en su hora de despegue. Los capitales huyeron más rápido de lo que viajaba la ayuda exterior hacia América Latina, de modo que en la década de 1980 se produjo una salida de 220,000 millones de dólares, cuatro veces más que todos los créditos otorgados por el Fondo Monetario Internacional a los países subdesarrollados a lo largo de esos mismos años. Venezuela, a la que décadas antes llamaban “saudita” por la abundancia de dólares, a fines del siglo XX tenía un ingreso por habitante veinticinco por ciento menor que en 1976, fecha emblemática en que Carlos Andrés Pérez estatizó el petróleo.
     El populismo tiende a generar su propia lógica. Nunca es bastante. A cada bache o crisis, se responde con nuevas dosis de populismo. Las hiperinflaciones de Siles Suazo en Bolivia, Alan García en el Perú, Raúl Alfonsín en Argentina o Daniel Ortega en Nicaragua, fueron la consecuencia de sucesivos populismos empeñados en corregir los problemas suscitados por populismos anteriores. Los mencionados gobernantes, una vez que se vieron ante la incapacidad de este modelo para generar inversión y empleos, porque el capital privado había perdido todo incentivo para arriesgar o porque sencillamente había emigrado, decidieron huir hacia adelante, en una frenética carrera en dirección al enemigo. El colapso del Estado populista, que a fines de los ochenta abre las puertas en casi toda América Latina a las reformas de libre mercado, fue hijo del nacionalismo económico instalado en la región más de medio siglo antes.
     En las primeras décadas del siglo XX, todo había parecido ir muy bien. Entre la década de 1940 y la década de 1970, gracias al surgimiento de nuevas industrias, Brasil redujo a sólo diez por ciento la dependencia de sus exportaciones con respecto al café, mientras que México experimentó un crecimiento económico promedio de seis por ciento cada año. Toda sociedad que concentra sus energías y recursos en ciertas áreas, y que entrega mercados cautivos a un conjunto de empresas privilegiadas por el Estado, obtiene en una primera etapa ciertos beneficios temporales. En La democracia en América, Tocqueville señala que el dirigismo económico —lo que llama la “centralización administrativa”— puede reunir las energías y recursos en un momento dado para un objetivo inmediato, pero no está en condiciones de reproducirlos de forma sistemática, es decir de crear las condiciones para el aumento de la riqueza a lo largo del tiempo. Siendo Brasil un mercado tan vasto, es lógico que el nacionalismo económico produjera el crecimiento artificial de muchas industrias locales, y con ellas el de la economía general. Pero, con el tiempo, el artificio quedó expuesto y se hizo patente que, sin un conjunto de instituciones protectoras de derechos individuales, capaces de garantizar una sociedad de contratos y no de mandatos, resultaba imposible una prolongada acumulación de capital. Otros países más pequeños descubrieron estas realidades más rápidamente.
     En resumidas cuentas, todos los países que practicaron el nacionalismo económico bajo gobiernos populistas a la larga hicieron crisis. Casi un siglo después de la Revolución Mexicana, el último informe de la CEPAL, publicado a fines de 2004, nos habla de una pobreza que abarca casi al 45 por ciento de la población latinoamericana. La indigencia —los más pobres entre los pobres— es el estado de uno de cada cinco latinoamericanos. Ésa es la hazaña social del populismo latinoamericano.
     Una característica final de los populistas, menos mensurable en estadísticas pero no menos devastadora para América Latina, es el autoritarismo. O, más exactamente, el debilitamiento de las instituciones y del principio de la separación de poderes en beneficio del voluntarismo del presidente. Nuestros populistas se diferencian en mucho, pero en eso coinciden al milímetro. El populismo mexicano se expresó a través de un sistema corporativista en que el partido servía de instrumento para el adormecimiento social a través de la relación que establecía con distintos estamentos de la sociedad, vinculándolos al Estado. El populismo brasileño de Getulio Vargas, que llegó al poder a la cabeza de una Revolución en 1930, careció de una estructura de organización social, salvo en su última etapa, cuando en 1951 ganó las elecciones con el PTB, por lo que se debió apoyar la mayor parte del tiempo en los militares. Juan Domingo Perón, en cambio, montó una poderosa maquinaria social, el justicialismo, vinculada a su figura caudillista. Estas tres modalidades del populismo —el institucional, el militarista, el caudillista— representan variantes muy distintas. Pero todas concentraron poder en el gobernante y otorgaron a quienes detentaban el gobierno la capacidad de imponer su ley de forma arbitraria, y a veces brutal, aboliendo en la práctica los sistemas de protección jurídica.
     Ese mismo rasgo autoritario, aun cuando en grado menor, asomó en los diversos populismos posteriores, del Apra en el Perú a Acción Democrática en Venezuela o a Joaquín Balaguer en la República Dominicana. Si la legitimidad de un gobernante está basada en la popularidad o en la clientela por encima de cualquier otra consideración, las “formas” propias de Estado de Derecho pierden importancia. Con frecuencia, el referéndum o la consulta popular —o el discurso de plazuela— actúan de sucedáneo del Estado de Derecho, avasallando minorías.
     El efecto de estas prácticas es perverso: no sólo no se puede medir adecuadamente, sino que a menudo sobrevive a los ejecutantes, instalándose en el cuerpo político y social como una bacteria resistente que lo contamina todo. Al debilitar el Estado de Derecho, el populista de hoy le lega al gobernante de mañana, populista o no, una sociedad menos protegida y vigilante contra el abuso de poder. Y así sucesivamente. A la larga, este desarme cívico tiende a agudizar la cultura autoritaria.
     Teniendo en cuenta todos estos factores —el voluntarismo, el caudillismo, el espíritu de la lucha de clases, el “antiimperialismo”, la idolatría del Estado, el nacionalismo económico, el abuso del poder—, cabe preguntarse: ¿vivimos hoy un resurgimiento cabal del populismo?
     Hay síntomas. En Hugo Chávez, el aliado, admirador y financista de Fidel Castro, están presentes todos los rasgos. El gobernante, entre incandescentes discursos, despilfarra esos veinte mil millones de dólares anuales que le suministra el petróleo, avasalla a opositores, sustituye la ley con sus múltiples consultas populares, captura instituciones como el ente electoral o el máximo tribunal de justicia y, aunque no acaba de cerrarse al mundo, en la práctica, mediante toda clase de controles, incluido el de cambios, entorpece los vínculos de los venezolanos con el exterior.
     En Néstor Kirchner vemos resurgir la fe en la obra pública (ha anunciado la primera parte de un programa que aspira a gastar tres mil millones de dólares) como motor del empleo y el desarrollo. También se niega a reconocer sus deudas con los acreedores privados, incluidos los pensionistas argentinos que fueron obligados a comprar bonos del Estado, inequívoco síntoma del menosprecio de la propiedad. Manteniendo controles de precios, como el de las tarifas de los grandes servicios públicos, y anatematizando las empresas eléctricas europeas porque no expanden sus inversiones en un escenario que ha dejado de serles rentable, el gobernante exhibe desprecio por la economía de mercado. Mientras dure el repunte de los precios de exportación tradicionales, estas políticas populistas disimularán sus múltiples costos. Cuando la circunstancia internacional varíe, quedará claro que en estos años ha sido lesionada severamente la posibilidad de crear riqueza mediante la inversión privada sostenida.
     “Lula” da Silva, mucho más prudente, cede sin embargo a la tentación de ejercer en materia exterior el populismo que trata de reducir a proporciones limitadas cuando de política doméstica se trata. Así, promueve la potenciación del Mercosur —una región amurallada contra el exterior— en perjuicio de un comercio libre con el resto del mundo.
     En el caso de López Obrador, en el D.F., hemos visto también un tipo de dádivas —seguros, atención médica— o de obra pública —reparaciones o ampliaciones viales con la consecuente paralización del tráfico en media ciudad— que, traducidas a un escenario federal, se asemejarían mucho al Estado populista.
     De un modo más general, el discurso político se vuelve a llenar de viejas palabras y conceptos que sirven —como la ceremonia japonesa del Kabuki— para ocultar la verdad. Bajo el pretexto de irrumpir contra el “neoliberalismo” de la década de 1990 —cuyas sombras se debieron, en gran parte, al populismo que las habitó—, nuestros populistas vuelven a entronizar el voluntarismo caudillista, la lucha de clases, la “nordofobia”, la superstición estatista, el nacionalismo económico y el autoritarismo en nuestra vida política. El grado es todavía menor que en otros tiempos —con excepción de Venezuela, para no hablar del caso cubano desde luego—, pero nada garantiza que la lógica perversa del populismo no acabará arrastrando a América Latina hacia dosis más graves del mismo mal.
     Es cierto: existe hoy un contexto internacional —unos vasos comunicantes propios de la globalización— que penalizan con más rapidez y contundencia que antes a los gobernantes temerarios. Sin embargo, ¿es este mecanismo de salvaguarda suficiente garantía de que nuestros populistas se sabrán frenar a tiempo y de que nuestras sociedades sabrán señalarles los límites cuando los efectos se hagan sentir? Sería mejor para todos si no tuviéramos que pasar por el angustioso trance de averiguarlo. –

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