El futuro del periodismo: sin ideas desde las alturas

Hace poco más de tres años defendía que los diarios que se mantuvieran fieles a su misión sobrevivirían. Hoy, “el futuro es internet”. Palabra de Bill Keller, director de The New York Times.
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Hace poco más de tres años defendía que los diarios que se mantuvieran fieles a su misión sobrevivirían. Hoy, “el futuro es internet”. Palabra de Bill Keller, director de The New York Times. El periódico, sostiene, es el principal “enemigo del periódico”. Lo dijo en un encuentro sobre el futuro del periodismo, que reunió en Madrid la noche del miércoles 23 a los directores de los cinco rotativos que publicaron los cables de Wikileaks.

La palabra “futuro” atravesó el acto, que comenzó con el recuerdo –por si alguien no había caído en la efeméride del 23-F– de la cobertura que hace treinta años dedicó El País a la intentona golpista de Antonio Tejero. Los periódicos explotan sus iconos; el último, la publicación en noviembre de los más de 200.000 documentos del Departamento de Estado de EE.UU. que Wikileaks filtró a The Guardian, Der Spiegel, El País, Le Monde y The New York Times.

Un hito del periodismo, muy dado a erigirse en guardián de los ciudadanos cuando deja de servir al poder político por un instante. Un acontecimiento que sentaba las bases de un nuevo panorama informativo. O un mero trabajo periodístico más. Bill Keller piensa que el “cablegate” no representa una nueva era en el oficio ni ha cambiado el mundo, como se dijo entonces. Lo mismo cree Sylvie Kauffmann, directora de Le Monde, aunque concede que significa un paso adelante en la lucha por la transparencia de las sociedades

¿Ha cambiado algo desde noviembre en los grandes periódicos? Los medios aprovecharon un material de proporciones gigantescas que les facilitó Assange en un ejercicio de desenmascaramiento del papel de la prensa tradicional. El director de Wikileaks entendió que necesitaba a los periódicos tanto como ellos le necesitaban a él: “Yo enseño tus vergüenzas, pero me sirvo de ti para procesar una información que me supera”.

Y los periódicos, como se ha explicado en piezas publicadas en Vanity Fair y The New York Times, desprecian a Assange y su activismo 2.0, pero business is business. En la charla quedó relegado al papel de fuente, frente al de redactor jefe que Assange se arrogó. El matrimonio ha acabado mal.

La noche del miércoles, Alan Rusbridger, de The Guardian, realizó un peculiar elogio a Keller por publicar documentos que el gobierno estadounidense no iba a aprobar. Más allá de los procesos de fact-checking que la prensa americana tiene incorporados a su ejercicio, ¿no es precisamente la vigilancia del poder una de las misiones principales del periodismo? Lo había dicho Simon Jenkins con otras palabras en The Guardian: “El trabajo de los medios no es proteger al poder de hacer el ridículo”.

El de Rusbridger fue un comentario de pasada, pero revela la posición desde la que los conductores de la opinión pública observan los hechos. A eso se refería Bill Keller cuando señaló al periódico como principal amenaza. La connivencia con los poderosos les ha llevado a un laberinto de difícil escapatoria. El público lo sabe y, en consecuencia, desconfía. Mucho. Y con razón.

Se dijo también que el nuevo modelo de negocio tendrá que basarse en ideas periodísticas interesantes, pero los ponentes se enredaron en la necesidad de cobrar en internet. The New York Times implementará el pago a finales de año, mientras que The Guardian, con un ojo puesto en la apuesta de la “Dama Gris”, lo rechaza. Para Rusbridger, el negocio lo marca la influencia: “El pago no resulta muy atractivo desde el punto de vista de un periodista. Perder el 98% de tu audiencia no es el futuro”. “Sin duda, hay futuro para el periodismo –defendió Kauffmann–, pero ¿lo hay para los periódicos?” “Tenemos que conseguir que la gente pague”, resolvió. ¿Pagar por qué?

Según Georg Mascolo, de Der Spiegel, por el buen periodismo: “¿Por qué hay que pagar menos por una revista que por un café en el Starbucks?”. Quizás, porque no lo vale. Porque la excelencia que dicen buscar –y ofrecer– es incompatible con los centenares de despidos que han llevado a cabo estos últimos años o tienen previsto ejecutar. La constante loa de las infinitas posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías es casi tan grande como su cobardía a la hora de integrarlas en el discurso periodístico.

El reportero Ramón Lobo subrayó en su blog que es necesario ensuciarse los zapatos de polvo para entender lo que sucede. En el caso de las revueltas en el mundo islámico, los medios occidentales vieron reflejado el brillo de sus mocasines en la pantalla del televisor.

Internet ayuda a evitar que eso ocurra. Giles Tremlett, corresponsal en España de The Guardian, contó las últimas protestas en Marruecos desde Madrid complementando con Twitter y otras fuentes on-line lo que le contaban sus informadores locales. Satisfecho, hizo una cobertura “probablemente mejor” que si hubiera estado allí. Eso sí, fue posible porque viajó días antes para tejer su red de colaboradores.

El periodismo siempre quiso adelantarse a los acontecimientos y ahora teoriza sobre el suyo mientras se resiste al cambio. Tímidos experimentos protagonizan la difícil salida de los números rojos. Toca encontrar nuevas soluciones. Eso, o seguir corriendo inútilmente en el intento de escapar de un tsunami que terminará por precipitarlos (nos) al vacío.

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