Ya hablará el caballo (1)

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Se dice que, hace siglos, había un joven que había sido condenado a muerte en algún reino lejano. Antes de ser ejecutado, solicita que le envíen un mensaje al rey: “si perdona mi vida, me comprometo a enseñarle a hablar a su caballo”. El rey, curioso, decide darle audiencia. En efecto, el condenado a muerte le asegura que, después de cinco años de lecciones intensas, el caballo hablará. El rey acepta la oferta. Cuando le preguntan al preso cómo pudo hacer semejante pacto, contesta: “en cinco años, o me muero yo, o se muere el rey, o quizá hasta aprende a hablar el caballo”.

Esta historia resume una buena parte de los males que hoy nos aquejan. Un mundo dominado por medidas de corto plazo con beneficios efímeros pero inmediatos, y secuelas menos instantáneas y más permanentes. En la lucha desesperada por detener la caída de la economía, los políticos están dispuestos a venderle el alma al diablo. El concepto de quemarse en el fuego eterno es menos aterrador que el miedo a perder la próxima elección.

Así, vemos una lucha desesperada de los políticos por aparentar que hacen cosas, por parecer ocupados apagando el fuego, aunque ignoren totalmente las causas que lo ocasionaron.

Durante la semana pasada tuvimos señales incontrovertibles del enorme despilfarro que ha ocurrido bajo el amparo del “estímulo”. La empresa Edmunds.com [1], por ejemplo, publicó una estimación sobre cuánto costó realmente el programa “cash for clunkers” (efectivo por chatarra) con el cual el gobierno de Obama pretendía incentivar la raquítica demanda de automóviles. Este programa dio cuatro mil quinientos dólares en promedio –por cada auto viejo e ineficiente en el consumo de combustible que fuera retirado del mercado– como crédito para adquirir un auto nuevo y más eficiente. ¿El costo total? “Sólo” tres mil millones de dólares.

Según los cálculos de Edmunds.com, de los 690,000 autos comprados al amparo del programa, 565,000 hubieran sido solicitados aún sin éste (reposición natural del parque vehicular, arrendamientos que vencían, etcétera). Eso quiere decir que, si dividimos los tres mil millones entre 125 mil autos de demanda real originada por el programa, cada uno de éstos costó 24,000 dólares al contribuyente.

Para enfrentar a la implacable crítica por el despilfarro fiscal, la Casa Blanca reaccionó dando cifras de los empleos que se han generado gracias al “estímulo”. Según sus propios datos, los 787 mil millones de dólares gastados generaron 640 mil empleos. Considerando que hay 15 millones de desempleados, la ganancia es marginal. El costo, sin embargo, está lejos de serlo. Aun si consideráramos que “sólo” 170 mil millones de dólares han sido utilizados expresamente para medidas directamente enfocadas a apoyar el empleo, y que el subsidio directo ha sido de menos de 50 mil millones, en el mejor de los casos cada nuevo trabajo ha costado más de 70 mil dólares.

¿Tiene sentido incrementar el endeudamiento de cada familia estadounidense por 540 mil dólares para tan magros resultados? No.

La pregunta obvia es por qué el gobierno de Obama y la gente inteligente que le rodea están dispuestos a empeñar así el futuro. La respuesta de los políticos es obvia: cuando el resultado sea evidente, yo no estaré aquí para sufrir las consecuencias, o tú no estarás aquí para recordar lo que hoy pasa y expresar tu desacuerdo votando en mi contra. A corto plazo, en las elecciones del próximo año, se posicionarán como quienes heredaron una tremenda crisis y, heroicamente, han estado tratando de amortiguar sus devastadores efectos con todos los recursos a su alcance.

Mientras tanto, la lógica que impera es la de posponer, a cualquier costo, los malos ratos que nos recuerden que la peor crisis de la economía mundial en casi ochenta años no se compone en nueve meses. El viernes, por ejemplo, salieron las nuevas reglas que permiten que los bancos mientan sobre el valor de los bienes raíces comerciales en sus libros. Ya no tienen que reflejar el valor de mercado de éstos, si éste está por debajo del costo de adquisición (como muchos –cada vez más– lo están).

Así, los bancos aparentan estar mucho más sanos de lo que realmente están. ¿La lógica? Quizá, algún día, los precios de esas propiedades se recuperen y rebasen nuevamente el costo nominal al que fueron adquiridas. A corto plazo, dado que las tasas de interés son tan bajas, muchos de los propietarios podrán seguir haciendo pagos mensuales. ¿El riesgo? Que si la revaluación no ocurre antes de que el crédito llegue a su vencimiento, el problema será mucho mayor. Pero, si ese es el caso, “yo ya no estaré aquí, o tú no estarás aquí”.

Esto ocurre cuando vienen renovaciones de créditos hipotecarios comerciales por el equivalente a dos billones (millones de millones) de dólares en los próximos quince meses, y cuando 16% de los créditos ya no están al corriente (aunque sólo entre cuatro y siete por ciento han sido reconocidos por la banca).

Estas medidas de alquimia contable confirman que el gobierno estadounidense ha decidido adoptar las medidas que tanto criticaron del gobierno japonés, que en la década de los noventa se rehusó a aceptar la quiebra de sus bancos, engendrando el término de “bancos zombie”. Como en las películas, estos muertos en vida deben despertar terror.

Después de una crisis bancaria, los gobiernos tienen dos alternativas. La primera es forzar a los bancos a mostrar sus heridas, haciendo así que se recapitalicen y vendan los activos tóxicos en sus balances. Este proceso es muy doloroso a corto plazo. A largo plazo, sin embargo, permite que surja una nueva generación de empresarios que se benefician de comprar activos con descuentos significativos, y eso le da viabilidad a nuevos negocios. Imagine el caso de alguien que compra un local comercial a la mitad del precio que antes tenía: podrá solicitar una renta más baja, el nuevo comercio requerirá de menos ventas para ser rentable y, eventualmente, el ciclo económico se reinicia.

La segunda alternativa es simplemente taparse los ojos y hacer como que nada pasó, permitir que los bancos no reflejen la caída en los precios de sus activos y no tengan entonces que recapitalizarse. Esto les impide salir a vender activos tóxicos, porque hacerlo les fuerza a reconocer la pérdida. Estos bancos dejan de dar crédito y se vuelven parásitos totales de un sistema que les permite fondearse pagando tasas mínimas por los depósitos, cobrar tasas estratosféricas por tarjetas de crédito, etcétera. Los bancos grandes mantienen su participación en el mercado, los bancos pequeños revientan [2], pues no tienen la licencia para imprimir dinero de la cual gozan los grandes. No hay nueva generación de empresarios, no hay crecimiento, se preserva el status quo. Los bancos zombie engendran una economía igualmente zombie. Japón lleva, por ello, veinte años sin crecer.

En mi opinión, la pregunta no es si las circunstancias forzarán a que la realidad sea reconocida, sino simplemente cuánto tiempo pasará antes de que eso ocurra, y en medio de qué tipo de entorno.

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[1] La empresa Edmunds.com lleva más de 40 años proveyendo información estadística sobre las condiciones del mercado de automóviles nuevos para potenciales compradores de autos.

[2] Los bancos pequeños no tienen margen de maniobra. Por un lado, tienen que pagarle su tasa de interés a los depositantes; por el otro, no cobran los pagos mensuales de las hipotecas que les deben. Eventualmente, es simplemente cuestión de flujo, tienen que reventar.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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