Fotografías: Orlando Luis Pardo Lazo

El manto papal y la misa roja

Yoani Sánchez narra para Letras Libres la visita del papa a Cuba en esta crónica magistral sobre los abusos del poder y los sueños rotos de un país agotado pero aún con fe.
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La mitra se inclina levemente con la cadencia del ritual, dejando ver a su espalda el rostro en piedra de José Martí. Sobre la mesa de la liturgia, el cáliz descansa y refleja en su superficie dorada un relieve del Che Guevara colocado sobre la fachada del Ministerio del Interior. Benedicto XVI oficia misa en la Plaza de la Revolución y todo el escenario no podría ser más contradictorio, más irreal. En el punto rojo de la Cuba roja se oye el padrenuestro y, a pocos metros de la oficina de Raúl Castro, una multitud concluye con un “amén” en lugar del tradicional “patria o muerte”. En la calle, retículas ordenadas contienen a los asistentes a la liturgia católica. Cuando las cámaras de la televisión panean sobre ellos se percibe que muchos no saben los rezos, ni tampoco conocen el gesto de santiguarse. Hay también una zona vip repleta de miembros de un gobierno que se define a sí mismo como marxista y ateo. Los dirigentes del Partido Comunista no han ido vestidos de verde olivo sino con trajes y corbatas, pero incluso así desentonan de la ropa blanca de muchos creyentes y también del rojo de los cardenales. Apenas comenzaba el miércoles 28 de marzo y ya la isla se mostraba extenuada por los dos días que había permanecido el sucesor de San Pedro entre nosotros.

La visita había comenzado por el Oriente del país. Después de la algarabía que lo recibió en México, al papa lo esperaba aquí una hilera de personas sorprendentemente ordenadas a lo largo de la carretera entre el aeropuerto y la ciudad de Santiago de Cuba. En la muchedumbre no se veían carteles ni se escuchaban gritos de alegría; era más bien un manso río de gente que ondeaba pequeñas banderitas y agitaba las manos. La imagen se ajustaba perfectamente a los adjetivos de “instruido, ecuánime y organizado” que pocos días antes había empleado el periódico Granma para describir al pueblo que aguardaría a Benedicto XVI. También con suficiente anterioridad en los centros laborales y escolares se había dejado claro el guion al que ajustarse. “Debemos mostrar respeto a Su Santidad, tanto creyentes como no creyentes. Nadie puede faltar a misa”, advertían en reuniones convocadas para ese fin por los líderes sindicales, estudiantiles y partidistas. Conociendo los eufemismos que maneja el lenguaje oficial cubano, la lectura de esa exhortación era clara: nada de entusiasmo ni espontaneidad; el que se aparte de lo programado tendrá que atenerse al castigo. En algunas empresas cuyos empleados reciben una bonificación en moneda convertible el mensaje fue aún más directo: quienes no asistan a las homilías perderán el estímulo en divisas. Eso explica, en parte, por qué tantos ateos y materialistas amanecieron en las plazas los días en que el Sumo Pontífice ofició el culto católico.

 

Cachita

Los preparativos de la visita papal habían comenzado meses antes, cuando se anunció que Su Santidad nos visitaría por el jubileo del 400º aniversario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre. Nuestra patrona, conocida popularmente como Cachita, fue hallada en la Bahía de Nipe en los albores del siglo XVII. Dos hombres y un adolescente, llamados los tres Juanes, la encontraron flotando en las aguas. Así que Cachita, rescatada de entre las olas por aquellos brazos, vino a convertirse en la María de un pueblo que siglos después se lanzaría al estrecho de la Florida en balsas, puertas convertidas en embarcaciones y camiones hermetizados para lograr que flotaran. La Virgen Mambisa, que también estuvo junto a quienes exigían con el filo del machete la independencia cubana de España, ahora adorna los altares de compatriotas desperdigados por todo el globo terráqueo. Tiene su ermita en Miami, como tiene su santuario en Santiago.

Cachita fue la primera balsera, solo que ella no escapaba sino que venía, no quería alcanzar otros horizontes sino quedarse para siempre entre nosotros. Y en honor a esa “viajera de la fe” llegó también Joseph Ratzinger a Cuba. A rezarle en su templo lleno de ofrendas, conocido como El Cobre, por la cercanía con yacimientos de ese mineral. En el salón de entrada de la concurrida iglesia –la Capilla de los Milagros– alternan trozos de cabellera dedicados por muchachas que consiguieron casarse con algún extranjero y zapatitos de bebés desahuciados por la ciencia que lograron sobrevivir. Reposan también brazaletes del movimiento 26 de Julio llevados hasta allí por rebeldes que una vez tuvieron escapularios y después terminaron prohibiéndolos. En una esquina una cartulina recuerda a los disidentes encarcelados durante la primavera negra de 2003. Únicamente bajo el manto de Cachita puede convivir una pluralidad así.

La propia madre de Fidel Castro le ofreció a esta virgen la silueta de su hijo esculpida en oro para que él lograra sobrevivir a los rigores de la Sierra Maestra. En ese mismo lugar reposa la medalla por el Premio Nobel al escritor norteamericano Ernest Hemingway y varias órdenes militares que pertenecieron a soldados y oficiales del ejército de Fulgencio Batista. Todos los elementos del ajiaco nacional juntos a los pies de Cachita, bajo la protección de la corona que adorna su cabeza. Benedicto XVI trajo también su propio regalo para nuestra patrona: la Rosa de Oro, una de las más altas condecoraciones que entrega la Iglesia católica. Y con cada jornada las ofrendas crecen, pues medio millar de personas cruza el umbral de ese templo diariamente y los fines de semanas la cifra se duplica. Algunos por devoción, otros por curiosidad. ¿Quién sabe?

En ese santuario entró una mañana calurosa de marzo Joseph Ratzinger, rodeado de los fieles del lugar. En el camino empinado que conduce hacia allí no se veía a ninguno de los vendedores que normalmente ofrecen tallas en madera de la Virgen de la Caridad. Tampoco estaban los mercaderes ambulantes de flores, velas y pequeñas piedrecitas salpicadas en cobre. Por faltar, faltaban hasta las Damas de Blanco, que cada domingo peregrinan al templo de nuestra Patrona. No estaban allí porque con varios días de antelación la Seguridad del Estado se encargó de advertirles que no podían acercarse al lugar. Varias de ellas fueron arrestadas en sus propias casas, mientras que las que corrieron peor suerte terminaron en algún calabozo de la zona. Como quien limpia la casa para recibir a un huésped importante, el gobierno cubano había decidido colocar debajo de la alfombra a todos los ciudadanos incómodos. Para lograrlo desencadenó la más fuerte de las campañas represivas de los últimos años.

Del ateísmo a la fe

En una población que ha debido colgarse tantas máscaras para sortear los controles, es difícil distinguir entre los que realmente creen en Dios y los que no. Entre quienes hace treinta años mostraban un materialismo vertical, hoy abundan devotos y místicos. Sin embargo, a pesar de ese despunte de la religiosidad, seguimos siendo un pueblo poco practicante, quizás por falta de constancia o porque la libertad de culto una vez interrumpida demora en retornar en todos sus aspectos. Muchos que se fingieron antirreligiosos mientras fue pecado ideológico tener en la sala un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús ahora se confiesan santeros, testigos de Jehová o adventistas del Séptimo Día. El destape cubano discurre en un sentido muy peculiar y sorpresivo, va desde el agnosticismo hasta la fe, transita de la duda al credo. Los crucifijos ya no se guardan bajo las camisas y los altares con santos se emplazan a la vista pública en las salas de miles de casas. Ha retornado la costumbre de bautizar a los hijos, después de varias generaciones que no recibieron ese sacramento. Las bodas por la Iglesia vuelven a estar de moda y en los hospitales se ha hecho una escena común la aplicación de la extremaunción. Las clases de catecismo están llenas de niños cuyos padres tuvieron que aprender en las escuelas de pequeños que “la religión es el opio del pueblo”. La historia nacional parece haber cerrado un ciclo de fusiles para comenzar otro de rosarios.

Y no solo la religión, también la Iglesia como institución ha ganado terreno en nuestra sociedad en los últimos años. Ha conseguido, entre otros logros, la posibilidad de abrir un nuevo seminario para formar sacerdotes. En la televisión nacional se transmiten las misas católicas en ciertas fechas señaladas y el propio discurso político se ha desecho de sus antiguas consignas antirreligiosas. El 25 de diciembre es un día feriado desde que hace catorce años Juan Pablo II logró que así se decretara y ahora Benedicto XVI nos regala el primer Viernes Santo sin jornada laboral en varias décadas. La visita papal de este marzo de 2012 estaba orientada también a que se reforzaran esos espacios ya recuperados y la acción pastoral se ampliara a otras esferas de la sociedad. Uno de los largos sueños postergados de las arquidiócesis cubanas es poder impartir asignaturas de ética cristiana en los colegios de la isla. El cardenal Jaime Ortega y Alamino ha estado jugando un papel decisivo en esas conquistas presentes y en su posible incremento en el futuro. Su biografía personal incluye una estancia a mediados de los años sesenta en las llamadas Unidades de Ayuda a la Producción (UMAP). Bajo esas siglas se escondían campos de trabajo forzado –con alambradas perimetrales– donde eran internados homosexuales, católicos, testigos de Jehová y demás “elementos” políticamente incorrectos. Quizás por lo que vivió allí, el también arzobispo de La Habana sabe de qué puede ser capaz el gobierno cubano contra quienes se le oponen.

Ortega y Alamino encabezó las controvertidas negociaciones entre la Iglesia y el Estado cubano que culminaron con la excarcelación de los prisioneros de la primavera negra que aún guardaban prisión. Aplaudidas por muchos y criticadas por otros tantos, en aquellas conversaciones brillaron por su ausencia varios actores sociales que habían estado reclamando pacíficamente la liberación de esos disidentes y periodistas independientes. Las Damas de Blanco fueron las grandes excluidas de la mesa donde se pactó descorrer aquellos cerrojos a cambio de que muchos de los excarcelados partieran al exilio. La Iglesia salió robustecida en su papel de mediadora, pero quizás ni siquiera su sabiduría milenaria le sirvió para medir la enorme responsabilidad que asumía con ello. En un país donde han sido cortados todos los caminos para que la sociedad civil exija o cuestione al gobierno, cualquier pequeño sendero que se abra en esa dirección es inmediatamente abarrotado de pedidos. Los efectos del protagonismo político que asumió en ese momento la Iglesia católica no demoraron en hacerse sentir.

El 13 de marzo, en un templo capitalino consagrado a la Virgen de la Caridad del Cobre, se introdujo un grupo de trece personas pidiendo hacerle llegar un pliego de de-mandas al papa. La lista de las reivindicaciones iba desde la autorización a fundar partidos políticos hasta el respeto a las libertades económicas. Se negaron a salir del lugar cuando terminó la misa y reclamaron hablar con algún representante de la jerarquía eclesial. Después de tres días sin que se les brindaran alimentos, un comando sin armas entró y sacó por la fuerza a los ocupantes. Con la anuencia del propio cardenal Jaime Ortega esta maniobra de desalojo causó hondo malestar entre otros activistas, incluso entre quienes habían manifestado su discrepancia ante la táctica de irrumpir en una iglesia. Una desafortunada nota informativa publicada por el Arzobispado de La Habana en el periódico Granma dejó entrever que el discurso oficial y el eclesial se podían volver casi idénticos en determinadas situaciones. El incidente resultó disuelto de una manera desacertada antes de que llegara Benedicto XVI, por lo que su costo político persistirá por mucho tiempo. El manto dorado de Cachita no sirvió en esa ocasión para proteger a todos sus hijos.

 

Wojtyla vs. Ratzinger

En paralelo a la inconformidad ciudadana, otra sombra que se proyectaba sobre la llegada de Su Santidad era, precisamente, la estela luminosa dejada por su predecesor. El papa polaco, el peregrino, Karol Wojtyla, había viajado a Cuba en enero de 1998 y se constituyó así en el primer Santo Padre que arribaba a nuestra tierra. Vivíamos por entonces momentos de esperanzas y de dudas. Recién salíamos de los años más duros del llamado Período Especial, con su crisis económica y sus larguísimos apagones. El Muro de Berlín había caído casi una década antes, en parte por la influencia que este Caminante del Evangelio tuvo en los acontecimientos ocurridos en Polonia y en otros países de Europa del Este. Venía Juan Pablo II precedido por el estruendo de un bloque político que se había desarmado mientras el gobierno de Fidel Castro ponía en práctica pequeñas y controladas reformas económicas para no desmoronarse. El hombre que había sido educado en escuelas jesuitas y renegado posteriormente de la fe esperaba a los pies de la escalerilla al anciano anticomunista nacido en Wadowice. Pocas veces una ceremonia de bienvenida ha tenido tantos mensajes explícitos y subliminales, como los que pudieron leerse durante aquel 21 de enero de 1998 en el aeropuerto José Martí. Allí estaban frente a frente el Guerrillero y el Pastor, el ateo y el pontífice, el que imponía en las escuelas los escritos de Marx y aquel otro que difundía la Santa Biblia.

Juan Pablo II había aventurado una frase que no llegaría a cumplirse en los casi tres lustros entre una visita papal y otra. “Que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba”, sentenció, pero la insularidad –más política que física– siguió marcando el rumbo nacional. Su presencia en varias provincias cubanas estuvo rodeada de un entusiasmo que su sucesor no pudo siquiera igualar. Una de las señales populares del hastío en que nos encontró Benedicto XVI fue la ausencia de chistes alrededor de su figura. En un pueblo jaranero, que se ríe hasta en medio de las mayores estrecheces materiales, las bromas e historias humorísticas generadas a la llegada de Karol Wojtyla daban suficiente material para todo un libro. Pero en marzo de 2012 Joseph Ratzinger nos encontró más serios, más cansados. Pepito, el eterno niño pícaro de tantas cuentos populares, no se dignó a aparecer en esta ocasión. Como un día la fe abandonó a tantísimos cubanos, ahora era el sarcasmo el que había partido. Solo alcanzaron a esbozarse algunos juegos de palabra entre el calificativo de papa y el tubérculo del mismo nombre que tanto escasea en nuestros platos. Un elemental y manido juego de palabras entre el inquilino del Vaticano y ese desaparecido morador de nuestras cucharas. “En lugar de habemus papam, nosotros lo que queremos es papa”, repetían jaraneramente hasta las amas de casa.

Catorce años después quedaba claro que ya no éramos los mismos, pero el papa tampoco. No lo esperaba en el aeropuerto el comandante en jefe, sino que esta vez en la alfombra roja lo aguardaba su hermano menor, Raúl Castro. El heredero de la triple tiara era recibido por el heredero del trono cubano. En su discurso de bienvenida el general presidente aludió a que el país se enfrascaba en un proceso de transformaciones. Como si la milenaria memoria de la Iglesia pudiera olvidar que similares frases ya habían sido pronunciadas frente al papa anterior. Si los anfitriones tenían algún sobresalto de que Benedicto XVI podía emitir críticas en suelo cubano a la gestión del Partido Comunista, la vida se ocupó de calmarlos. Sus alocuciones públicas estuvieron más bien centradas en temas pastorales y lo más osado que salió de su boca fue asegurar que “Cuba está mirando ya al mañana”. Fuera de eso, sobró incienso y escasearon las referencias de corte social o político.

En la agenda papal no hubo espacio para encontrarse con voces de la ilegalizada sociedad civil. Con suficiente antelación las Damas de Blanco habían solicitado al menos un minuto para narrarle a Su Santidad esa otra Cuba que la parte oficial nunca incluye en sus conversaciones. Nadie mejor que ellas para semejante reclamo. Cada domingo de los últimos nueve años decenas de estas mujeres asisten a la iglesia de Santa Rita, patrona de las causas imposibles, a rezar por sus familiares prisioneros. El movimiento femenino y pacífico que ellas representan se ha extendido a siete provincias y a pesar de que muchas acompañaron al exilio a sus maridos excarcelados, hoy superan el centenar de miembros en territorio nacional. Ya había sido bastante criticado que en las negociaciones sostenidas por Jaime Ortega con las autoridades cubanas no estuvieran incluidas las Damas de Blanco, quienes tienen –sin discusión– el mérito de poner en jaque desde las calles a un gobierno que penaliza con largas condenas la oposición política y la libre expresión. Si el cardenal y el presidente no les habían abierto ese espacio, había fe en que el papa si lo hiciera.

Sin embargo, el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, aseguró ya en tierra cubana que el cronograma de Benedicto XVI era muy apretado para un cita con la disidencia o con otros grupos cívicos. No obstante, pudo dedicarle media hora de su escaso tiempo al expresidente Fidel Castro, con el que se reunió en la Nunciatura Apostólica de La Habana. Un anciano frágil, y acompañado por varios de sus hijos y su esposa, dialogó con el que en sus días fuera el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ese encuentro inclinó irremediablemente la vista papal hacia el lado de la oficialidad. En México no había cursado palabras con las víctimas de la pederastia clerical, en Cuba se abstenía de intercambiar con los damnificados del abuso gubernamental.

 

El papa sí, los ciudadanos no

Benedicto XVI había consumido toda la polémica que levantaría su estancia en Cuba días antes de aterrizar siquiera en el aeropuerto Antonio Maceo. Dirigió palabras muy fuertes al modelo de la isla mientras volaba en su avión rumbo a México. “El comunismo no funciona ya en Cuba”, decretó, en lo que parecía el preámbulo de una visita marcada por la tirantez entre la doctrina católica y un gobierno que se autodenomina –todavía hoy– marxista leninista. Pero en la medida en que el báculo papal se acercaba a nuestro cielo, el discurso se fue haciendo más moderado. Aunque la prensa nacional nunca publicó estas críticas de Su Santidad, la mayor parte de la población se enteró gracias a la redes ilegales de información y a las perseguidas antenas parabólicas que captan los canales provenientes de la Florida. Todos lo sabían, pero pocos se daban públicamente por enterados. En los centros escolares y laborales se seguía repitiendo machaconamente que la asistencia a las misa era un imperativo, con el mismo tono con que se convoca al primero de mayo.

A pesar de los controles desplegados y de la confiabilidad del público, en medio de la plaza de Santiago de Cuba un hombre llamado Andrés Carrión gritó: “¡Abajo el comunismo!” Su frase resonó en la mañana por encima de los salmos y los rezos, llegó hasta los oídos más cercanos al papa. Inmediatamente dos policías vestidos de civil evacuaron al osado activista que había burlado todos los cercos. Mientras lo llevaba fuera de la zona visible desde el altar, un hombre vestido con la insignia de la Cruz Roja lo golpeó en la cara y le lanzó una camilla contra la cabeza. Ante los ojos atónitos de la prensa extranjera y del lente oportuno de varias cámaras, la escena explicaba muy bien cómo estaban montados los círculos de vigilancia en aquel rebaño congregado. Con policías que se camuflan como fieles, enfermeros, técnicos de luces. Si alguien esperaba ver a un militar con botas y arma al cinto reprimiendo al indignado, lo que sucedió debió de confundirlo e impactarlo mucho más.

La imagen de aquel individuo destinado a brindar primeros auxilios abofeteando a un hombre maniatado y golpeándolo con lo que debía ser una herramienta de socorro provocó el escándalo más sonado de este viaje papal. La denuncia de lo sucedido llegó a oídos de la Cruz Roja internacional, que exigió una investigación de los hechos. La contraparte cubana emitió luego de varios días una nota de disculpas pero sin precisar la identidad del agresor. El breve video que muestra la golpeadura ha sido visto en apenas tres semanas por millones de cubanos, aunque la prensa oficial no ha hecho la mínima referencia a lo ocurrido. Se ha logrado saber que Andrés Carrión será procesado por escándalo público y también se ha filtrado que la comitiva vaticana intercedió para que no le fuera aplicada una pena muy severa. Quizás esta intervención estuvo motivada por las similitudes entre lo que había dicho el papa antes de llegar a Cuba sobre el comunismo y lo que había gritado Andrés Carrión en medio de la plaza. A uno lo habían recibido con honores después de asegurar que un sistema así no funcionaba, al otro lo habían encerrado y aún aguarda tras las rejas por ser juzgado. Dramáticas paradojas del quién y del dónde.

Lo cierto es que el guion meticulosamente planeado por el gobierno cubano para esos tres días sufrió con aquel alarido un irreversible percance, un aleccionador imprevisto.

 

Estado de emergencia

Sin declarar

Para evitar algo así se habían tomado previamente innumerables medidas, incluso las más desmedidas. A lo largo de toda Cuba centenares de personas fueron víctimas durante la última semana de marzo de una intensa oleada represiva. La Comisión de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional ha podido contabilizar más de cuatrocientos activistas llevados a estaciones policiales o retenidos en sus domicilios. La envergadura y la efectividad de esta razzia, bautizada popularmente como operación “Voto de silencio”, delatan que fue preparada meticulosamente con semanas o meses de antelación. En medio de las estrecheces económicas que vivimos, un despliegue represivo de esas proporciones debe haber dejado exhaustas las arcas nacionales y comprometido parte de los recursos que se necesitan con urgencia en otros sectores. Hay quienes aseguran que la estancia del papa entre nosotros sirvió para hacer un ensayo general de los mecanismos coercitivos dispuestos para el “día X”. Se le llama así a la jornada en que se anunciará la muerte de Fidel Castro y para la cual todo parece dispuesto, orientado. Al menos ya sabemos la manera en que transcurrirán esas primeras veinticuatro horas después del magno deceso: disidentes tras las rejas, comunicación cortada y ojos acechantes en cada esquina.

El funcionamiento del transporte se paralizó prácticamente horas antes de que aterrizara el avión de Alitalia y el acceso a internet fue cortado en centros laborales y educativos con una semana de antelación. La empresa de telefonía móvil Cubacel se hizo cómplice del corte de líneas a cualquier usuario potencialmente “peligroso”. Hasta el mercado negro vivió momentos de inquietud por la excesiva presencia policial en las calles. El país estaba bajo un estado de emergencia no declarado. Para cuando Su Santidad habló ante una Plaza de la Revolución repleta de creyentes y no creyentes, probablemente ya tenía referencia de la purga ideológica que le había arrebatado numerosas ovejas a su rebaño. ¿Por qué no aludió a ellas en su homilía? ¿Cuál fue la razón para tampoco pronunciar durante su despedida en el aeropuerto unas palabras de recordatorio a quienes fueron impedidos de acercarse a su báculo?

Uno de los detenidos de esas jornadas cuenta que lo llevaron hasta una celda de ventanas tapiadas al este de la capital. El momento de la detención, en plena vía pública y varias horas antes de que el papa aterrizara en La Habana, parecía sacado del guion de un pésimo filme de acción. En la celda donde lo recluyeron encontró a otros tres opositores que fueron apresados mientras indagaban en la estación policial sobre el paradero de un colega. Por un pequeño agujero que daba hacia la calle se pasaron la noche gritando números telefónicos para que algún transeúnte avisara a sus familia, pues les habían negado el derecho a hacer al menos una llamada. A través de la rendija solo lograban ver los pies de los niños que jugaban béisbol, los zapatos de los ancianos mientras iban a la bodega y las delgadas patas de los perros. Durante la madrugada repitieron los mismos dígitos una y otra vez hasta que ya no tuvieron más voz para continuar. Aún no han podido averiguar quién se comunicó con su amigos y familiares, pero cuando los liberaron ya algunos de ellos estaban advertidos de las detenciones. Quizás un desconocido oyó aquellos números que brotaban desde un pequeño hueco a ras de acera y decidió milagrosamente ser mensajero de tan urgente recado.

Han pasado ya varias semanas de que Benedicto XVI llegó a nuestra isla y todavía quedan teléfonos sin funcionar y activistas cívicos detenidos. Como aquel prisionero en una celda tapiada, muchos cubanos aguardan por desentrañar la manera, el mecanismo, para hacerle saber al Sumo Pontífice lo que ocurrió tras los bastidores de su visita. Del lado de acá de una persiana clausurada, dentro de un calabozo vigilado o en una plaza tomada por la Seguridad del Estado, siempre puede quedar un agujero a través del cual lanzar un mensaje. ¿Lo escucharán al otro lado? ¿El manto papal alcanzará esta vez para protegernos a todos? ~

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(La Habana, 1975) es periodista. Escribe el blog Generación y (desdecuba.com/generaciony), merecedor del premio Ortega y Gasset de Periodismo Digital en 2008.


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