Fotografía: Autor anónimo/Donación revista Tierra Adentro/Coordinación Nacional de Literatura (INBA)

Efrén Hernández, obsesión por los abismos

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“El destino del hombre es su carácter”, dicen que dijo Goethe,

y yo no lo aseguro porque no me consta si lo dijo.

Efrén Hernández

 

Además de parecer, no solo por su físico, personaje de Tim Burton y de haber publicado antes que nadie a Juan Rulfo, siendo subdirector de la revista América, que bajo su influencia dejó de ser una más entre las múltiples revistas de cultura miscelánea y se convirtió en la primera publicación literaria que no daba voz únicamente a los miembros de un grupo o de una generación, es decir, en la primera publicación plural y abierta de México, Efrén Hernández (1904-1958) fue, en sus propias palabras, “el primero de sus parientes más cercanos” que se atrevió a apagar el fuego que encendieran en su día Alfonso Reyes, Julio Torri, Antonio Caso, Justo Sierra y demás fundadores del Ateneo Mexicano. Igual que fue, según Jorge Ibargüengoitia, el primer cuentista nacional capaz de reírse de sí mismo ante la prensa: “habría sido preciso no llegar yo antes que mis ojos para dejar de darme golpes”.

De un parecido físico asombroso, a pesar de los gruesos anteojos que debió usar desde pequeño y que nunca le sirvieron para ver las trampas que a su paso desplegaban el presente y no pocos escritores, a los autorretratos más enloquecidos del pintor zacatecano Julio Ruelas, otro de los artistas mexicanos que debiera acusarse de ser único y prodigio, Efrén Hernández padecía los demonios de la creación en solitario, los demontres que condenan una pasión cuando esta no se ciñe al periodo histórico en que se halla y se adelanta o se retrasa en el tiempo. Los diablos pues que reconducen la obsesión por los abismos, en palabras de Octavio Paz: por los “descensos al origen de las cosas”, hacia uno mismo cuando allende de la piel no se escucha ningún eco: nacido en la árida, católica, inculta y espantosa ciudad de León, Guanajuato, que por entonces era aún más árida e inculta pero igual de espantosa y de católica, Efrén Hernández se vio obligado a buscar en los desvanes de la mente, en la experiencia de vida personal y en el vínculo que uno establece con la tierra: “no sé qué cosa tiene el cielo aquí, que transparenta el universo a través de un velo de tristeza”, su principal materia literaria.

Flaco hasta el grado de “parecer pelón de hospicio apenas arrumbado”, cuando marchó de León y llegó a nuevas latitudes, además de sorprenderse con la dimensión, las luces y el bullicio de la metrópoli cierta que de golpe había encontrado y de enfrentar a esta los recuerdos de su infancia y su pasión por las cosas más ínfimas del universo del que él mismo provenía, “de abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito”, Efrén Hernández padeció, además de los obstáculos, las burlas que su físico inspiraba a los otros escritores, quienes también habrían de burlarse de su andar y, en palabras de Alí Chumacero, de su extravagancia en el vestirse. Resultaba entonces imposible que todos esos escritores que veían en él a un colega extraño, a un raro espécimen que no mostraba interés por lo que entonces preocupaba a casi todos –la épica y no tanto la lírica– comprendieran que lo que ellos señalaban no era extravagancia sino la forma más honesta, pues también era la única, que tenía el guanajuatense de vestir, andar, pensar y capturar del mundo sus reflejos. Era imposible que esos otros escritores, adheridos en su inmensa mayoría a la corriente o las corrientes que reinaban desde el trono de la novela revolucionaria o desde los salones de los Contemporáneos, imaginaran y entendieran y aceptaran que alguien quisiera lo pequeño, lo más ínfimo, lo más íntimo del mundo, que alguien quisiera pues un sino propio.

Y digo sino porque a Efrén Hernández, que ya dije era pequeño de tamaño y vivía enloquecido por todo aquello que era muy pequeño pero no he dicho todavía que era también pequeño de presencia: en mitad de una plática se perdía en su memoria o contemplaba el curso de la vida, exactamente igual que el personaje de su cuento más insigne, “Tachas”, se extraviaba viendo el cielo a la hora en que hacía clase: “Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan, las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando, que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó la lluvia.

El maestro dijo:

–¿Qué cosas son tachas?

–La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a su agujero, y se quedó en él, agazapada. Después entró un silencio caminando en las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía ruido.”

O, exactamente igual que Catito, el personaje principal de su novela La paloma, el sótano y la torre, se extraviaba en el deseo que su tía Lina le inspiraba a pesar de que a unos metros los batallones revolucionarios combatían: “después de macerarme hasta el delirio con quimeras y nonadas, y con la llama y figuras encendidas en falso –la sombra atrae a la sombra– lo más oscuro mío tomé entonces por guía, y mi nublado vientre levó su antorcha negra que se nutre con sangre y expande una luz negra, y yo seguí su luz quemada y muerta como sangre reseca… y ella me condujo… ¿diré adónde?”, porque a Efrén Hernández lo aguardaba un destino parecido a su existencia: solitario y silencioso, y parecido igualmente a los retratos que de sí hacía Julio Ruelas: sombrío y menos admirado de lo que habría merecido.

Y hablando de Catito y La paloma, el sótano y la torre, quisiera decir que, si hubiera que elegir al animal que se parece más, Efrén Hernández elegiría una hormiga, pues, además de compartir con esta su estructura frágil y menuda, el escritor de Sumarísimo extracto de una definición  comparte con tal insecto el sosiego, la constancia y el sigilo con que cava sus guaridas:

Lo que una vez, perecedero, ha sido;

lo que ahora ya no es, lo ahora ausente,

lo desaparecido,

la memoria lo guarda

dolorida amorosa, insuficiente.

 

Recordar es arder, morir, quemarse un poco

por reencender un poco lo extinguido.

 

Y acabar de morir,

morir enteramente,

huir con la memoria,

con toda la memoria

y todo el corazón, a donde ha huido

lo desaparecido

para siempre jamás, eso es olvido.

Así él cavó para sí mismo el rincón donde abrazó la lírica y creó el grueso de su obra ensayística, poética y narrativa, y es que Efrén Hernández, además de ser pequeño de tamaño y de presencia, era pequeño de codicias y de iras: admiraba la pausa y la reserva tanto en la forma como en la trama: “Yo, ante la consideración de aquel dulce tiempo en que existió en nuestro país un hombre único, que se ponía a labrar tablillas, para serenarse y castigar a sus hijos ya sin ira, por pura convicción, no pude contener las lágrimas”, dice Catito al describir cómo eran los castigos de su padre.

Eso sí, aunque pequeño, menudo, sosegado, distraído, ensombrecido y silencioso, Efrén Hernández también podía estallar de pronto, lanzando al mundo un dardo envenenado con su humor casi tan perverso como negro. Sobre todo si había que defender la obra de aquellos escritores que habían marcado su arte: Ángel de Campo (Micrós o Tic Tac), Balbino Dávalos, Federico Gamboa, Manuel Gutiérrez Nájera o Luis Gonzaga Urbina. Efrén Hernández podía pues convertirse en un gigante y podía gritar con voz más gorda que su cuerpo si era necesario defender a sus maestros o su ideario literario: decir no a la épica, a los héroes y princesas, a los hechos que señalan un antes y un después en una vida o una historia, a la grandilocuencia o a cualquier forma de manía y decir sí siempre a lo simple y lo pequeño, al trazo delicado e invisible, a lo que no se ve a primera vista, a aquello que se ve únicamente utilizando las dos córneas que utiliza la memoria, ideario literario que marcó profundamente a creadores de la talla de Juan José Arreola, José Revueltas, Rosario Castellanos o Juan Rulfo.

Pero ¿por qué dar tanta importancia aquí a la fisonomía de Efrén Hernández, el cuentista más original de la primera mitad del siglo XX, uno de los novelistas más personales y mejor enraizados en su tierra, uno de los ensayistas más lúcidos que ha habido en México y, curiosamente, uno de los últimos poetas arropados por los viejos Siglos de Oro, y no dar más importancia a sus obras? Porque, como escribió Alí Chumacero hace ya cincuenta años, en el prólogo a las Obras completas  de Efrén Hernández que publicó el FCE: “Acaso nadie, en las letras mexicanas de los últimos lustros, haya redactado sus textos con tal semejanza consigo mismo, con tanto amor por su íntimo impulso afectivo. Mucho contribuyó a reforzar esa actitud la fidelidad a lo autobiográfico. Las experiencias inmediatas, el recuerdo de las pasadas, las sospechas de las venideras, aparecen a tramos transformadas en minuciosas observaciones.” O porque, como dijo el propio Rulfo: “la literatura de Efrén es como su rostro fue algún día: profunda, exacta, nerviosa y única”. Aunque tampoco aseguro que haya sido esto lo que Juan Rulfo dijo pues no me constan sus palabras. ~

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(ciudad de México, 1978) es escritor y politólogo. Ha publicado la colección de relatos Arrastrar esa sombra (Sexto Piso, 2008) y la novela Morirse de memoria (Sexto Piso, 2010).


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