El año sin verano

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En 1816 en compañía de John W. Polidori, su amigo y médico personal –algunos insinúan que también amante–, Lord Byron se estableció en Suiza durante unos meses. Comenzaba así un exilio voluntario y definitivo, pues no regresaría nunca a Inglaterra. Había alquilado Villa Diodati, en las colinas de Cologny, cerca de Ginebra, para una temporada. El sitio y la casa eran –son todavía hoy– espléndidos. Desde la villa, situada sobre una suave pendiente, se domina un panorama majestuoso: en primer plano, abajo, el lago Leman, al fondo, a la altura de los ojos, los montes del Jura, a la espalda, altísimos, los Alpes nevados, sobre los que destaca soberano el Mont Blanc. El lugar era por sí solo una promesa de felicidad.

Byron aguardaba la visita de Percy B. Shelley y Mary Godwin, que llegaron en junio. Ella se convertiría en Mary Shelley en diciembre de aquel mismo año, al casarse con el poeta inglés, poco después de que se suicidara Harriet, la esposa de Percy, de la que llevaba separado dos años. La pareja se instaló en la casa de Jacob Chappuis, cercana a Villa Diodati. La proximidad facilitaría y aseguraría una relación permanente. Byron y sus amigos reanudaban así el Grand Tour, suspendido en los años anteriores a causa de las guerras napoleónicas.

Además del descanso en estos magníficos lugares, los había llevado allí el interés por la figura y la obra de Jean-Jacques Rousseau, y habían previsto visitar la patria chica del filósofo y los lugares más ligados a su vida y a sus escritos. Consideraban al ginebrino un verdadero maestro y admiraban la determinación para encarnar en su propia vida las ideas que había defendido en sus libros. También eran fervorosos lectores de sus obras autobiográficas –Confesiones, Las ensoñaciones del paseante solitario, etc.– y otras, más o menos autobiográficas, como Julia o la nueva Eloísa.

Habían planeado, por tanto, la estancia en Suiza con la esperanza de descansar, de disfrutar de la naturaleza y de las excursiones. Pero todo se desbarató. El verano de 1816 resultó desastroso en Suiza, y afectó también a los planes de Byron y sus amigos. El buen tiempo y el calor brillaron por su ausencia. Llovió sin cesar, los lagos y ríos se desbordaron, hizo frío y hubo tormentas y tempestades sobre los lagos como no se habían conocido antes. Las cosechas de fruta y cereales se perdieron y los viñedos de la región quedaron arruinados. El ganado y los animales, que debían alimentarse de los pastos de las montañas en verano, permanecieron en los establos comiendo pienso y cebada. Todo ello autorizó a los cronistas a denominar 1816 “el año sin verano”. Se explicaron estas extrañas alteraciones climatológicas por la explosión del volcán Tambora en Indonesia, en la primavera del año anterior, la erupción más grande entre las que se tiene conocimiento documentado. Los sesenta millones de toneladas de azufre proyectados a la atmósfera hicieron efecto de filtro solar que se tradujo en la bajada de la temperatura y provocó las abundantes lluvias ya comentadas. El fenómeno afectó al hemisferio norte, sobre todo a Europa Central y a Estados Unidos. A consecuencia de los desastres agrícolas mencionados se produjeron en 1816 y 1817 las últimas hambrunas conocidas en Suiza. La prensa catastrofista de la época anunció el fin del mundo.

Inevitablemente Byron y sus amigos se vieron afectados por esta contrariedad. El grupo tuvo que resignarse; cambiaron las diversiones previstas al aire libre por otras menos expansivas. La lluvia y el frío los obligaron a pasar la mayoría del tiempo en sus estancias sin asomarse apenas al bello entorno. Según consta, el mal tiempo duró hasta noviembre. Por las noches, para combatir el tedio, se reunían en torno al fuego de la chimenea para leer y contar historias góticas. Percy Shelley y Mary Godwin se habían aficionado en Alemania a los relatos de terror en 1814, cuando huyeron juntos al continente: el primero abandonó el hogar conyugal y ella, menor de edad, escapó del domicilio paterno.

Una noche de junio, para distraer el aburrimiento del encierro, Byron propuso una apuesta: quién de ellos sería capaz de escribir la historia de fantasmas más terrorífica. Los cuatro se pusieron a la tarea. Ni Byron ni Percy Shelley produjeron, que se sepa, ninguna obra de terror. En cambio, Polidori alumbró lo que sería El vampiro, un relato publicado en Londres en 1819 que serviría de inspiración a Bram Stoker para escribir Drácula casi ochenta años más tarde. Por su parte, Mary se puso a la tarea y dio a luz la idea que habría de cuajar en el relato que sin duda ganó, el más original y el más aterrador. No solo de las veladas nocturnas de Villa Diodati, sino del siglo XIX, y el de mayor trascendencia y fortuna. Mary puso en marcha la historia de Frankenstein o el moderno Prometeo, que se publicaría por primera vez en 1818 en Londres como obra anónima.

En aquellos años en los ambientes ilustrados se confiaba en los avances de la ciencia y la medicina y en sus beneficios. Había una fe casi absoluta en que las investigaciones científicas, unidas a los avances técnicos, anunciaban un horizonte de ventajas para el progreso y el bienestar humano. Por influencia de su padre, el escritor y filósofo William Godwin, Mary Shelley se educó en este ambiente. Tanto ella como Percy estaban fascinados por estos temas y disponían de abundante información. Una idea que hacía furor en aquellos años era la posibilidad de dar vida a un ser inanimado aplicándole corrientes eléctricas. Los experimentos del físico Luigi Galvani, que intentaban demostrar que era posible reanimar a los animales muertos gracias a la electricidad, así como los de Giovanni Aldini, que decía que se podía mover un cadáver algunos instantes si se le aplicaba una pila voltaica a las orejas y a la boca, debieron de estimular la imaginación de la joven Mary. De hecho en la primera edición de Frankenstein se puede leer: “El doctor Darwin y algunos fisiólogos alemanes han dado a entender que el hecho en el que se basa esta ficción no es en absoluto imposible.”

En fin, lo que Byron y sus amigos perdieron en paseos y excursiones lo ganaron la literatura y los lectores. Una vez más el encierro y el aburrimiento se aliaron para producir una obra literaria emblemática de las contradicciones de la modernidad, que como tal ha soportado interpretaciones y simbolismos de todo tipo. Se ha visto como una metáfora de la Revolución francesa. Como es sabido, la Revolución, que había despertado muchas esperanzas en sus inicios, terminó por sembrar el terror en la sociedad que había celebrado su llegada. Del mismo modo, la criatura del doctor Frankenstein produce pánico cuando al creador se le escapa de las manos el “invento”. Se ha dicho también, desde un punto de vista psicoanalítico, que la “criatura” ejemplifica el “monstruo” que duerme dentro de cada uno de los hombres y al que no conviene despertar… Una interpretación que no es ajena a la advertencia de Percy Shelley: “No despiertes a la serpiente, no sea que ignore cuál es el camino a seguir.” Pero la interpretación moral, que ve en la novela un aviso de los límites que la ciencia no debe traspasar, se nos antoja como la de mayor vigencia.

Los mitos, si aciertan a expresar una inquietud o un misterio humano, son intemporales. Si Frankenstein ha sobrevivido, e incluso ha crecido, y se ha diversificado y ampliado en múltiples secuelas, es porque expresa la ambición y el terror del hombre a la creación de vida humana por medios artificiales o científicos. Celebremos, por tanto, este año el segundo centenario de aquella noche de verano desabrida, fría y lluviosa, en la que, para protegerse de las inclemencias del tiempo y para entretener las horas, Byron estimuló la imaginación de Mary, como recordatorio de que no se debe transgredir el límite entre la vida y la muerte. No deja de ser paradójico que una joven de solo dieciocho años, si bien con la ayuda de Percy y los comentarios de todos, crease el más cualificado mito antimoderno de la modernidad. ~

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Es profesor y crítico literario. En 2007 publicó el pacto ambiguo: de la novela autobiográfica a la autoficción (Biblioteca Nueva)


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