El boicot y la paz

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La historia del imperio de los Strauss transcurre en paralelo a la de Israel. La cuenta Ari Shavit en Mi tierra prometida. Richard y Hilda Strauss emigraron en 1936 de la Alemania nazi a Israel. A ambos les costó adaptarse a la dura vida de las colonias judías. Aunque Richard tenía un doctorado en economía, comenzó a trabajar de taxista. Un año después de su llegada al puerto de Haifa compraron una parcela en la localidad costera de Nahariya. Tenía un establo y varias vacas, y sin apenas experiencia comenzaron a producir leche y queso. En la década de los cincuenta, ya creado el Estado de Israel, sus postres y helados eran los más famosos del país. Se aliaron con Danone, comenzaron a exportar y diversificar su oferta (café, hummus) y pronto abrieron sucursales en países extranjeros. En 2010, la empresa Sabra, propiedad de Strauss Group junto con Pepsico, abrió en Virginia la mayor planta de fabricación de hummus del mundo. Ese mismo año, los estudiantes de la Universidad de Princeton convocaron el primer (probablemente) referéndum de la historia sobre hummus. ¿Debía el comedor del campus servir un producto de Sabra, una empresa israelí que, según los partidarios del referéndum, apoya al ejército de su país y por lo tanto es cómplice indirecto de sus crímenes de guerra?

Ganó el no. En otras universidades estadounidenses, en cambio, los estudiantes consiguieron que se eliminara del menú. El fenómeno no es nuevo ni aislado y se enmarca en un proceso global de boicot y desprestigio a Israel que existe desde la creación del Estado. En los últimos años ha ganado especial peso gracias a la campaña bds (Boicot, Desinversiones, Sanciones). Influido por el movimiento antiapartheid en Sudáfrica, el bds presiona a Israel mediante boicots a empresas, individuos y universidades israelíes para obligarlo a “acabar con la ocupación de todas las tierras árabes, dotar a todos los árabes israelíes de plenos derechos e igualdad y respetar el derecho de retorno de los palestinos a sus casas”. El movimiento es más simbólico que pragmático, pero es muy exitoso a la hora de desprestigiar a Israel. La ong Oxfam denunció en 2014 que Scarlett Johansson fuera la imagen de marca de Sodastream, una compañía israelí que tiene una planta de producción en el asentamiento de Maale Adumim, en Cisjordania. La polémica puso de nuevo el foco del debate en los territorios ocupados. Después de que el presidente de la compañía telefónica Orange admitiera en una conferencia en El Cairo que le gustaría dejar de hacer negocios en Israel (antes de rectificar días después), el movimiento bds volvió a apuntarse un éxito. Y cuando el pasado agosto el festival de reggae Rototom Sunsplash, en Benicàssim, invitó al cantante judío estadounidense Matisyahu, el colectivo bds País Valencià acusó al músico de sionista y de ser un “amante de Israel”. Como condición para participar en el festival, los organizadores le exigieron una declaración donde manifestara de manera “muy clara” su apoyo a un Estado palestino.

La distinción entre el boicot a Israel y el boicot únicamente a los asentamientos divide al movimiento. Mahmoud Abbas, presidente del partido palestino Fatah, apoya el bds solo a los territorios ocupados, no a todo Israel (donde trabajan unos noventa mil palestinos). Los liberales sionistas en Israel apoyan el boicot con la misma condición. Es también la postura de la Unión Europea, que exige a Israel que indique la procedencia de los productos de los asentamientos mediante un etiquetado diferente.

El bds, monopolizado por la izquierda radical, no suele hacer distinciones. Si el boicot puede ayudar a la paz no será siguiendo el trazo grueso de quienes consideran que es legítimo atacar a un país simplemente por existir, o incluso a un artista judío estadounidense por apoyar a Israel. Este maximalismo, que confunde un gobierno con toda la población, y a todos los judíos con Israel, ayuda a que las posturas se radicalicen. Y es también torpe. El boicot a artistas y académicos –o decisiones como la que tomó Stephen Hawking en 2013 al no acudir a una conferencia en Israel como protesta por la ocupación– complica el diálogo con aquellos más favorables a una solución negociada entre palestinos e israelíes.

Ahmed Moor, una de las figuras más importantes del movimiento bds en Estados Unidos, no parece muy interesado en esa negociación. En una entrevista en 2010 llegó a afirmar que “el bds significa acabar con el Estado judío”. Con tales declaraciones no solo demuestra su escaso interés en el diálogo, sino que ayuda a legitimar el discurso de amenaza exterior que el primer ministro Netanyahu utiliza como vehículo electoral. Muchos contrarios al boicot a Israel, especialmente desde la derecha nacionalista, intentan equipararlo con el nazismo, consiguiendo justo lo que critican de quienes comparan a Israel con la Alemania nazi: frivolizar el Holocausto. Buscan convertir toda crítica hacia Israel en una crítica al pueblo judío en su totalidad, y por lo tanto en un ataque antisemita. Las posturas más radicales del bds contribuyen a reducir el conflicto a una batalla de extremos. Es un movimiento muchas veces más preocupado por reivindicar la dignidad de la lucha palestina que por la efectividad de sus acciones o incluso la prosperidad de los propios palestinos.

Parece ingenuo pensar que el bds pueda tener mayor fuerza que la simbólica. Sin embargo, preocupa al gobierno israelí no solo desde un punto de vista propagandístico. Un informe gubernamental filtrado hace meses estimó en 1.400 millones de dólares anuales el daño que podría provocar a la economía israelí. Otro estudio del think tank americano The Rand Corporation calcula que se podrían perder hasta 47.000 millones de dólares en diez años.

Desde hace años Líbano e Israel se disputan el premio Guinness de los récords al plato de hummus más grande del mundo. Ambos países se atribuyen la autoría de la receta. En los territorios palestinos existe una reivindicación similar. Estas guerras culinarias también son identitarias, y uno podría pensar que son la muestra de que la hostilidad del conflicto se ha rebajado: ya no se tiran bombas sino que compiten por un plato hecho de garbanzos. El bds traslada la misma sensación: que la guerra ya no es con bombas sino económica. Pero no es más que otro frente de un conflicto eternamente enconado. La solución está fuera de los relatos intransigentes y antagónicos. La receta del hummus, por ejemplo, no es ni libanesa ni israelí, sino que se remonta al Antiguo Egipto. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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