¿La luz al final del túnel?

El temido “double dip”, la segunda fase de la crisis, es poco menos que inevitable.
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El castillo de naipes parece estarse tambaleando cuando, en la misma semana, quedó al fin claro que Grecia no podrá pagar su deuda; el desempleo en Estados Unidos se manifestó nuevamente al alza; los precios de los inmuebles alcanzaron nuevos mínimos y China admitió estar tratando de evitar que la burbuja -en su propio mercado inmobiliario- reviente en forma desordenada, lo que implicará adoptar una política económica mucho más restrictiva que tendrá secuelas en el resto del mundo. ¡Si tan solo tuviera los números telefónicos de todos quienes me tacharon de pesimista endémico cuando me rehusaba a celebrar el fin de la crisis! Empieza a ser evidente que nunca se ha tirado más dinero a la basura como el que se despilfarró en perversos programas de rescate. Tomará décadas financiar el absurdo gasto de millones de millones de dólares de gobiernos arrogantes que se sintieron capaces de ungir con su varita mágica a aquellos negocios o sectores que recibirán la bendición del subsidio. Simplemente fueron capaces de provocar una mísera recuperación, una efímera manifestación que tendrá un infame lugar en los libros de historia de nuestros nietos.

Con la perspectiva que nos da el paso del tiempo, siempre llegamos a la misma conclusión. La función de los gobiernos es solo poner la mesa: un estado de derecho con reglas claras, una carga regulatoria razonable y ligera, evitar condiciones oligopólicas en la economía, desarrollar infraestructura moderna, ofrecer las condiciones para que la competitividad crezca (incluyendo articular sistemas educativos modernos y no politizados que permitan que la fuerza laboral se desarrolle, sea más productiva y su ingreso crezca no porque el gremio extorsionó sino porque el trabajador tiene habilidades que el mercado busca y premia), e implementar códigos fiscales sencillos y transparentes que no ahorquen a las empresas ni castiguen el éxito de los individuos y en los que todos paguen impuestos. Una vez realizadas esas tareas, hay que dejar que los mercados se encarguen de que el capital fluya hacia donde haga sentido, e incluso de que castiguen el fracaso. El capitalismo solo hace sentido cuando el fracaso cuesta. Sí, se puede utilizar marginalmente gasto público para compensar parcialmente la baja de inversión y de consumo privado, pero cuando se llega a niveles absurdos de gasto, el gobierno acaba desplazando a las empresas privadas y les encarece el fondeo de sus proyectos al competir por crédito.

¿Qué falló? Todo. Los políticos empeñados en mejorar la foto acabaron velando la película. La pesada mano del cabildeo empresarial y gremial se convirtió en el lastre que impidió cambios de fondo y el dogma nubló el sentido común de académicos y profesionales de opinión en ambos lados del espectro político. A mi parecer, el temido “double dip”, la segunda fase de la crisis, es poco menos que inevitable.

El economista David Rosenberg dice que el gran error de apreciación provino de tratar a esta recesión como si fuese un ciclo común y corriente en el cual los inventarios definen el punto en el que se está. Cuando la producción excede a la demanda, se acumulan inventarios, la producción (y el PIB) se reduce provocando despidos en las empresas hasta que se llega a un punto en el que la demanda empieza a superar a la producción, y comienza el proceso inverso cuando caen los inventarios y las empresas vuelven a contratar personal y eventualmente invierten en capacidad si es que ya acabaron de utilizar la que estaba ociosa en el ciclo anterior. Ahora, el ciclo es mucho más enredado porque lo que lo define es el alto endeudamiento de las familias, la economía de estas reventó como consecuencia de la acumulación excesiva de deuda y el proceso de desendeudamiento será lento y doloroso, además de que lesiona al consumo.

Podremos entender mejor la complejidad del proceso si consideramos que las familias estadounidenses se endeudaron para participar en la “bonanza inmobiliaria”. En esa lógica típica de toda burbuja, de lo que se trataba era de invertir tanto como se pudiera, ya fuera comprando el inmueble más caro posible o comprando tantos como se pudiera, pues esa era una forma “infalible” de enriquecerse. Una vez que la burbuja reventó, las familias se encontraron ahogadas por deuda y con uno o varios inmuebles que, en promedio, han perdido un tercio de su valor, si fueron comprados en el punto más alto del ciclo (típicamente donde más transacciones ocurren).

Los precios de los inmuebles llevan casi cinco años cayendo en forma ininterrumpida. Según el profesor Robert Shiller de la universidad de Yale, el académico que más ha estudiado el tema, es perfectamente posible que veamos treinta años de baja en los precios en términos reales (es decir, quitando el efecto de la inflación del precio nominal). Esto ya ha ocurrido antes pues entre 1912 y 1945 el precio de los inmuebles a nivel nacional en Estados Unidos se redujo 14%, después de inflación. En este momento, hay 2.25 millones de casas en proceso de embargo, 1.8 millones de hipotecas cuyos pagos mensuales presentan más de 90 días de atraso, además de que hay 3.8 millones de casas formalmente en venta. ¿Qué pasa en un mercado en el que podría haber una oferta de más de ocho millones de propiedades potenciales? En el mejor de los casos, pasarán décadas para que este se limpie, más si consideramos que doce millones de casas valen menos que la deuda que se contrajo para adquirirlas. Cualquier recuperación en los precios provocará nuevas oleadas de oferta. En el verano de 2010, una de cada cuatro casas en venta provenía de un embargo bancario, este verano será una de cada tres. Y la venta de propiedades embargadas no es mayor porque simplemente no hay suficiente capacidad para procesar legalmente los embargos, y porque muchos bancos prefieren llevársela con calma porque no tienen cómo reservar los colosales golpes al balance que provendrían de tomar la pérdida al deshacerse de las propiedades. Su precio en libros es mucho mayor al de mercado y prefieren mantener la fantasía lo más que puedan.

En forma increíble, ese proceso de embargos a cuentagotas está teniendo temporalmente un efecto positivo sobre el consumo. Se estima que entre seis y siete millones de propietarios no están haciendo los pagos mensuales de sus hipotecas y eso le podría estar agregando hasta 100 mil millones de dólares de consumo a la economía. Poniéndolo de otra forma, los bancos no están recibiendo el pago, pero ese dinero va a pagar a quienes se benefician del gasto que se está haciendo con los recursos que deberían haberse ido a pagar la hipoteca. En muchos de esos casos, quienes moran en esas propiedades están solamente pagando impuestos prediales (para evitarse problemas con el fisco). A los bancos les conviene más tener esas casas temporalmente habitadas que dejando que se deterioren vacías. Esta situación no durará eternamente.

Ese es el gran problema. Hay cincuenta millones de hipotecas en el sistema financiero estadounidense. Estas valen diez billones de dólares (millones de millones), alrededor de dos tercios del PIB y una cuarta parte de estas se contrataron para comprar inmuebles que hoy valen menos que la deuda contratada para adquirirlas. Esa proporción seguirá creciendo conforme los precios sigan cayendo.  Recordemos, además, que esta lúgubre situación se está dando a pesar de que las hipotecas bancarias están en 4.49% a treinta años, cerca de la tasa mínima histórica de 4.17% que se tocó a fines de 2010. ¿Por qué no hay una oleada de compras considerando que hay tanta oferta de inmuebles a precios descontados en el mercado y que los bancos están regalando el crédito? Por una sencilla razón: muchísimos potenciales compradores dejaron de ser sujetos de crédito deseables para la banca.

Las calificaciones de crédito de los individuos se han desplomado y por ello 95% de la originación de crédito hipotecario sigue teniendo algún tipo de aval gubernamental, típicamente del Federal Housing Authority (FHA), que sigue ofreciendo hipotecas con enganches mínimos (tan bajos como 2%) y condiciones subsidiadas. Pero ni así logran estimular la demanda. Conforme los precios de los inmuebles bajan, se acaba el colateral para tomar deuda pues más de tres cuartas partes de la deuda de las familias utilizan propiedades residenciales para garantizar sus deudas. Mark Lapolla, estratega de Knight Capital[1], dice que solo dos áreas de crédito se han expandido: préstamos a estudiantes, que ya suman cerca de un billón (millón de millones) de dólares y valen más que la deuda en tarjetas de crédito y, crédito automotriz, debido a lo fácil que es ejecutar las garantías (vender el automóvil adquirido) en caso de impago.

El consumo estadounidense (70% del PIB) no se va a recuperar no solo porque las capacidad de endeudamiento de las familias desapareció, sino porque además o se han quedado sin empleo o temen quedarse sin él. Al mes de mayo, 15.8% de la población estaba o desempleada o involuntariamente subempleada. La clasificación de desempleados de “largo plazo” establece que son aquellos que llevan más de 27 semanas sin trabajar, en esta clasificación entran 6.1 millones de personas, cerca de la mitad (45.1%) de la población total desempleada. En Estados Unidos el desempleo llegó para quedarse porque es resultado de condiciones profundamente estructurales. Mark Lapolla dice que el mundo se dividió entre los países que tienen escala y los que tienen propiedad intelectual. En el primer caso (China, Vietnam) requieren capital, trabajo y materias primas, y el modelo prospera en aquellos países que tienen mano de obra barata. El segundo requiere cada vez de menos trabajo, relativo al valor económico que agrega. Su teoría hace sentido porque además de explicar por qué el empleo no reacciona a los miopes estímulos gubernamentales, también explica la enorme concentración de la riqueza que se ha producido en las últimas décadas.

Pero si los viento en contra que proviene de desempleo y el desplome del mercado inmobiliario no fuesen suficientes, las nuevas reglas de capitalización de los bancos que provienen de la Convención de Basilea III (y del hecho que el término Wall Street se ha vuelto políticamente tan cáustico como Al Qaeda) forzarán a una mayor capitalización de los bancos que, por consecuencia, resultará en una menor disponibilidad de crédito. Además, Reino Unido ha adoptado medidas para reducir el déficit fiscal que reducirán el crecimiento. El gobierno chino adopta medidas de emergencia para reducir la presión inflacionaria y enfriar su propia burbuja inmobiliaria, por lo cual podríamos ver menos demanda por productos estadounidenses. Las grandes empresas han sorprendido por su capacidad de generar utilidades a pesar del difícil entorno. Esto ha ocurrido porque tuvieron el acierto de diversificarse hacia países y regiones que han mostrado alto crecimiento, pero también porque la debilidad del dólar ha permitido que esas ventas en otras monedas se traduzcan en más dólares. Ambos factores podrían cambiar.

Estoy entre quienes creen que, eventualmente, el dólar puede sorprender al alza. Se ha generado enorme demanda especulativa a nivel mundial por materias primas que se financian utilizando crédito en dólares. Si estoy en lo correcto y China empieza a enfriarse (o quizá mucho más que eso), el dólar reaccionará al alza no solo porque la gente se refugiará en activos denominados en esa moneda sino porque tendrán que pagar el crédito contraído para especular, y para ello tienen que vender muchas cosas y con el producto de la venta comprar dólares.

En el ciclo que hemos visto de baja del dólar y alza en el precio de las materias primas llama la atención que la política monetaria de la Reserva Federal que busca, entre otras cosas, mantener las tasas de interés bajas para abaratar la carga financiera de las familias endeudadas, acaba provocando la debilidad del dólar (pues es poco atractivo demandar dólares para ahorrar en bonos del tesoro estadounidenses que pagan tasas ínfimas). La debilidad del dólar se refleja en el alza de los precios de materias primas que cotizan en dólares. El precio del petróleo, por ejemplo, aumenta más conforme más caiga el dólar. Pero el mayor consumidor mundial del hidrocarburo es Estados Unidos, 21 millones de barriles que diariamente alimentan a 244 millones de vehículos. Lo que por un lado se ahorran las familias estadounidenses al pagar una tasa de interés menor por lo que deben, sale por el otro bolsillo al pagar precios estratosféricos por combustible. Al final del día, el efecto de las menores tasas de interés sobre la economía familiar es menos positivo de lo que parece y, en el extremo, esa política monetaria tan laxa está arriesgando la credibilidad de largo plazo del dólar como la principal moneda para transacciones comerciales en el mundo.

Esa luz que algunos creían ver al final del túnel no era más que un tren que venía a arrollarnos. El temible “double dip” (la segunda fase de la crisis o la segunda crisis) está a la vuelta de la esquina. Lejos de que las cosas estén mejorando, claramente, están en pleno deterioro. Mientras antes se den cuenta los políticos de esto, más pronto empezaremos a tratar a esta crisis como lo que siempre ha sido: una manifestación de problemas profundamente estructurales.



[1]Entrevista de welling@weedencon Mark Lapolla, abril 29, 2011. http://welling.weedenco.com

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Es columnista en el periódico Reforma.


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